«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


31 de enero de 2016

EL PAPA EN EL ÁNGELUS: “EL ÚNICO PRIVILEGIO A LOS OJOS DE DIOS ES AQUEL DE NO TENER PRIVILEGIOS”

Palabras del Papa antes del rezo del Ángelus
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El relato evangélico de hoy nos conduce nuevamente, como el pasado domingo, a la sinagoga de Nazaret, el pueblo de Galilea donde Jesús creció en familia y es conocido por todos. Él, que hacía poco tiempo se había marchado para iniciar su vida pública, regresa ahora por primera vez y se presenta a la comunidad, reunida el sábado en la sinagoga. Lee el pasaje del profeta Isaías que habla del futuro Mesías y al final declara: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír» (Lc 4,21). Los conciudadanos de Jesús, primero sorprendidos y admirados, comienzan luego a poner cara larga y a murmurar entre ellos y a decir: ¿Por qué éste, que pretende ser el Consagrado del Señor, no repite aquí, en su pueblo, los prodigios que se dice haya cumplido en Cafarnaúm y en los pueblos cercanos? Entonces Jesús afirma: «Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra» (v. 24), y cita a los grandes profetas del pasado Elías y Eliseo, que obraron milagros en favor de los paganos para denunciar la incredulidad de su pueblo. A este punto los presentes se sienten ofendidos, se levantan indignados, echan a Jesús fuera del pueblo y quisieran arrojarlo por el precipicio. Pero Él, con la fuerza de su paz, «pasando en medio de ellos, se pone en camino» (v. 30). Su hora aún no ha llegado.
Este relato del evangelista Lucas no es simplemente la historia de una pelea entre paisanos, como a veces pasa en nuestros barrios, suscitada por envidias y celos, sino que saca a la luz una tentación a la cual el hombre religioso está siempre expuesto, -todos nosotros estamos expuestos- y de la cual es necesario tomar decididamente las distancias. ¿Y cuál es esta tentación? Es la tentación de considerar la religión como una inversión humana y, en consecuencia, ponerse a “negociar” con Dios buscando el propio interés. En cambio en la verdadera religión se trata de acoger la revelación de un Dios que es Padre y que se preocupa de cada una de sus criaturas, también de aquellas más pequeñas e insignificantes a los ojos de los hombres. Precisamente en esto consiste el ministerio profético de Jesús: en anunciar que ninguna condición humana pueda constituir motivo de exclusión -¡ninguna condición humana puede ser motivo de exclusión!- del corazón del Padre, y que el único privilegio a los ojos de Dios es aquel de no tener privilegios. El único privilegio a los ojos de Dios es aquel de no tener privilegios, de no tener padrinos, de abandonarse en sus manos.
«Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír» (Lc 4, 21). El “hoy”, proclamado por Cristo aquel día, vale para cada tiempo; resuena también para nosotros en esta plaza, recordándonos la actualidad y la necesidad de la salvación traída por Jesús a la humanidad. Dios viene al encuentro de los hombres y las mujeres de todos los tiempos y lugares en las situaciones concretas en las cuales estos estén. También viene a nuestro encuentro. Es siempre Él quien da el primer paso: viene a visitarnos con su misericordia, a levantarnos del polvo de nuestros pecados; viene a extendernos la mano para hacernos alzar del abismo en el que nos ha hecho caer nuestro orgullo, y nos invita a acoger la consolante verdad del Evangelio y a caminar por los caminos del bien. Siempre viene Él a encontrarnos, a buscarnos. Volvamos a la sinagoga...
Ciertamente aquel día, en la sinagoga de Nazaret, también estaba María allí, la Madre. Podemos imaginar los latidos de su corazón, una pequeña anticipación de aquello que sufrirá bajo la Cruz, viendo a Jesús, allí en la sinagoga, primero admirado, luego desafiado, después insultado, después amenazado de muerte. En su corazón, lleno de fe, ella guardaba cada cosa. Que ella nos ayude a convertirnos de un dios de los milagros al milagro de Dios, que es Jesucristo.
(Traducción del italiano: Raúl Cabrera, Radio Vaticano)
Después de la oración del Ángelus el Papa saludó a diferentes grupos de peregrinos:
Queridos hermanos y hermanas,
Se celebra hoy la Jornada mundial de los enfermos de lepra. Esta enfermedad, a pesar de estar en regresión, afecta todavía desafortunadamente a las personas más pobres y marginadas. Es importante mantener viva la solidaridad con estos hermanos y hermanas, quienes han quedado inválidos después de esta enfermedad. A ellos les aseguramos nuestra oración, y aseguramos nuestro apoyo a quienes les asisten. Buenos laicos, buenas hermanas, buenos curas.
Saludo con afecto a todos ustedes, queridos peregrinos llegados desde diversas parroquias de Italia y de otros países, como también las asociaciones y los grupos. En particular, saludo a los estudiantes de Cuenca y a aquellos de Torreagüera (España). Saludo a los fieles de Taranto, Monte Silvano, Macerata, Ercolano y Fasano.
¡Ahora saludo a los chicos y chicas de la Acción Católica de la Diócesis de Roma! Ahora entiendo porque había tanta bulla en la plaza. Queridos chicos, también este año acompañado, del Cardenal Vicario y de vuestros Asistentes, han venido muchos en el final de su “Caravana de la Paz”.
Este año su testimonio de paz, animado de la fe en Jesús será todavía más alegre y consciente, porque está enriquecido por el gesto, que acaban de hacer al pasar por la Puerta Santa.
¡Les animo a ser instrumentos de paz y de misericordia entre sus compañeros! Escuchemos ahora el mensaje de sus amigos, que están aquí junto a mí, que nos van a leer.
(Lectura del Mensaje)
Y ahora los chicos en la plaza lanzarán los globos, símbolo de paz. A todos les deseo un buen domingo y un buen almuerzo. Y por favor no se olviden de rezar por mí.
¡Hasta la vista!
(MZ-RV)


EL PAPA FRANCISCO EN LA AUDIENCIA JUBILAR: ¡TODO CRISTIANO ES PORTADOR DE CRISTO!


Queridos hermanos y hermanas,
Entramos día tras día en lo principal del Año Santo de la Misericordia. Con su gracia, el Señor guía nuestros pasos mientras atravesamos la Puerta Santa y se nos acerca para permanecer siempre con nosotros, no obstante nuestras faltas y nuestras contradicciones. No nos cansemos jamás de sentir la necesidad de su perdón, porque cuando somos débiles su cercanía nos hace fuertes y nos permite vivir con mayor alegría nuestra fe.
Quisiera indicarles hoy la estrecha relación que existe entre la misericordia y la misión. Como recordaba San Juan Pablo II: «La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia y cuando acerca a los hombres a las fuentes de misericordia» (Enc. Dives in misericordia, 13). Como cristianos tenemos la responsabilidad de ser misioneros del Evangelio. Cuando recibimos una bella noticia, o cuando vivimos una bella experiencia, es natural que sintamos la exigencia de comunicarla también a los demás. Sentimos dentro de nosotros que no podemos contener la alegría que nos ha sido donada y queremos extenderla. La alegría suscitada es tal que nos lleva a comunicarla.
Y debería ser la misma cosa cuando encontramos al Señor. La alegría de este encuentro, de la misericordia: comunicar la misericordia del Señor. Es más, el signo concreto que de verdad hemos encontrado a Jesús es la alegría que sentimos en el anunciarlo también a los demás. Y esto no es “hacer proselitismo”: esto es hacer un don. Si, yo te doy aquello que me da alegría a mí. Leyendo el Evangelio vemos que esta ha sido la experiencia de los primeros discípulos: después del primer encuentro con Jesús, Andrés fue a decirlo enseguida a su hermano Pedro (Cfr. Jn 1,40-42), y la misma cosa hizo Felipe con Natanael (Cfr. Jn 1,45-46). Encontrar a Jesús equivale a encontrarse con su amor. Este amor nos transforma y nos hace capaces de transmitir a los demás la fuerza que nos dona. De alguna manera podremos decir que desde el día del Bautismo nos es dado a cada uno de nosotros un nuevo nombre agregado a aquel que ya nos dan mamá y papá, y este nombre es “Cristóforo”: todos somos “Cristóforos”. ¿Qué cosa significa? “Portadores de Cristo”. Es el nombre de nuestra actitud, una actitud de portadores de la alegría de Cristo, de la misericordia de Cristo. ¡Todo cristiano es un “Cristóforo”, es decir un portador de Cristo!
La misericordia que recibimos del Padre no nos es dada como una consolación privada, sino nos hace instrumentos para que también los demás puedan recibir el mismo don. Existe una estupenda circularidad entre la misericordia y la misión. Vivir de misericordia nos hace misioneros de la misericordia, y ser misioneros nos permite siempre crecer más en la misericordia de Dios. Por lo tanto, tomemos en serio nuestro ser cristianos, y comprometámonos a vivir como creyentes, porque sólo así el Evangelio puede tocar el corazón de las personas y abrirlo para recibir la gracia del amor, para recibir esta grande misericordia de Dios que acoge a todos. Gracias.


