En
los jardines del Vaticano hoy se ha celebrado una oración por la paz, convocada
por el papa Francisco en su viaje a Tierra Santa. Al concluir la ceremonia en
la que cada una de las delegaciones rezó según su creencia religiosa, el Santo
Padre recordó que "para conseguir la paz, se necesita valor, mucho más que
para hacer la guerra. Se necesita valor para decir sí al encuentro y no al
enfrentamiento; sí al diálogo y no a la violencia; sí a la negociación y no a
la hostilidad; sí al respeto de los pactos y no a las provocaciones; sí a la sinceridad
y no a la doblez. Para todo esto se necesita valor, una gran fuerza de
ánimo".
Y recordó que "hemos intentado muchas veces y
durante muchos años resolver nuestros conflictos con nuestras fuerzas, y
también con nuestras armas; tantos momentos de hostilidad y de oscuridad; tanta
sangre derramada; tantas vidas destrozadas; tantas esperanzas abatidas... Pero
nuestros esfuerzos han sido en vano". Y concluyó: "Ahora, Señor,
ayúdanos tú. Danos tú la paz, enséñanos tú la paz, guíanos tú hacia la paz. Abre
nuestros ojos y nuestros corazones, y danos la valentía para decir: «¡Nunca más
la guerra»; «con la guerra, todo queda destruido». Infúndenos el valor de
llevar a cabo gestos concretos para construir la paz".
A continuación las palabras del santo padre Francisco:
Señores presidentes
Los saludo con gran alegría, y deseo ofrecerles, a
ustedes y a las distinguidas Delegaciones que les acompañan, la misma
bienvenida calurosa que me han deparado en mi reciente peregrinación a Tierra
Santa.
Gracias desde el fondo de mi corazón por haber
aceptado mi invitación a venir aquí para implorar de Dios, juntos, el don de la
paz. Espero que este encuentro sea el comienzo de un camino nuevo en busca de
lo que une, para superar lo que divide.
Y gracias a Vuestra Santidad, venerado hermano
Bartolomé, por estar aquí conmigo para recibir a estos ilustres huéspedes. Su
participación es un gran don, un valioso apoyo, y es testimonio de la senda
que, como cristianos, estamos siguiendo hacia la plena unidad.
Su presencia, señores presidentes, es un gran signo de
fraternidad, que hacen como hijos de Abraham, y expresión concreta de confianza
en Dios, Señor de la historia, que hoy nos mira como hermanos uno de otro, y
desea conducirnos por sus vías.
Este encuentro nuestro para invocar la paz en Tierra
Santa, en Medio Oriente y en todo el mundo, está acompañado por la oración de
tantas personas, de diferentes culturas, naciones, lenguas y religiones:
personas que han rezado por este encuentro y que ahora están unidos a nosotros
en la misma invocación. Es un encuentro que responde al deseo ardiente de
cuantos anhelan la paz, y sueñan con un mundo donde hombres y mujeres puedan
vivir como hermanos y no como adversarios o enemigos.
Señores presidentes, el mundo es un legado que hemos
recibido de nuestros antepasados, pero también un préstamo de nuestros hijos:
hijos que están cansados y agotados por los conflictos y con ganas de llegar a
los albores de la paz; hijos que nos piden derribar los muros de la enemistad y
tomar el camino del diálogo y de la paz, para que triunfen el amor y la
amistad.
Muchos, demasiados de estos hijos han caído víctimas
inocentes de la guerra y de la violencia, plantas arrancadas en plena
floración. Es deber nuestro lograr que su sacrificio no sea en vano. Que su memoria
nos infunda el valor de la paz, la fuerza de perseverar en el diálogo a toda
costa, la paciencia para tejer día tras día el entramado cada vez más robusto
de una convivencia respetuosa y pacífica, para gloria de Dios y el bien de
todos.
Para conseguir la paz, se necesita valor, mucho más
que para hacer la guerra. Se necesita valor para decir sí al encuentro y no al
enfrentamiento; sí al diálogo y no a la violencia; sí a la negociación y no a
la hostilidad; sí al respeto de los pactos y no a las provocaciones; sí a la
sinceridad y no a la doblez. Para todo esto se necesita valor, una gran fuerza
de ánimo.
La historia nos enseña que nuestras fuerzas por sí
solas no son suficientes. Más de una vez hemos estado cerca de la paz, pero el
maligno, por diversos medios, ha conseguido impedirla. Por eso estamos aquí,
porque sabemos y creemos que necesitamos la ayuda de Dios. No renunciamos a
nuestras responsabilidades, pero invocamos a Dios como un acto de suprema
responsabilidad, de cara a nuestras conciencias y de frente a nuestros pueblos.
Hemos escuchado una llamada, y debemos responder: la llamada a romper la
espiral del odio y la violencia; a doblegarla con una sola palabra: «hermano».
Pero para decir esta palabra, todos debemos levantar la mirada al cielo, y
reconocernos hijos de un mismo Padre.
A él me dirijo yo, en el Espíritu de Jesucristo,
pidiendo la intercesión de la Virgen María, hija de Tierra Santa y Madre
nuestra. Señor, Dios de paz, escucha nuestra súplica.
Hemos intentado muchas veces y durante muchos años
resolver nuestros conflictos con nuestras fuerzas, y también con nuestras
armas; tantos momentos de hostilidad y de oscuridad; tanta sangre derramada;
tantas vidas destrozadas; tantas esperanzas abatidas... Pero nuestros esfuerzos
han sido en vano. Ahora, Señor, ayúdanos tú. Danos tú la paz, enséñanos tú la
paz, guíanos tú hacia la paz. Abre nuestros ojos y nuestros corazones, y danos
la valentía para decir: «¡Nunca más la guerra»; «con la guerra, todo queda
destruido». Infúndenos el valor de llevar a cabo gestos concretos para
construir la paz.
Señor, Dios de Abraham y los Profetas, Dios amor que nos has creado y nos
llamas a vivir como hermanos, danos la fuerza para ser cada día artesanos de la
paz; danos la capacidad de mirar con benevolencia a todos los hermanos que
encontramos en nuestro camino. Haznos disponibles para escuchar el clamor de
nuestros ciudadanos que nos piden transformar nuestras armas en instrumentos de
paz, nuestros temores en confianza y nuestras tensiones en perdón. Mantén
encendida en nosotros la llama de la esperanza para tomar con paciente
perseverancia opciones de diálogo y reconciliación, para que finalmente triunfe
la paz.
Y que sean desterradas del corazón de todo hombre estas palabras: división,
odio, guerra. Señor, desarma la lengua y las manos, renueva los corazones y las
mentes, para que la palabra que nos lleva al encuentro sea siempre «hermano», y
el estilo de nuestra vida se convierta en shalom, paz, salam. Amén.
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