Contemplando a Nuestra Señora, que nos muestra
nuestro destino como hijos adoptivos de Dios y miembros del Cuerpo de Cristo,
el Obispo de Roma destacó que, «como María, nuestra Madre, estamos llamados a
participar plenamente en la victoria del Señor sobre el pecado y sobre la
muerte y a reinar con Él en su Reino eterno - donde reinar es servir - y
tomando conciencia del futuro que, también hoy, el Señor Resucitado nos ofrece».
Alentando a invocar a María Madre como Madre de la
Iglesia en Corea y de la esperanza, que nos ofrece el Evangelio - antídoto
contra la desesperación que parece extenderse como un cáncer, en una sociedad
exteriormente rica, que a menudo experimenta amargura y vacío interior - el
Santo Padre reiteró que la verdadera libertad se encuentra en la acogida
amorosa de la voluntad del Padre. Con el anhelo de que sean «fieles a la
libertad real, recibida en el bautismo, para transformar el mundo según el plan
de Dios», alentó a pedir a la Madre de Dios que los cristianos de Corea «sean
fuerza generosa de renovación espiritual en todos los ámbitos de la sociedad.
Que combatan la fascinación de un materialismo que ahoga los auténticos valores
espirituales y culturales, la competición desenfrenada, que genera egoísmo y
hostilidad. Que rechacen modelos económicos inhumanos, que crean nuevas formas
de pobreza y marginan a los trabajadores, así como la cultura de la muerte, que
devalúa la imagen de Dios, del Dios de la vida y atenta contra la dignidad de
todo hombre, mujer y niño. Que los jóvenes no se dejen nunca robar la
esperanza».
Texto completo de la homilía del Papa en la fiesta de la Asunción
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
En unión con toda la Iglesia
celebramos la Asunción de Nuestra Señora en cuerpo y alma a la gloria del
cielo. La Asunción de María nos muestra nuestro destino como hijos adoptivos de
Dios y miembros del Cuerpo de Cristo. Como María, nuestra Madre, estamos
llamados a participar plenamente en la victoria del Señor sobre el pecado y sobre
la muerte y a reinar con Él en su Reino eterno. Ésta es nuestra vocación.
La “gran señal” que nos presenta la primera
lectura –una mujer vestida de sol coronada de estrellas (cf. Ap 12,1)– nos
invita a contemplar a María, entronizada en la gloria junto a su divino Hijo.
Nos invita a tomar conciencia del futuro que también hoy el Señor resucitado
nos ofrece. Los coreanos tradicionalmente celebran esta fiesta a la luz de su
experiencia histórica, reconociendo la amorosa intercesión de María en la historia
de la nación y en la vida del pueblo.
En la segunda lectura hemos escuchado a san
Pablo diciéndonos que Cristo es el nuevo Adán, cuya obediencia a la voluntad
del Padre ha destruido el reino del pecado y de la esclavitud y ha inaugurado
el reino de la vida y de la libertad (cf. 1 Co 15,24-25). La verdadera libertad
se encuentra en la acogida amorosa de la voluntad del Padre. De María, llena de
gracia, aprendemos que la libertad cristiana es algo más que la simple
liberación del pecado. Es la libertad que nos permite ver las realidades
terrenas con una nueva luz espiritual, la libertad para amar a Dios y a los
hermanos con un corazón puro y vivir en la gozosa esperanza de la venida del
Reino de Cristo.
Hoy, venerando a María, Reina del Cielo, nos
dirigimos a ella como Madre de la Iglesia en Corea. Le pedimos que nos ayude a
ser fieles a la libertad real que hemos recibido el día de nuestro bautismo,
que guíe nuestros esfuerzos para transformar el mundo según el plan de Dios, y que haga que la Iglesia de este
país sea más plenamente levadura de su Reino en medio de la sociedad coreana.
Que los cristianos de esta nación sean una fuerza generosa de renovación
espiritual en todos los ámbitos de la sociedad. Que combatan la fascinación de
un materialismo que ahoga los auténticos valores espirituales y culturales y el
espíritu de competición desenfrenada que genera egoísmo y hostilidad. Que
rechacen modelos económicos inhumanos, que crean nuevas formas de pobreza y
marginan a los trabajadores, así como la cultura de la muerte, que devalúa la
imagen de Dios, el Dios de la vida, y atenta contra la dignidad de todo hombre,
mujer y niño.
Como católicos coreanos,
herederos de una noble tradición, ustedes están llamados a valorar este legado
y a transmitirlo a las generaciones futuras. Lo cual requiere de todos una
renovada conversión a la Palabra de Dios y una intensa solicitud por los
pobres, los necesitados y los débiles de nuestra sociedad.
Con esta celebración, nos
unimos a toda la Iglesia extendida por el mundo que ve en María la Madre de
nuestra esperanza. Su cántico de alabanza nos recuerda que Dios no se olvida
nunca de sus promesas de misericordia (cf. Lc 1,54-55). María es la llena de
gracia porque «ha creído» que lo que le ha dicho el Señor se cumpliría (Lc 1,45).
En ella, todas las promesas divinas se han revelado verdaderas. Entronizada en
la gloria, nos muestra que nuestra esperanza es real; y también hoy esa
esperanza, «como ancla del alma, segura y firme» (Hb 6,19), nos aferra allí
donde Cristo está sentado en su gloria.
Esta esperanza, queridos hermanos y hermanas,
la esperanza que nos ofrece el Evangelio, es el antídoto contra el espíritu de
desesperación que parece extenderse como un cáncer en una sociedad
exteriormente rica, pero que a menudo experimenta amargura interior y vacío.
Esta desesperación ha dejado secuelas en muchos de nuestros jóvenes. Que los
jóvenes que nos acompañan estos días con su alegría y su confianza no se dejen
nunca robar la esperanza.
Dirijámonos a María, Madre de
Dios, e imploremos la gracia de gozar de la libertad de los hijos de Dios, de
usar esta libertad con sabiduría para servir a nuestros hermanos y de vivir y
actuar de modo que seamos signo de esperanza, esa esperanza que encontrará su
cumplimiento en el Reino eterno, allí donde reinar es servir. Amén
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