27 de enero de 2016

EL PAPA EN LA CATEQUESIS: “ESTAMOS LLAMADOS A SER MEDIADORES DE MISERICORDIA”

Texto completo de la catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la Sagrada Escritura, la misericordia de Dios está presente a lo largo de toda la historia del Pueblo de Israel.
Con su misericordia, el Señor acompaña el camino de los Patriarcas, a ellos les dona hijos no obstante su condición de esterilidad, los conduce por caminos de gracia y de reconciliación, como demuestra la historia de José y de sus hermanos (Cfr. Gen 37-50). Y pienso en tantos hermanos que están alejados dentro de una familia y no se hablan. Pero este Año de la Misericordia es una buena ocasión para reencontrarse, abrazarse y perdonarse, ¡eh! Olvidar las cosas feas. Pero, como sabemos, en Egipto la vida para el pueblo se hace dura. Y es ahí cuando los Israelitas están por perecer, que el Señor interviene y realiza la salvación.
Se lee en el libro del Éxodo: «Pasó mucho tiempo y, mientras tanto, murió el rey de Egipto. Los israelitas, que gemían en la esclavitud, hicieron oír su clamor, y ese clamor llegó hasta Dios, desde el fondo de su esclavitud. Dios escuchó sus gemidos y se acordó de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob. Entonces dirigió su mirada hacia los israelitas y los tuvo en cuenta» (2,23-25). La misericordia no puede permanecer indiferente delante del sufrimiento de los oprimidos, del grito de quien padece la violencia, reducido a la esclavitud, condenado a muerte. Es una dolorosa realidad que aflige toda época, incluida la nuestra, y que muchas veces nos hace sentir impotentes, tentados a endurecer el corazón y pensar en otra cosa. Dios en cambio «no es indiferente» (Mensaje para la Jornada Mundial de la paz 2016, 1), no desvía jamás la mirada del dolor humano. El Dios de misericordia responde y cuida de los pobres, de aquellos que gritan su desesperación. Dios escucha e interviene para salvar, suscitando hombres capaces de oír el gemido del sufrimiento y de obrar en favor de los oprimidos.
Es así que comienza la historia de Moisés como mediador de liberación para el pueblo. Él afronta al Faraón para convencerlo en dejar salir a Israel; y luego guiará al pueblo, a través del Mar Rojo y el desierto, hacia la libertad. Moisés, que la misericordia divina ha salvado a penas nacido de la muerte en las aguas del Nilo, se hace mediador de aquella misma misericordia, permitiendo al pueblo nacer a la libertad salvado de las aguas del Mar Rojo. Y también nosotros en este Año de la Misericordia podemos hacer este trabajo de ser mediadores de misericordia con las obras de misericordia para acercarnos, para dar alivio, para hacer unidad. Tantas cosas buenas se pueden hacer.
La misericordia de Dios actúa siempre para salvar. Es todo lo contrario de las obras de aquellos que actúan siempre para matar: por ejemplo aquellos que hacen las guerras. El Señor, mediante su siervo Moisés, guía a Israel en el desierto como si fuera un hijo, lo educa en la fe y realiza la alianza con él, creando una relación de amor fuerte, como aquel del padre con el hijo y el del esposo con la esposa.
A tanto llega la misericordia divina. Dios propone una relación de amor particular, exclusiva, privilegiada. Cuando da instrucciones a Moisés a cerca de la alianza, dice: «Ahora, si escuchan mi voz y observan mi alianza, serán mi propiedad exclusiva entre todos los pueblos, porque toda la tierra me pertenece. Ustedes serán para mí un reino de sacerdotes y una nación que me está consagrada» (Ex 19,5-6).
Cierto, Dios posee ya toda la tierra porque lo ha creado; pero el pueblo se convierte para Él en una posesión diversa, especial: su personal “reserva de oro y plata” como aquella que el rey David afirmaba haber donado para la construcción del Templo.
Por lo tanto, esto nos hacemos para Dios acogiendo su alianza y dejándonos salvar por Él. La misericordia del Señor hace al hombre precioso, como una riqueza personal que le pertenece, que Él custodia y en la cual se complace.
Son estas las maravillas de la misericordia divina, que llega a pleno cumplimiento en el Señor Jesús, en aquella “nueva y eterna alianza” consumada con su sangre, que con el perdón destruye nuestro pecado y nos hace definitivamente hijos de Dios (Cfr. 1 Jn 3,1), joyas preciosas en las manos del Padre bueno y misericordioso. Y si nosotros somos hijos de Dios y tenemos la posibilidad de tener esta herencia – aquella de la bondad y de la misericordia – en relación con los demás, pidamos al Señor que en este Año de la Misericordia también nosotros hagamos cosas de misericordia; abramos nuestro corazón para llegar a todos con las obras de misericordia, la herencia misericordiosa que Dios Padre ha tenido con nosotros. Gracias.
(Traducción del italiano: Renato Martinez – Radio Vaticano)


26 de enero de 2016

MENSAJE DEL PAPA PARA LA CUARESMA 2016


 “Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt 9,13). Las obras de misericordia en el camino jubilar
1. María, icono de una Iglesia que evangeliza porque es evangelizada
En la Bula de convocación del Jubileo invité a que «la Cuaresma de este Año Jubilar sea vivida con mayor intensidad, como momento fuerte para celebrar y experimentar la misericordia de Dios» (Misericordiae vultus, 17). Con la invitación a escuchar la Palabra de Dios y a participar en la iniciativa «24 horas para el Señor» quise hacer hincapié en la primacía de la escucha orante de la Palabra, especialmente de la palabra profética. La misericordia de Dios, en efecto, es un anuncio al mundo: pero cada cristiano está llamado a experimentar en primera persona ese anuncio. Por eso, en el tiempo de la Cuaresma enviaré a los Misioneros de la Misericordia, a fin de que sean para todos un signo concreto de la cercanía y del perdón de Dios.
María, después de haber acogido la Buena Noticia que le dirige el arcángel Gabriel, María canta proféticamente en el Magnificat la misericordia con la que Dios la ha elegido. La Virgen de Nazaret, prometida con José, se convierte así en el icono perfecto de la Iglesia que evangeliza, porque fue y sigue siendo evangelizada por obra del Espíritu Santo, que hizo fecundo su vientre virginal. En la tradición profética, en su etimología, la misericordia está estrechamente vinculada, precisamente con las entrañas maternas (rahamim) y con una bondad generosa, fiel y compasiva (hesed) que se tiene en el seno de las relaciones conyugales y parentales.
2. La alianza de Dios con los hombres: una historia de misericordia
El misterio de la misericordia divina se revela a lo largo de la historia de la alianza entre Dios y su pueblo Israel. Dios, en efecto, se muestra siempre rico en misericordia, dispuesto a derramar en su pueblo, en cada circunstancia, una ternura y una compasión visceral, especialmente en los momentos más dramáticos, cuando la infidelidad rompe el vínculo del Pacto y es preciso ratificar la alianza de modo más estable en la justicia y la verdad. Aquí estamos frente a un auténtico drama de amor, en el cual Dios desempeña el papel de padre y de marido traicionado, mientras que Israel el de hijo/hija y el de esposa infiel. Son justamente las imágenes familiares —como en el caso de Oseas (cf. Os 1-2)— las que expresan hasta qué punto Dios desea unirse a su pueblo.
Este drama de amor alcanza su culmen en el Hijo hecho hombre. En él Dios derrama su ilimitada misericordia hasta tal punto que hace de él la «Misericordia encarnada» (Misericordiae vultus, 8). En efecto, como hombre, Jesús de Nazaret es hijo de Israel a todos los efectos. Y lo es hasta tal punto que encarna la escucha perfecta de Dios que el Shemà requiere a todo judío, y que todavía hoy es el corazón de la alianza de Dios con Israel: «Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4-5). El Hijo de Dios es el Esposo que hace cualquier cosa por ganarse el amor de su Esposa, con quien está unido con un amor incondicional, que se hace visible en las nupcias eternas con ella.
Es éste el corazón del kerygma apostólico, en el cual la misericordia divina ocupa un lugar central y fundamental. Es «la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado» (Exh. ap. Evangelii gaudium, 36), el primer anuncio que «siempre hay que volver a escuchar de diversas maneras y siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis» (ibíd., 164). La Misericordia entonces «expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer» (Misericordiae vultus, 21), restableciendo de ese modo la relación con él. Y, en Jesús crucificado, Dios quiere alcanzar al pecador incluso en su lejanía más extrema, justamente allí donde se perdió y se alejó de Él. Y esto lo hace con la esperanza de poder así, finalmente, enternecer el corazón endurecido de su Esposa.
3. Las obras de misericordia
La misericordia de Dios transforma el corazón del hombre haciéndole experimentar un amor fiel, y lo hace a su vez capaz de misericordia. Es siempre un milagro el que la misericordia divina se irradie en la vida de cada uno de nosotros, impulsándonos a amar al prójimo y animándonos a vivir lo que la tradición de la Iglesia llama las obras de misericordia corporales y espirituales. Ellas nos recuerdan que nuestra fe se traduce en gestos concretos y cotidianos, destinados a ayudar a nuestro prójimo en el cuerpo y en el espíritu, y sobre los que seremos juzgados: nutrirlo, visitarlo, consolarlo y educarlo. Por eso, expresé mi deseo de que «el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina» (ibíd., 15). En el pobre, en efecto, la carne de Cristo «se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga... para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado» (ibíd.). Misterio inaudito y escandaloso la continuación en la historia del sufrimiento del Cordero Inocente, zarza ardiente de amor gratuito ante el cual, como Moisés, sólo podemos quitarnos las sandalias (cf. Ex 3,5); más aún cuando el pobre es el hermano o la hermana en Cristo que sufren a causa de su fe.
Ante este amor fuerte como la muerte (cf. Ct 8,6), el pobre más miserable es quien no acepta reconocerse como tal. Cree que es rico, pero en realidad es el más pobre de los pobres. Esto es así porque es esclavo del pecado, que lo empuja a utilizar la riqueza y el poder no para servir a Dios y a los demás, sino parar sofocar dentro de sí la íntima convicción de que tampoco él es más que un pobre mendigo. Y cuanto mayor es el poder y la riqueza a su disposición, tanto mayor puede llegar a ser este engañoso ofuscamiento. Llega hasta tal punto que ni siquiera ve al pobre Lázaro, que mendiga a la puerta de su casa (cf. Lc 16,20-21), y que es figura de Cristo que en los pobres mendiga nuestra conversión. Lázaro es la posibilidad de conversión que Dios nos ofrece y que quizá no vemos. Y este ofuscamiento va acompañado de un soberbio delirio de omnipotencia, en el cual resuena siniestramente el demoníaco «seréis como Dios» (Gn 3,5) que es la raíz de todo pecado. Ese delirio también puede asumir formas sociales y políticas, como han mostrado los totalitarismos del siglo XX, y como muestran hoy las ideologías del pensamiento único y de la tecnociencia, que pretenden hacer que Dios sea irrelevante y que el hombre se reduzca a una masa para utilizar. Y actualmente también pueden mostrarlo las estructuras de pecado vinculadas a un modelo falso de desarrollo, basado en la idolatría del dinero, como consecuencia del cual las personas y las sociedades más ricas se vuelven indiferentes al destino de los pobres, a quienes cierran sus puertas, negándose incluso a mirarlos.
La Cuaresma de este Año Jubilar, pues, es para todos un tiempo favorable para salir por fin de nuestra alienación existencial gracias a la escucha de la Palabra y a las obras de misericordia. Mediante las corporales tocamos la carne de Cristo en los hermanos y hermanas que necesitan ser nutridos, vestidos, alojados, visitados, mientras que las espirituales tocan más directamente nuestra condición de pecadores: aconsejar, enseñar, perdonar, amonestar, rezar. Por tanto, nunca hay que separar las obras corporales de las espirituales. Precisamente tocando en el mísero la carne de Jesús crucificado el pecador podrá recibir como don la conciencia de que él mismo es un pobre mendigo. A través de este camino también los «soberbios», los «poderosos» y los «ricos», de los que habla el Magnificat, tienen la posibilidad de darse cuenta de que son inmerecidamente amados por Cristo crucificado, muerto y resucitado por ellos. Sólo en este amor está la respuesta a la sed de felicidad y de amor infinitos que el hombre —engañándose— cree poder colmar con los ídolos del saber, del poder y del poseer. Sin embargo, siempre queda el peligro de que, a causa de un cerrarse cada vez más herméticamente a Cristo, que en el pobre sigue llamando a la puerta de su corazón, los soberbios, los ricos y los poderosos acaben por condenarse a sí mismos a caer en el eterno abismo de soledad que es el infierno. He aquí, pues, que resuenan de nuevo para ellos, al igual que para todos nosotros, las lacerantes palabras de Abrahán: «Tienen a Moisés y los Profetas; que los escuchen» (Lc 16,29). Esta escucha activa nos preparará del mejor modo posible para celebrar la victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte del Esposo ya resucitado, que desea purificar a su Esposa prometida, a la espera de su venida.
No perdamos este tiempo de Cuaresma favorable para la conversión. Lo pedimos por la intercesión materna de la Virgen María, que fue la primera que, frente a la grandeza de la misericordia divina que recibió gratuitamente, confesó su propia pequeñez (cf. Lc 1,48), reconociéndose como la humilde esclava del Señor (cf. Lc 1,38).
Vaticano, 4 de octubre de 2015

