El amor en
sus diversas manifestaciones ágape, eros, philia, xenia, que es el fundamento
del ser humano, no existe para las ciencias sociales. ¿Cómo pueden entonces
entender la realidad? La sociología, la economía, la más colonizadora de las
ramas del saber, la propia historia y la antropología, a duras penas, y ya en
otro campo conexo, la psiquiatría, ignoran el amor. Escojamos la economía, por
ser ella quien en mayor medida marca la pauta. Desde la teoría neoclásica se ha
enriquecido con diversos aportes y conceptos que operan en el desenvolvimiento
económico, teorías endógenas, neo institucionales, capital humano, capital
social, teoría de juegos, ahí no hay ningún espacio para algún tipo de amor.
Es, en otros términos, lo que apuntaba Benedicto XVI en Caritas in
veritate. Pero el amor está ahí, presente, seguramente cada vez menos,
porque sin él no se explica el acto humano -el que precisamente estudia la
economía-. No existiría una parte determinante de las manifestaciones
artísticas, como la literatura, las artes plásticas, el teatro, la
cinematografía, sin amor, de donación, de concupiscencia, de reciprocidad, de
fraternidad filial al extraño, a los otros ciudadanos por ser miembros de la
misma comunidad. Está, pero en la teoría no existe. ¿Cómo podemos construir
algo real y solido en base a este absurdo?
En la práctica política, a pesar de que dice buscar el bien de los
ciudadanos, el concepto de amor es desconocido. Pero, para que pueda realizarse un fin
compartido, el bien común, el medio básico para alcanzarlo es la concordia, la
amistad civil aristotélica, una forma de amor sin embargo que ni está ni se la
espera. ¿Cómo se pueden solucionar así los grandes problemas? Al contrario, de
esta manera, solo se consigue multiplicarlos. La política es una práctica para
transformar la realidad, o para mantenerla, pero esto es un medio, el fin es el
bienestar de las personas. Pero, seriamente, razonablemente, ¿cabe esperar tal
logro sin ningún tipo de amor?
Esta ausencia
de amor se extiende también al ámbito estrictamente personal. No podía ser de
otra manera, porque el ser humano piensa y decide dentro de marcos de
referencia, y en el nuestro el amor carece de existencia. Por eso el filósofo
alemán de origen coreano, Byung-Chul Han, puede escribir: “Hoy el amor se
positiva en sexualidad, sometida al dictado del rendimiento. El sexo es
rendimiento. Y la sensualidad un capital que ha de aumentar. El cuerpo equivale
a una mercancía. El otro es sexualizado como objeto excitante. Pero no se puede
amar al otro despojado de su alteridad, solo se le puede consumir. Así, la
persona ha sido fragmentada en objetos sexuales parciales. No hay ninguna
personalidad sexual”. Y eso, sostenemos, es una más de las grandes
contradicciones de nuestro tiempo. El sexo por sí solo entendido como
relación no confiere ninguna identidad, solo crea seres fragmentados, como
escribe Byung-Chul, pero al mismo tiempo esta sociedad afirma la búsqueda de la
identidad -este es uno de los principios de la ideología de género- en la
relación sexual. Ese es el principio indiscutible -según ellos- de la
afirmación gay y lésbica, de la justificación de la transexualidad,
bisexualidad e intersexualidad como identidades humanas completas y distintas.
Pero ahí no hay tal cosa, solo una vivencia fragmentada de lo humano, y como
mucho un valor de cambio y de rendimiento sexual, de ahí la insatisfacción
permanente por que no se realiza lo anunciado la consecución gozosa de la
propia identidad por mucho que se legisle a su favor.
Recuperar el sentido del amor en todas sus dimensiones es la gran tarea
política de nuestro tiempo, y en ella solo el cristianismo es capaz de aportar
las razones y motivaciones necesarias y masivas. Esa es la tarea: enseñar a amar, es
decir a practicar la donación, la gratuidad, el servicio de nuestros actos, de
construir en la reciprocidad para el bien del otro y de la comunidad. Pero,
para que tal bien se realice entre los avatares de la vida cotidiana, es
necesario que la vida humana, personal y colectiva, cultive la capacidad de
realizar prácticas buenas, las virtudes, sin las que ningún bien, ningún valor,
puede realizarse. Amor y virtud, esa es la gran obra que necesita nuestro
tiempo.
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