Fiesta de San Francisco de Asís

25 de enero de 2016

COMUNICACIÓN Y MISERICORDIA: MENSAJE PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES 2016

Texto completo del Mensaje del Papa para la 50ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales:
Comunicación y Misericordia: un encuentro fecundo
Queridos hermanos y hermanas,
El Año Santo de la Misericordia nos invita a reflexionar sobre la relación entre la comunicación y la misericordia. En efecto, la Iglesia, unida a Cristo, encarnación viva de Dios Misericordioso, está llamada a vivir la misericordia como rasgo distintivo de todo su ser y actuar. Lo que decimos y cómo lo decimos, cada palabra y cada gesto debería expresar la compasión, la ternura y el perdón de Dios para con todos. El amor, por su naturaleza, es comunicación, lleva a la apertura, no al aislamiento. Y si nuestro corazón y nuestros gestos están animados por la caridad, por el amor divino, nuestra comunicación será portadora de la fuerza de Dios.
Como hijos de Dios estamos llamados a comunicar con todos, sin exclusión. En particular, es característico del lenguaje y de las acciones de la Iglesia transmitir misericordia, para tocar el corazón de las personas y sostenerlas en el camino hacia la plenitud de la vida, que Jesucristo, enviado por el Padre, ha venido a traer a todos. Se trata de acoger en nosotros y de difundir a nuestro alrededor el calor de la Iglesia Madre, de modo que Jesús sea conocido y amado, ese calor que da contenido a las palabras de la fe y que enciende, en la predicación y en el testimonio, la «chispa» que los hace vivos.
La comunicación tiene el poder de crear puentes, de favorecer el encuentro y la inclusión, enriqueciendo de este modo la sociedad. Es hermoso ver  personas que se afanan en elegir con cuidado las palabras y los gestos para superar las incomprensiones, curar la memoria herida y construir paz y armonía. Las palabras pueden construir puentes entre las personas, las familias, los grupos sociales y los pueblos. Y esto es posible tanto en el mundo físico como en el digital. Por tanto, que las palabras y las acciones sean apropiadas para ayudarnos a salir de los círculos viciosos de las condenas y las venganzas, que siguen enmarañando a individuos y naciones, y que llevan a expresarse con mensajes de odio. La palabra del cristiano, sin embargo, se propone hacer crecer la comunión e, incluso cuando debe condenar con firmeza el mal, trata de no romper nunca la relación y la comunicación.
Quisiera, por tanto, invitar a las personas de buena voluntad a descubrir el poder de la misericordia de sanar las relaciones dañadas y de volver a llevar paz y armonía a las familias y a las comunidades. Todos sabemos en qué modo las viejas heridas y los resentimientos que arrastramos pueden atrapar a las personas e impedirles comunicarse y reconciliarse. Esto vale también para las relaciones entre los pueblos. En todos estos casos la misericordia es capaz de activar un nuevo modo de hablar y dialogar, como tan elocuentemente expresó Shakespeare: «La misericordia no es obligatoria, cae como la dulce lluvia del cielo sobre la tierra que está bajo ella. Es una doble bendición: bendice al que la concede y al que la recibe» (El mercader de Venecia, Acto IV, Escena I).
Es deseable que también el lenguaje de la política y de la diplomacia se deje inspirar por la misericordia, que nunca da nada por perdido. Hago un llamamiento sobre todo a cuantos tienen responsabilidades institucionales, políticas y de formar la opinión pública, a que estén siempre atentos al modo de expresase cuando se refieren a quien piensa o actúa de forma distinta, o a quienes han cometido errores. Es fácil ceder a la tentación de aprovechar estas situaciones y alimentar de ese modo las llamas de la desconfianza, del miedo, del odio. Se necesita, sin embargo, valentía para orientar a las personas hacia procesos de reconciliación. Y es precisamente esa audacia positiva y creativa la que ofrece verdaderas soluciones a antiguos conflictos así como la oportunidad de realizar una paz duradera. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. […] Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,7.9).
Cómo desearía que nuestro modo de comunicar, y también nuestro servicio de pastores de la Iglesia, nunca expresara el orgullo soberbio del triunfo sobre el enemigo, ni humillara a quienes la mentalidad del mundo considera perdedores y material de desecho. La misericordia puede ayudar a mitigar las adversidades de la vida y a ofrecer calor a quienes han conocido sólo la frialdad del juicio. Que el estilo de nuestra comunicación sea tal, que supere la lógica que separa netamente los pecadores de los justos. Nosotros podemos y debemos juzgar situaciones de pecado – violencia, corrupción, explotación, etc. –, pero no podemos juzgar a las personas, porque sólo Dios puede leer en profundidad sus corazones. Nuestra tarea es amonestar a quien se equivoca, denunciando la maldad y la injusticia de ciertos comportamientos, con el fin de liberar a las víctimas y de levantar al caído. El evangelio de Juan nos recuerda que «la verdad os hará libres» (Jn 8,32). Esta verdad es, en definitiva, Cristo mismo, cuya dulce misericordia es el modelo para nuestro modo de anunciar la verdad y condenar la injusticia. Nuestra primordial tarea es afirmar la verdad con amor (cf. Ef 4,15). Sólo palabras pronunciadas con amor y  acompañadas de mansedumbre y misericordia tocan los corazones de quienes somos pecadores. Palabras y gestos duros y moralistas corren el riesgo hundir más a quienes querríamos conducir a la conversión y a la libertad, reforzando su sentido de negación y de defensa.
Algunos piensan que una visión de la sociedad enraizada en la misericordia es injustificadamente idealista o excesivamente indulgente. Pero probemos a reflexionar sobre nuestras primeras experiencias de relación en el seno de la familia. Los padres nos han amado y apreciado más por lo que somos que por nuestras capacidades y nuestros éxitos. Los padres quieren naturalmente lo mejor para sus propios hijos, pero su amor nunca está condicionado por el alcance de los objetivos. La casa paterna es el lugar donde siempre eres acogido (cf. Lc 15,11-32). Quisiera alentar a todos a pensar en la sociedad humana, no como un espacio en el que los extraños compiten y buscan prevalecer, sino más bien como una casa o una familia, donde la puerta está siempre abierta y en la que sus miembros se acogen mutuamente.
Para esto es fundamental escuchar. Comunicar significa compartir, y para compartir se necesita escuchar, acoger. Escuchar es mucho más que oír. Oír hace referencia al ámbito de la información; escuchar, sin embargo, evoca la comunicación, y necesita cercanía. La escucha nos permite asumir la actitud justa, dejando atrás la tranquila condición de espectadores, usuarios, consumidores. Escuchar significa también ser capaces de compartir preguntas y dudas, de recorrer un camino al lado del otro, de liberarse de cualquier presunción de omnipotencia y de poner humildemente las propias capacidades y los propios dones al servicio del bien común.
Escuchar nunca es fácil. A veces es más cómodo fingir ser sordos. Escuchar significa prestar atención, tener deseo de comprender, de valorar, respetar, custodiar la palabra del otro. En la escucha se origina una especie de martirio, un sacrificio de sí mismo en el que se renueva el gesto realizado por Moisés ante la zarza ardiente: quitarse las sandalias en el «terreno sagrado» del encuentro con el otro que me habla (cf. Ex 3,5). Saber escuchar es una gracia inmensa, es un don que se ha de pedir para poder después ejercitarse practicándolo.
        También los correos electrónicos, los mensajes de texto, las redes sociales, los foros pueden ser formas de comunicación plenamente humanas. No es la tecnología la que determina si la comunicación es auténtica o no, sino el corazón del hombre y su capacidad para usar bien los medios a su disposición. Las redes sociales son capaces de favorecer las relaciones y de promover el bien de la sociedad, pero también pueden conducir a una ulterior polarización y división entre las personas y los grupos. El entorno digital es una plaza, un lugar de encuentro, donde se puede acariciar o herir, tener una provechosa discusión o un linchamiento moral. Pido que el Año Jubilar vivido en la misericordia «nos haga más abiertos al diálogo para conocernos y comprendernos mejor; elimine toda forma de cerrazón y desprecio, y aleje cualquier forma de violencia y de discriminación» (Misericordiae vultus, 23). También en red se construye una verdadera ciudadanía. El acceso a las redes digitales lleva consigo una responsabilidad por el otro, que no vemos pero que es real, tiene una dignidad que debe ser respetada. La red puede ser bien utilizada para hacer crecer una sociedad sana y abierta a la puesta en común.
        La comunicación, sus lugares y sus instrumentos han traído consigo un alargamiento de los horizontes para muchas personas. Esto es un don de Dios, y es también una gran responsabilidad. Me gusta definir este poder de la comunicación como «proximidad». El encuentro entre la comunicación y la misericordia es fecundo en la medida en que genera una proximidad que se hace cargo, consuela, cura, acompaña y celebra. En un mundo dividido, fragmentado, polarizado, comunicar con misericordia significa contribuir a la buena, libre y solidaria cercanía entre los hijos de Dios y los hermanos en humanidad.


ÁNGELUS DEL PAPA: ¿SOMOS FIELES AL PROGRAMA DE CRISTO?

Texto de la alocución del Santo Padre Francisco antes de rezar a la Madre de Dios:
Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
En el Evangelio de hoy, el evangelista Lucas antes de presentar el discurso programático de Jesús de Nazaret, resume brevemente su actividad evangelizadora.  Es una actividad que Él realiza con el poder del Espíritu Santo: su palabra es original, porque revela el sentido de las Escrituras; es una palabra autorizada, porque manda incluso a los espíritus impuros y estos obedecen (Cfr. Mc 1, 27). Jesús es diverso de los maestros de su tiempo: por ejemplo, Jesús no ha abierto una escuela para el estudio de la Ley, pero va a predicar y enseña por doquier: en las sinagogas, por las calles, en las casas, siempre andando. Jesús también es diverso de Juan Bautista, quien proclama el juicio inminente de Dios, mientras Jesús anuncia su perdón de Padre.
Y ahora entramos también nosotros – imaginamos – que entramos en la sinagoga de Nazaret, la aldea donde creció Jesús hasta llegar casi a los treinta años. Lo que sucede allí es un acontecimiento importante, que traza la misión de Jesús.  Él se levanta para leer la Sagrada Escritura. Abre el rollo del profeta Isaías y elige el pasaje en el que está escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres” (Lc 4, 18). Después, tras un momento de silencio lleno de la expectativa de todos, dice, en medio del estupor general: “Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír” (v. 21).
Evangelizar a los pobres: ésta es la misión de Jesús; según [lo que] Él dice;  ésta es también la misión de la Iglesia, y de todo bautizado en la Iglesia. Ser cristiano y ser misionero es la misma cosa. Anunciar e1 Evangelio, con la palabra y, antes aún, con la vida, es la finalidad principal de la comunidad cristiana y de cada uno de sus miembros. Se nota aquí que Jesús dirige la Buena Nueva a todos, sin excluir a nadie, más bien, privilegia a los más lejanos, a los que sufren, a los enfermos, a los descartados de la sociedad.
Pero hagámonos una pregunta: ¿Qué significa evangelizar a los pobres? Significa ante todo acercarse a ellos, significa tener la alegría de servirlos, de liberarlos de su opresión, y todo esto en el nombre y con el Espíritu de Cristo, porque es Él el Evangelio de Dios, es Él la Misericordia de Dios, es Él la liberación de Dios, es Él quien se ha hecho pobre para enriquecernos con su pobreza.
El texto de Isaías, reforzado por pequeñas adaptaciones introducidas por Jesús, indica que el anuncio mesiánico del Reino de Dios venido entre nosotros se dirige de modo preferencial a los marginados, a los prisioneros y a los oprimidos.
Probablemente en tiempos de Jesús estas personas no estaban en el centro de la comunidad de fe. Y podemos preguntarnos: ¿Hoy, en nuestras comunidades parroquiales, en las asociaciones, en los movimientos, somos fieles al programa de Cristo?  ¿La evangelización de los pobres, llevarles el feliz anuncio, es la prioridad?
Atención: no se trata sólo de hacer asistencia social, y menos aún actividad política. Se trata de ofrecer la fuerza del Evangelio de Dios, que convierte los corazones, sana las heridas, transforma las relaciones humanas y sociales según la lógica del amor. En efecto, los pobres están en el centro del Evangelio.
Que la Virgen María, Madre de los evangelizadores, nos ayude a sentir fuertemente el hambre y la sed del Evangelio que hay en el mundo, especialmente en el corazón y en la carne de los pobres. Y obtenga para  cada uno de nosotros y a toda comunidad cristiana testimoniar concretamente la misericordia, la gran misericordia que Cristo nos ha donado.
(María Fernanda Bernasconi - RV). 


20 de enero de 2016

EL PAPA RECUERDA EN SU CATEQUESIS QUE EL BAUTISMO ES FUENTE DE ESPERANZA PARA TODOS


Texto completo de la catequesis del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hemos estuchado el texto bíblico que este año guía la reflexión en la Semana de Oración para la unidad de los cristianos, que se celebra del 18 al 25 de enero. Esta semana. Tal pasaje de la Primera Carta de san Pedro ha sido elegido por un grupo ecuménico de Letonia, encargado por el Consejo Ecuménico de las Iglesias y por el Consejo Pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos.
Al centro de la catedral luterana de Riga hay una fuente bautismal del siglo XII, el tiempo en que Letonia fue evangelizada por san Meinardo. Aquella fuente es un signo elocuente de un sólo origen de la fe reconocida por todos los cristianos de Letonia, católicos, luteranos y ortodoxos. Tal origen es nuestro Bautismo común. El Concilio Vaticano II afirma que «el Bautismo constituye el vínculo sacramental de la unidad vigente entre todos aquellos que por medio de él han sido regenerados» (Unitatis redintegratio, 22). La Primera Carta de Pedro está dirigida a la primera generación de los cristianos para hacerlos conscientes del don recibido con el Bautismo y de las exigencias que implica. También nosotros, en esta Semana de Oración, estamos invitados a redescubrir todo esto, y a hacerlo juntos, yendo más allá de nuestras divisiones.
En primer lugar, compartir el Bautismo significa que todos somos pecadores y tenemos necesidad de ser salvados, redimidos, liberados del mal. Es este el aspecto negativo, que la Primera Carta de Pedro llama «tinieblas» cuando dice: «[Dios] los ha llamado fuera de las tinieblas para conducirlos a su admirable luz». Esta es la experiencia de la muerte, que Cristo ha hecho propia, y que es simbolizada en el Bautismo al ser sumergidos en el agua, y a la cual sigue el resurgir, símbolo de la resurrección a la nueva vida en Cristo. Cuando nosotros cristianos decimos que compartimos un solo Bautismo, afirmamos que todos nosotros –católicos, protestantes y ortodoxos- compartimos la experiencia de estar llamados de las tinieblas feroces y alienantes al encuentro con el Dios vivo, pleno de misericordia. Todos de hecho, lamentablemente, tenemos experiencia del egoísmo, que genera división, cerrazón, desprecio. Volver a partir del Bautismo quiere decir reencontrar la fuente de la misericordia, fuente de esperanza para todos, porque ninguno está excluido de la misericordia de Dios, ninguno está excluido de la misericordia de Dios.
El compartir esta gracia crea un vínculo indisoluble entre nosotros los cristianos, así que, en virtud del Bautismo, podamos considerarnos todos realmente hermanos. Somos realmente pueblo santo de Dios, aunque si, a causa de nuestros pecados, no somos todavía un pueblo plenamente unido. La misericordia de Dios, que actúa en el Bautismo, es más fuerte de nuestras divisiones, es más fuerte. En la medida en que recibimos la gracia de la misericordia, nosotros nos transformamos siempre más plenamente en pueblo de Dios, y nos transformamos también en capaces de anunciar a todos sus obras maravillosas, precisamente a partir de un simple y fraterno testimonio de unidad. Nosotros cristianos podemos anunciar a todos la fuerza del Evangelio comprometiéndonos a compartir las obras de misericordia corporales y espirituales. Este es un testimonio concreto de unidad.
En conclusión, queridos hermanos y hermanas, todos nosotros cristianos, por la gracia del Bautismo, hemos obtenido misericordia de Dios y hemos sido recibidos en su pueblo. Todos, católicos, ortodoxos y protestantes, formamos un sacerdocio real y una nación santa. Esto significa que tenemos una misión común, que es aquella de transmitir la misericordia recibida a los otros, comenzando por los más pobres y abandonados. Durante esta Semana de Oración, rezamos para que todos nosotros discípulos de Cristo encontremos el modo de colaborar juntos para llevar la misericordia del Padre a cada parte de la tierra. Gracias.
(Traducción por Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).


19 de enero de 2016

REDESCUBRIR EL BAUTISMO MÁS ALLÁ DE NUESTRAS DIVISIONES, EL PAPA EN SU CATEQUESIS


Texto de la catequesis que el Santo Padre Francisco pronunció en español:
Queridos hermanos y hermanas:
El texto de la primera carta de san Pedro que hemos escuchado, centra la reflexión de la Semana de Oración para la Unidad de los Cristianos. En él, el Apóstol se dirige a la primera generación de fieles para que tomen conciencia del don que han recibido por el bautismo. Del mismo modo, todos nosotros, durante esta Semana de Oración, estamos llamados a redescubrir nuestro bautismo, y a hacerlo juntos todos los cristianos, católicos, protestantes y ortodoxos, dejando atrás lo que nos divide.
Compartir el Bautismo significa que todos somos pecadores y que necesitamos la salvación que Dios nos ofrece, todos experimentamos la misma llamada a salir de las tinieblas e ir al encuentro de Dios lleno de misericordia. Precisamente en el bautismo, nos sumergimos en la fuente de la misericordia y de la esperanza, de la que nadie está excluido, esta experiencia de gracia crea un vínculo indisoluble entre los bautizados, de modo que nos consideremos realmente hermanos y miembros de un solo pueblo de Dios, capaz de anunciar las maravillas que él ha obrado a partir del testimonio sencillo y fraterno de la unidad, así como del compromiso mutuo de poner en práctica las obras de misericordia corporales y espirituales, realizando así nuestra común misión de transmitir a los otros la misericordia recibida, empezando por los pobres y abandonados.

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. En esta Semana de Oración pidamos que todos los discípulos de Cristo encontremos el modo de colaborar juntos para llevar la misericordia del Padre a cada rincón de la tierra. Que Dios los bendiga.

PAPA FRANCISCO: DIOS ES FIEL EN SU MISERICORDIA


El Señor se presenta a Moisés como “Dios misericordioso” y así nos revela su rostro y su corazón. De este modo ha iniciado el Papa Francisco la primera audiencia general de 2016 y en pleno Jubileo de la Misericordia, una catequesis sobre la misericordia según la perspectiva bíblica, “para aprender la misericordia escuchando aquello que Dios mismo nos enseña con su palabra”. En el libro del Éxodo, ha explicado el Papa, el Señor, revelándose a Moisés se autodefine misericordioso, “que se conmueve y enternece por nosotros como una madre”, con un amor que se puede definir “visceral”. Se llama después “bondadoso”, porque tiene compasión y está siempre listo para acoger, comprender, perdonar como el padre con el hijo pródigo ...

17 de enero de 2016

PAPA FRANCISCO: MARÍA NOS AYUDE A ENAMORARNOS DE JESÚS Y A TESTIMONIARLO EN EL MUNDO

Texto completo de las palabras del Papa antes del rezo a la Madre de Dios:
«Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo presenta el evento prodigioso en Caná, una aldea de Galilea, durante una fiesta de bodas en la que participan también María y Jesús, con sus primeros discípulos (cfr Jn 2. 1-11). La Madre le hace notar al Hijo que falta el vino, y Jesús, después de responderle que su hora no ha llegado todavía, acoge sin embargo su solicitud y dona a los esposos el vino más bueno de toda la fiesta. El evangelista subraya que ‘Éste fue el primero de los signos de Jesús. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él’ (v. 11).
Los milagros, pues son signos extraordinarios que acompañan la predicación de la Buena Noticia y tienen el objetivo de suscitar o reforzar la fe en Jesús. En el milagro cumplido en Caná, podemos percibir un acto de benevolencia de parte de Jesús hacia los esposos, un signo de la bendición de Dios sobre el matrimonio. El amor entre hombre y mujer es un buen camino para vivir el Evangelio, es decir para encaminarse con alegría por la senda de la santidad.
Pero, el milagro de Caná no se refiere solo a los esposos. Toda persona humana está llamada a encontrar al Señor en su vida. La fe cristiana es un don que recibimos con el Bautismo y que nos permite encontrar a Dios. La fe atraviesa tiempos de alegría y de dolor, de luz y de oscuridad, como toda auténtica experiencia de amor. La narración de las bodas de Caná nos invita redescubrir que Jesús no se nos presenta como un juez listo a condenar nuestras culpas, ni como un comandante que nos impone seguir ciegamente sus órdenes. Jesús se manifiesta como Salvador de la humanidad, como hermano, como nuestro hermano mayor, Hijo del Padre, se presenta como Aquel que responde a las expectativas y a las promesas de alegría que habitan en el corazón de cada uno de nosotros.
Entontes, podemos preguntarnos: ¿conozco de verdad al Señor así? ¿Lo siento cerca de mí, de mi vida? ¿Le estoy respondiendo en la misma honda de aquel amor esponsal que Él manifiesta cada día a todos, a todo ser humano? Se trata de darse cuenta de que Jesús nos busca y nos invita a hacerle espacio en lo íntimo de nuestro corazón. Y en este camino de fe con Él no se nos deja solos: hemos recibido el don de la Sangre de Cristo. Las grandes tinajas de piedra que Jesús hace llenar de agua para cambiarla en vino (v.7) son signo del pasaje de la antigua a la nueva alianza: en lugar del agua usada para la purificación ritual, hemos recibido la Sangre de Jesús, derramada de modo sacramental en la Eucaristía y de modo cruento en la Pasión y en la Cruz. Los Sacramentos, que manan del Misterio pascual, infunden en nosotros la fuerza sobrenatural y nos permiten saborear la misericordia infinita de Dios.
Que la Virgen María, modelo de meditación de las palabras y de los gestos del Señor, nos ayude a redescubrir con fe la belleza y la riqueza de la Eucaristía y de los otros Sacramentos, que hacen presente el amor fiel de Dios para con nosotros. Así podremos enamorarnos cada vez más del Señor Jesús, nuestro Esposo, y salir a su encuentro con las lámparas encendidas de nuestra fe alegre, siendo así sus testimonios en el mundo»


15 de enero de 2016

Francisco: ¿Cómo es mi fe en Jesucristo?

PAPA FRANCISCO: LA FE NO SE COMPRA, ES UN DON QUE CAMBIA LA VIDA

 (RV).- “¿Cómo es mi fe en Jesucristo?”. Fue la pregunta que el Papa Francisco planteó en su homilía de la Misa matutina celebrada en la Capilla de la Casa de Santa Marta. El Pontífice se inspiró en el Evangelio que reafirma que, para comprender verdaderamente a Jesús, no debemos tener el corazón cerrado, sino que debemos seguirlo por el camino del perdón y de la humillación. A la vez que insistió en que nadie puede comprar la fe, y que se trata de un don que cambia la propia vida.

La gente hace de todo para acercarse a Jesús y no piensa en los riesgos que puede correr con tal de escucharlo o sencillamente rozarlo. Así lo subrayó Francisco basándose en lo que escribe el evangelista San Marcos que narra la curación del paralítico en Cafarnaúm. Era tanta la gente que se encontraba ante la casa donde estaba Jesús que tuvieron que destapar el techo y desde allí bajar al enfermo en su camilla.

El Papa comentó que tenía fe, la misma fe de aquella señora que estaba en medio de la muchedumbre cuando Jesús iba a la casa de Jairo y que tocó un borde del manto del Señor para ser curada. La misma fe del centurión que pedía la curación de su siervo. “La fe fuerte, contagiosa, que va adelante”  – dijo el Santo Padre – gracias, precisamente, al “corazón abierto a la fe”.

Con el corazón cerrado no podemos comprender a Jesús
De la vicisitud del paralítico, el Obispo de Roma señaló que “Jesús da un paso hacia adelante”. En Nazaret, al inicio de su ministerio, “dijo en la Sinagoga que había sido enviado para liberar a los oprimidos, a los encarcelados, para dar la vista a los ciegos… inaugurando un año de gracia”, es decir un año “de perdón, de acercamiento al Señor. Inaugurar un camino hacia Dios”. Pero aquí – dijo el Papa –  da un paso más: no sólo cura a los enfermos, sino que perdona sus pecados:

“Estaban allí los que tenían el corazón cerrado, que aceptaban – hasta cierto punto – que Jesús fuera un sanador. Pero, perdonar los pecados… ¡es fuerte! ¡Este hombre va más allá! No tiene el derecho de decir esto, porque sólo Dios puede perdonar los pecados, y Jesús, que sabía lo que ellos pensaban dice: ‘¿Yo soy Dios’? No, no lo dice. ‘¿Por qué piensan estas cosas? Porque saben que el Hijo del Hombre tiene el poder  – ¡es el paso hacia adelante! – de perdonar los pecados. Levántate, toma tu camilla y queda curado’. Comienza a hablar con aquel lenguaje que en cierto momento desanimará a la gente, a algunos discípulos que lo seguían… Es duro este lenguaje, cuando habla de comer su Cuerpo como camino de salvación”.

Preguntémonos si la fe en Jesús cambia verdaderamente nuestra vida
El Papa Francisco añadió que  comprendemos que Dios viene a “salvarnos de las enfermedades”, pero ante todo a “salvarnos de nuestros pecados, a salvarnos y a conducirnos al Padre. Fue enviado por este motivo, para dar su vida por nuestra salvación. Y éste es el punto más difícil de entender”, no sólo por los escribas. Cuando Jesús se hace ver con un poder mayor al del hombre “para dar aquel perdón, para dar la vida, para recrear la humanidad, mientras también sus discípulos dudaban… Y se van”. Y Jesús – recordó – “debe preguntar a su pequeño grupo: ‘¿También ustedes quieren irse?’”.

“La fe en Jesucristo. ¿Cómo es mi fe en Jesucristo? ¿Creo que Jesucristo es Dios, es el Hijo de Dios? ¿Y esta fe me cambia la vida? ¿Hace que en mi corazón se inaugure este año de gracia, este año de perdón, este año de acercamiento al Señor? La fe es un don. Nadie ‘merece’ la fe. Nadie la puede comprar. Es un don. ‘Mi’ fe en Jesucristo, ¿me lleva a la humillación? No digo a la humildad: a la humillación, al arrepentimiento, a la oración que pide: ‘Perdóname, Señor. Tú eres Dios. Tú ‘puedes’ perdonar mis pecados”.

La prueba de nuestra fe es la capacidad de alabar a Dios
Que el Señor – fue la invocación del  Papa –, “nos haga crecer en la fe”. Y constató que la gente “buscaba a Jesús para oírlo” porque hablaba “con autoridad, no como hablan los escribas”. A la vez que añadió que la gente lo seguía porque curaba, “¡hace milagros!”. Pero al final, “esta gente, después de haber visto esto, se fue y todos se maravillaron y alababan a Dios”:

“La alabanza. La prueba de que yo creo que Jesucristo es Dios en mi vida, que me ha sido enviado para ‘perdonarme’, es la alabanza: si yo tengo la capacidad de albar a Dios. Alabar al Señor. Es gratuito, esto. La alabanza es gratuita. Es un sentimiento que da el Espíritu Santo que te lleva a decir: ‘Tú eres el único Dios’. Que el Señor nos haga crecer en esta fe en Jesucristo Dios, que nos perdona, nos ofrece el año de gracia y esta fe nos lleva a la alabanza”.


(María Fernanda Bernasconi - RV).

13 de enero de 2016

LA MISERICORDIA ES EL NOMBRE DE DIOS, DIJO EL PAPA EN LA CATEQUESIS


Texto completo de la traducción de la catequesis del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy iniciamos las catequesis sobre la misericordia según la perspectiva bíblica, para aprender sobre la misericordia al escuchar aquello que Dios mismo nos enseña con su Palabra. Iniciamos por el Antiguo Testamento, que nos prepara y nos conduce a la revelación plena de Jesucristo, en el cual se realiza la revelación de la misericordia del Padre.
En las Sagradas Escrituras, el Señor es presentado como “Dios misericordioso”. Este es su nombre, a través del cual nos revela, por así decir, su rostro y su corazón. Él mismo, como narra el Libro del Éxodo, revelándose a Moisés se autodefinió como: «El Señor, Dios misericordioso y bondadoso, lento para enojarse, y pródigo en amor y fidelidad» (34,6). También en otros textos encontramos esta fórmula, con alguna variación, pero siempre la insistencia está puesta en la misericordia y en el amor de Dios que no se cansa nunca de perdonar (cfr Gn 4,2; Gl 2,13; Sal 86,15; 103,8; 145,8; Ne 9,17). Veamos juntos, una por una, estas palabras de la Sagrada Escritura que nos hablan de Dios.
El Señor es “misericordioso”: esta palabra evoca una actitud de ternura como la de una madre con su hijo. De hecho, el término hebreo usado en la Biblia hace pensar a las vísceras o también en el vientre materno. Por eso, la imagen que sugiere es aquella de un Dios que se conmueve y se enternece por nosotros como una madre cuando toma en brazos a su niño, deseosa sólo de amar, proteger, ayudar, lista a donar todo, incluso a sí misma. Esa es la imagen que sugiere este término. Un amor, por lo tanto, que se puede definir en sentido bueno “visceral”.
Después está escrito que el Señor es “bondadoso”, en el sentido que hace gracia, tiene compasión y, en su grandeza, se inclina sobre quien es débil y pobre, siempre listo para acoger, comprender, perdonar. Es como el padre de la parábola del Evangelio de Luca (cfr Lc 15,11-32): un padre que no se cierra en el resentimiento por el abandono del hijo menor, sino al contrario continúa a esperarlo, lo ha generado, y después corre a su encuentro y lo abraza, no lo deja ni siquiera terminar su confesión, como si le cubriera la boca, qué grande es el amor y la alegría por haberlo reencontrado; y después va también a llamar al hijo mayor, que está indignado y no quiere hacer fiesta, el hijo que ha permanecido siempre en la casa, pero viviendo como un siervo más que como un hijo, y también sobre él el padre se inclina, lo invita a entrar, busca abrir su corazón al amor, para que ninguno quede excluso de la fiesta de la misericordia. La misericordia es una fiesta.
De este Dios misericordioso se dice también que es “lento para enojarse”, literalmente, “largo de respiro”, es decir, con el respiro amplio de la paciencia y de la capacidad de soportar. Dios sabe esperar, sus tiempos no son aquellos impacientes de los hombres; Es como un sabio agricultor que sabe esperar, da tiempo a la buena semilla para que crezca, a pesar de la cizaña (cfr Mt 13,24-30).
Y por último, el Señor se proclama “grande en el amor y en la fidelidad”. ¡Qué hermosa es esta definición de Dios! Aquí está todo. Porque Dios es grande y poderoso, pero esta grandeza y poder se despliegan en el amarnos, nosotros así pequeños, así incapaces. La palabra “amor”, aquí utilizada, indica el afecto, la gracia, la bondad. No es un amor de telenovela. Es el amor que da el primer paso, que no depende de los méritos humanos sino de una inmensa gratuidad. Es la solicitud divina que nada la puede detener, ni siquiera el pecado, porque sabe ir más allá del pecado, vencer el mal y perdonarlo.
Una “fidelidad” sin límites: he aquí la última palabra de la revelación de Dios a Moisés. La fidelidad de Dios nunca falla, porque el Señor es el Custodio que, como dice el Salmo, no se adormenta sino que vigila continuamente sobre nosotros para llevarnos a la vida:
«El no dejará que resbale tu pie:
¡tu guardián no duerme!
No, no duerme ni dormita
el guardián de Israel.
[...]
El Señor te protegerá de todo mal
y cuidará tu vida.
8 El te protegerá en la partida y el regreso,
ahora y para siempre» (121,3-4.7-8).
Y este Dios misericordioso es fiel en su misericordia. Y Pablo dice algo bello: si tú, delante a Él, no eres fiel, Él permanecerá fiel porque no puede renegarse a sí mismo, la fidelidad en la misericordia es el ser de Dios. Y por esto Dios es totalmente y siempre confiable. Una presencia sólida y estable. Es esta la certeza de nuestra fe. Y luego, en este Jubileo de la Misericordia, confiemos totalmente en Él, y experimentemos la alegría de ser amados por este “Dios misericordioso y bondadoso, lento para enojarse y grande en el amor y en la fidelidad”.



11 de enero de 2016

PAPA FRANCISCO A LOS EMBAJADORES: DETENER EL TRÁFICO DE PERSONAS QUE CONVIERTE A LOS SERES HUMANOS EN MERCANCÍA

Discurso completo de Papa Francisco al Cuerpo Diplomático acreditado en la Santa Sede el 11 de enero de 2016 

Excelencias, Señoras y Señores: Les doy la cordial bienvenida a esta cita anual, que me da la oportunidad de presentarles mis mejores deseos para el nuevo año, y de reflexionar con ustedes sobre la situación de nuestro mundo, bendecido y amado por Dios, y, sin embargo, cansado y afligido por tantos males. Doy las gracias al nuevo Decano del Cuerpo Diplomático, Su Excelencia el Sr. Armindo Fernandes do Espírito Santo Vieira, Embajador de Angola, por las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todo el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Al mismo tiempo quiero recordar de manera especial a los difuntos Embajadores de Cuba, Rodney Alejandro López Clemente, y de Liberia, Rudolf P. von Ballmoos, cuando se cumple casi un mes de su muerte.
Aprovecho la ocasión también para saludar de modo particular a los que participan por primera vez en este encuentro, reconociendo con agrado que, en el último año, se ha incrementado el número de embajadores residentes en Roma. Es un signo importante del interés con que la comunidad internacional sigue la actividad diplomática de la Santa Sede. Prueba de ello son también los acuerdos internacionales firmados o ratificados durante el año que acaba de terminar. En particular, quisiera mencionar los acuerdos en materia fiscal firmados con Italia y con los Estados Unidos de América, que demuestran el creciente compromiso de la Santa Sede en favor de una mayor transparencia en materia económica. Igualmente importantes son los acuerdos de carácter general, orientados a regular los aspectos esenciales de la vida y de la actividad de la Iglesia en varios países, como el acuerdo firmado en Dili con la República Democrática de Timor Oriental.
Del mismo modo, deseo mencionar el intercambio de los instrumentos de ratificación del Acuerdo con Chad sobre el estatuto jurídico de la Iglesia católica en ese País, así como el Acuerdo firmado y ratificado con Palestina. Se trata de dos acuerdos que, junto con el Memorándum de Entendimiento entre la Secretaría de Estado y el Ministerio de Asuntos Exteriores de Kuwait, demuestran, entre otras cosas, que la convivencia pacífica entre los creyentes de distintas religiones es posible, allí donde la libertad religiosa se reconoce, y se garantiza la posibilidad efectiva de colaborar en la edificación del bien común, en el respeto mutuo de la identidad cultural de cada uno.
Por otro lado, toda experiencia religiosa auténticamente vivida promueve la paz. Nos lo recuerda la Navidad que acabamos de celebrar y en la que hemos contemplado el nacimiento de un niño indefenso, «llamado: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la paz» (Is 9,5). El misterio de la Encarnación nos muestra el verdadero rostro de Dios, para quien el poder no significa fuerza y destrucción, sino amor; la justicia no significa venganza, sino misericordia. He querido que se situara en esta perspectiva el Jubileo extraordinario de la Misericordia, que inauguré excepcionalmente en Bangui durante mi viaje apostólico a Kenia, Uganda y República Centroafricana. En un país tan golpeado por el hambre, la pobreza y los conflictos, en el que la violencia fratricida de los últimos años ha dejado profundas heridas en las almas, desgarrando la comunidad nacional y generando pobreza material y moral, la apertura de la Puerta Santa de la Catedral de Bangui pretendía ser un signo de aliento para alzar la mirada, para retomar el camino y para volver a encontrar las razones para el diálogo. Allí donde se ha abusado del nombre de Dios para cometer injusticias, he querido reafirmar, junto con la comunidad musulmana de la República Centroafricana, que «quien dice que cree en Dios ha de ser también un hombre o una mujer de paz»[1], y, por lo tanto, de misericordia, porque nunca se puede matar en nombre de Dios. Sólo una forma ideológica y desviada de religión puede pensar que se hace justicia en nombre del Omnipotente masacrando deliberadamente a personas indefensas, como ocurrió en los sanguinarios atentados terroristas de los últimos meses en África, Europa y Oriente Medio.
La Misericordia ha sido el «hilo conductor» que ha guiado mis viajes apostólicos durante el año pasado. Me refiero en primer lugar a la visita a Sarajevo, ciudad profundamente golpeada por la guerra en los Balcanes y capital de un País, Bosnia y Herzegovina, que tiene un significado especial para Europa y para el mundo entero. Como encrucijada de culturas, naciones y religiones se está esforzando, con resultados positivos, en construir puentes nuevos, valorar lo que une y ver las diferencias como oportunidades de crecimiento en el respeto de todos. Esto es posible a través del diálogo paciente y confiado, que sabe respetar los valores de la cultura de cada uno y acoger lo que hay de bueno en las experiencias de los demás.[2]
Pienso también en el viaje a Bolivia, Ecuador y Paraguay, donde encontré pueblos que no se rinden ante las dificultades, y se enfrentan con valentía, determinación y espíritu de fraternidad a los muchos retos que los afligen, empezando por la pobreza generalizada y las desigualdades sociales. En el viaje a Cuba y a los Estados Unidos de América pude abrazar a dos países que durante mucho tiempo han estado divididos, y que han decidido escribir una nueva página de la historia, emprendiendo un camino de acercamiento y reconciliación.
En Filadelfia, con ocasión del Encuentro Mundial de las Familias, así como durante el viaje a Sri Lanka y Filipinas, y con el reciente Sínodo de los Obispos, he recordado la importancia de la familia, que es la primera y más importante escuela de la misericordia, en la que se aprende a descubrir el rostro amoroso de Dios y en la que nuestra humanidad crece y se desarrolla. Por desgracia, sabemos cuántos desafíos tiene que afrontar la familia en este tiempo en el que está «amenazada por el creciente intento, por parte de algunos, de redefinir la institución misma del matrimonio, guiados por el relativismo, la cultura de lo efímero, la falta de apertura a la vida».[3] Hoy existe un miedo generalizado a la estabilidad que la familia reclama y quienes pagan las consecuencias son sobre todo los más jóvenes, a menudo frágiles y desorientados, y los ancianos que terminan siendo olvidados y abandonados. Por el contrario, «de la fraternidad vivida en la familia, nace (...) la solidaridad en la sociedad»,[4] que nos lleva a ser unos responsables de los otros. Esto sólo es posible si en nuestras casas, así como en nuestra sociedad, no permitimos que se sedimenten el cansancio y los resentimientos, sino que damos paso al diálogo, que es el mejor antídoto contra el individualismo, tan extendido en la cultura de nuestro tiempo.
Estimados Embajadores. Un espíritu individualista es terreno fértil para que madure el sentido de indiferencia hacia el prójimo, que lleva a tratarlo como puro objeto de compraventa, que induce a desinteresarse de la humanidad de los demás y termina por hacer que las personas sean pusilánimes y cínicas. ¿Acaso no son estas las actitudes que frecuentemente asumimos frente a los pobres, los marginados o los últimos de la sociedad? ¡Y cuántos últimos hay en nuestras sociedades! Entre estos, pienso sobre todo en los emigrantes, con la carga de dificultades y sufrimientos que deben soportar cada día en la búsqueda, a veces desesperada, de un lugar donde poder vivir en paz y con dignidad.
Quisiera, por tanto, detenerme a reflexionar con ustedes sobre la grave emergencia migratoria que estamos afrontando, para discernir sus causas, plantear soluciones, y vencer el miedo inevitable que acompaña un fenómeno tan consistente e imponente, que a lo largo del año 2015 ha afectado principalmente a Europa, pero también a diversas regiones de Asia, así como del norte y el centro de América.
«No tengas miedo ni te acobardes, que contigo está el Señor, tu Dios, en cualquier cosa que emprendas» (Jos 1,9). Es la promesa que Dios hizo a Josué y que pone de manifiesto cómo el Señor acompaña a cada persona, sobre todo a quien se encuentra en una situación de fragilidad, como la que tiene quien busca refugio en un país extranjero. En efecto, toda la Biblia nos narra la historia de una humanidad en camino, porque el estar en camino es connatural al hombre. Su historia está hecha de tantas migraciones, a veces como fruto de su conciencia del derecho a una libre elección; otras, impuestas a menudo por las circunstancias externas. Desde el exilio del paraíso terrenal hasta Abrahán, en camino hacia la tierra prometida, desde la narración del Éxodo hasta la deportación en Babilonia, la Sagrada Escritura narra fatigas y sufrimientos, aspiraciones y esperanzas, que son comunes a los de cientos de miles de personas que, también en nuestros días, con la misma determinación de Moisés, se ponen en marcha para llegar a una tierra en la cual que destile «leche y miel» (cf. Ex 3, 17), donde poder vivir en libertad y en paz.
Y así, también hoy como entonces, oímos el grito de Raquel que llora por sus hijos porque ya no están (cf. Jr 31,15; Mt 2,18). Es la voz de los miles de personas que lloran huyendo de guerras espantosas, de persecuciones y de violaciones de los derechos humanos, o de la inestabilidad política o social, que hace imposible la vida en la propia patria. Es el grito de cuantos se ven obligados a huir para evitar las indescriptibles barbaries cometidas contra personas indefensas, como los niños y los discapacitados, o el martirio por el simple hecho de su fe religiosa.
También hoy como entonces, escuchamos la voz de Jacob que dice a sus hijos: «Bajad y comprad allí [el grano] para nosotros, a fin de que sobrevivamos y no muramos» (Gn 42,2). Es la voz de los que escapan de la miseria extrema, al no poder alimentar a sus familias ni tener acceso a la atención médica y a la educación, de la degradación, porque no tienen ninguna perspectiva de progreso, o de los cambios climáticos y las condiciones climáticas extremas. Todos saben que el hambre sigue siendo, desgraciadamente, una de las plagas más graves de nuestro mundo, con millones de niños que mueren cada año por su causa. Duele constatar, sin embargo, que a menudo estos emigrantes no entran en los sistemas internacionales de protección en virtud de los acuerdos internacionales.
¿Cómo no ver en todo esto el fruto de una «cultura del descarte» que pone en peligro a la persona humana, sacrificando a hombres y mujeres a los ídolos del beneficio y del consumismo? Es grave acostumbrarse a estas situaciones de pobreza y necesidad, al drama de tantas personas, y considerarlas como «normales». No se considera ya a las personas como un valor primario que hay que respetar y amparar, especialmente si son pobres o discapacitadas, si «todavía no son útiles» – como los no nacidos– , o si «ya no sirven » –como los ancianos–. Nos hemos hecho insensibles a cualquier forma de despilfarro, comenzando por el de los alimentos, que es uno de los más vergonzosos, pues son muchas las personas y las familias que sufren hambre y desnutrición.[5]
La Santa Sede espera que el Primer Vértice Humanitario Mundial, convocado por las Naciones Unidas para el próximo mes de mayo, pueda, en medio del actual y triste cuadro de conflictos y desastres, tener éxito en su intento de colocar a la persona humana y su dignidad en el centro de cualquier respuesta humanitaria. Se hace necesario un compromiso común que acabe decididamente con la cultura del descarte y de la ofensa a la vida humana, de modo que nadie se sienta descuidado u olvidado, y que no se sacrifiquen más vidas por falta de recursos y, sobre todo, de voluntad política.
Tristemente, seguimos escuchando también hoy la voz de Judas que sugiere vender a su propio hermano (cf. Gn 37,26-27). Es la arrogancia de los poderosos que, con fines egoístas o cálculos estratégicos y políticos, instrumentalizan a los débiles y los reducen a objetos. Allí donde una migración regular es imposible, los emigrantes se ven obligados a dirigirse, ordinariamente, a quienes practican la trata [trafficking] o el contrabando [smuggling] de seres humanos, a pesar de que son, en gran parte, conscientes del peligro que corren de perder durante la travesía sus bienes, su dignidad e, incluso, la propia vida. En este sentido, renuevo una vez más el llamado a detener el tráfico de personas, que convierte a los seres humanos en mercancía, especialmente a los más débiles e indefensos. Permanecerán siempre indelebles en nuestra mente y en nuestro corazón las imágenes de los niños ahogados en el mar, víctimas de la falta de escrúpulos de los hombres y de la inclemencia de la naturaleza. Quien logra sobrevivir y llegar a un país que lo acoge, lleva permanentemente las profundas cicatrices provocadas por esas experiencias, además de las producidas por los horrores que acompañan siempre a las guerras y a las violencias.
Igual que en aquel tiempo, también hoy se oye repetir al Ángel: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise» (Mt 2,13). Es la voz que escuchan muchos de los emigrantes que jamás habrían dejado su propia patria si no se hubieran visto obligados a ello. Se cuentan entre ellos la multitud de cristianos que, cada vez más en masa, han tenido que abandonar durante los últimos años su propia tierra, en la que han vivido incluso desde los orígenes del cristianismo.
Por último, también hoy escuchamos la voz del salmista que dice: «Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sion» (Sal 136 [137], 1). Es el llanto de quienes regresarían de buena gana a sus propios países si encontraran adecuadas condiciones de seguridad y de subsistencia. También en este caso, pienso en los cristianos del Medio Oriente, deseosos de contribuir, como ciudadanos a pleno título, al bienestar espiritual y material de sus respectivas naciones.
Gran parte de las causas que provocan la emigración se podían haber ya afrontado desde hace tiempo. Así, se podría haber evitado o, al menos, mitigado sus consecuencias más crueles. Todavía ahora, y antes de que sea demasiado tarde, se puede hacer mucho para detener las tragedias y construir la paz. Para ello, habría que poner en discusión costumbres y prácticas consolidadas, empezando por los problemas relacionados con el comercio de armas, el abastecimiento de materias primas y de energía, la inversión, la política financiera y de ayuda al desarrollo, hasta la grave plaga de la corrupción. Somos conscientes de que, con relación al tema de la emigración, se necesitan establecer planes a medio y largo plazo que no se queden en la simple respuesta a una emergencia. Deben servir, por una parte, para ayudar realmente a la integración de los emigrantes en los países de acogida y, al mismo tiempo, favorecer el desarrollo de los países de proveniencia, con políticas solidarias, que no sometan las ayudas a estrategias y prácticas ideológicas ajenas o contrarias a las culturas de los pueblos a las que van dirigidas.
Sin olvidar otras situaciones dramáticas, y pienso particularmente en la frontera entre México y los Estados Unidos de América, a la que me acercaré el próximo mes cuando visite Ciudad Juárez, quisiera dedicar una especial reflexión a Europa. En efecto, durante el último año se ha visto afectada por un flujo masivo de prófugos –mucho de los cuales han encontrado la muerte en el tentativo de alcanzarla–, que no tiene precedentes en la historia reciente, ni siquiera al final de la Segunda Guerra Mundial. Muchos emigrantes procedentes de Asía y África, ven a Europa como un referente por sus principios, como la igualdad ante la ley, y por los valores inscritos en la naturaleza misma de todo hombre, como la inviolabilidad de la dignidad y la igualdad de toda persona, el amor al prójimo sin distinción de origen y pertenencia, la libertad de conciencia y la solidaridad con sus semejantes.
Sin embargo, los desembarcos masivos en las costas del Viejo Continente parece que ponen en dificultad al sistema de acogida construido  laboriosamente sobre las cenizas del segunda conflicto mundial, que sigue siendo un faro de humanidad al cual referirse. Ante la magnitud de los flujos y sus inevitables problemas asociados han surgido muchos interrogantes acerca de las posibilidades reales de acogida y adaptación de las personas, sobre el cambio en la estructura cultural y social de los países de acogida, así como sobre un nuevo diseño de algunos equilibrios geopolíticos regionales. Son igualmente relevantes los temores sobre la seguridad, exasperados sobremanera por la amenaza desbordante del terrorismo internacional. La actual ola migratoria parece minar la base del «espíritu humanista» que desde siempre Europa ha amado y defendido.[6] Sin embargo, no podemos consentir que pierdan los valores y los principios de humanidad, de respeto por la dignidad de toda persona, de subsidiariedad y solidaridad recíproca, a pesar de que puedan ser, en ciertos momentos de la historia, una carga difícil de soportar. Deseo, por tanto, reiterar mi convicción de que Europa, inspirándose en su gran patrimonio cultural y religioso, tiene los instrumentos necesarios para defender la centralidad de la persona humana y encontrar un justo equilibrio entre el deber moral de tutelar los derechos de sus ciudadanos, por una parte, y, por otra, el de garantizar la asistencia y la acogida de los emigrantes.[7]
Al mismo tiempo, siento la necesidad de expresar mi gratitud por todas las iniciativas que se han adoptado para facilitar una acogida digna de las personas, como son, entre otras, las realizadas por el Fondo Migrantes y Refugiados del Banco de Desarrollo del Consejo de Europa, así como por el compromiso de aquellos países que han mostrado una generosa disponibilidad a la ayuda. Me refiero sobre todo a las Naciones vecinas a Siria, que han respondido inmediatamente con la asistenta y la acogida, especialmente el Líbano, donde los refugiados constituyen una cuarta parte de la población total, y Jordania, que no ha cerrado sus fronteras a pesar de que alberga a cientos de miles de refugiados. Del mismo modo, no hay que olvidar los esfuerzos de otros países que se encuentran en la primera línea, especialmente Turquía y Grecia. Deseo expresar un agradecimiento especial a Italia, cuyo firme compromiso ha salvado muchas vidas en el Mediterráneo y que, incluso en su territorio, se ocupa de un ingente número de refugiados. Espero que el tradicional sentido de hospitalidad y solidaridad que caracteriza al pueblo italiano no se debilite ante las inevitables dificultades del momento, sino que, a la luz de su tradición milenaria, sea capaz de acoger e integrar la aportación social, económica y cultural que los emigrantes pueden ofrecer.
Es importante que no se deje solas a las naciones que se encuentran en primera línea haciendo frente a la emergencia actual, y es igualmente indispensable que se inicie un diálogo franco y respetuoso entre todos los países implicados en el problema –de origen, tránsito o recepción– para que, con mayor audacia creativa, se busquen soluciones nuevas y sostenibles. En la coyuntura actual, en efecto, los Estados no pueden pretender buscar por su cuenta dichas soluciones, ya que las consecuencias de las opciones de cada uno repercuten inevitablemente sobre toda la Comunidad internacional. Se sabe que las migraciones constituirán un elemento determinante del futuro del mundo, mucho más de lo que ha sido hasta ahora, y de que las respuestas sólo vendrán como fruto de un trabajo común, que respete la dignidad humana y los derechos de las personas. La Agenda para el Desarrollo, que las Naciones Unidas ha adoptado en septiembre pasado para los próximos 15 años, aborda muchos de los problemas que llevan a la emigración, al igual que otros documentos de la Comunidad internacional sobre la gestión de la problemática migratoria, sólo responderán a las expectativas si saben colocar a la persona en el centro de las decisiones políticas, a todos los niveles, y ven a la humanidad como una sola familia y a los hombres como hermanos, respetando las reciprocas diferencias y las convicciones de conciencia.
Para afrontar el tema de la emigración es importante, de hecho, que se preste atención a sus implicaciones culturales, empezando por las que están relacionadas con la propia confesión religiosa. El extremismo y el fundamentalismo se ven favorecidos, no sólo por una instrumentalización de la religión en función del poder, sino también por la falta de ideales y la pérdida de la identidad, incluso religiosa, que caracteriza dramáticamente al así llamado Occidente. De este vacío nace el miedo que empuja a ver al otro como un peligro y un enemigo, a encerrarse en sí mismo, enrocándose en sus planteamientos preconcebidos. El fenómeno migratorio, por tanto, plantea un importante desafío cultural, que no se puede dejar sin responder. La acogida puede ser una ocasión propicia para una nueva comprensión y apertura de mente, tanto para el que es acogido, y tiene el deber de respetar los valores, las tradiciones y las leyes de la comunidad que lo acoge, como para esta última, que está llamada a apreciar lo que cada emigrante puede aportar en beneficio de toda la comunidad. En este contexto, la Santa Sede renueva su compromiso en el campo ecuménico e interreligioso para establecer un diálogo sincero y leal que, valorando las peculiaridades y la identidad de cada uno, favorezca una convivencia armónica de todos los miembros de la sociedad.
Distinguidos miembros del Cuerpo Diplomático. En el año 2015 se han concluido importantes acuerdos internacionales, que son un buen augurio para el futuro. Me refiero, en primer lugar, al llamado Acuerdo sobre el programa nuclear iraní, que espero contribuirá a fomentar un clima de distensión en la Región, así como a la consecución del tan esperado acuerdo sobre el clima en la Conferencia de París. Se trata de un importante acuerdo, que representa un logro significativo para toda la Comunidad internacional y que pone de manifiesto una fuerte conciencia colectiva acerca de la grave responsabilidad que todos, individuos y naciones, tenemos en la protección de la creación, y en la promoción de una «cultura del cuidado que impregne toda la sociedad».[8] Ahora es vital que los compromisos asumidos no sólo representen un buen propósito, sino que todos los Estados sientan la obligación real de poner en marcha las acciones necesarias para salvaguardar nuestra amada Tierra, para bien de toda la humanidad, especialmente de las generaciones futuras.
Por su parte, el año que acaba de comenzar se presenta lleno de desafíos y ya han aparecido en el horizonte muchas tensiones. Me refiero sobre todo a los graves contrastes que han surgido en la región del Golfo Pérsico, así como al preocupante ensayo militar realizado en la península coreana. Espero que los antagonismos abran paso a la voz de la paz y de la buena voluntad en la búsqueda de acuerdos. En esa perspectiva, veo con agrado que no faltan gestos significativos y especialmente ilusionantes. Me refiero en particular al clima pacífico de convivencia en el que se han realizado las recientes elecciones en la República Centroafricana y que representa un signo positivo de la voluntad de proseguir el camino emprendido hacia una plena reconciliación nacional. Pienso, además, en las nuevas iniciativas que se han puesto en marcha en Chipre, para resolver una división que dura ya mucho tiempo, y a los esfuerzos del pueblo colombiano para superar los conflictos del pasado y lograr la tan ansiada paz. Todos miramos con esperanza los pasos importantes que la Comunidad internacional ha emprendido para encontrar una solución política y diplomática a la crisis en Siria, que ponga fin a un sufrimiento de la población que dura ya demasiado tiempo. Del mismo modo, llegan señales positivas de Libia, que permiten confiar en un renovado compromiso para erradicar la violencia y restaurar la unidad del país. Por otro lado, cada vez es más claro que sólo la acción política conjunta y acordada ayudará a contener la propagación del extremismo y del fundamentalismo, con sus implicaciones de carácter terrorista, que producen tantas víctimas en Siria y Libia, así como en otros países, como Irak y Yemen.
Espero que este Año Santo de la Misericordia sea también una ocasión para el diálogo y la reconciliación que ayude a la construcción del bien común en Burundi, la República Democrática del Congo y Sudán del Sur. Que sea, sobre todo, un momento propicio para poner definitivamente fin al conflicto en las regiones orientales de Ucrania. Es fundamental el apoyo que, desde muchos puntos de vista, la comunidad internacional, los estados y las organizaciones humanitarias pueden ofrecer al país para que supere la crisis actual.
El reto principal que nos espera es, sin embargo, el de vencer la indiferencia para construir juntos la paz,[9] que es un bien que hay perseguir siempre. Por desgracia, entre las muchas partes de nuestro querido mundo que la anhelan ardientemente está la Tierra que Dios ha preferido y elegido para mostrar a todos el rostro de su misericordia. Mi esperanza es que en este nuevo año se cierren las profundas heridas que dividen a israelíes y palestinos y se consiga la convivencia pacífica de dos pueblos que, en lo profundo de sus corazones –estoy seguro–, no desean otra cosa que la paz.
Excelencias, Señoras y Señores. En el plano diplomático, la Santa Sede no dejará nunca de trabajar para que la voz de la paz llegue hasta los extremos de la tierra. Renuevo, por tanto, la plena disponibilidad de la Secretaría de Estado para colaborar con ustedes en el fomento de un diálogo constante entre la Sede Apostólica y los países que ustedes representan, para el bien de toda la Comunidad internacional, con la certeza interior de que este año jubilar será una buena oportunidad para vencer, con el calor de la misericordia, don precioso de Dios que transforma el miedo en amor y nos hace artífices de paz, la fría indiferencia de tantos corazones. Con estos sentimientos, renuevo a cada uno de ustedes, a sus familias, a sus países, mis más fervientes deseos de un año lleno de bendiciones. Gracias.