Texto
completo de la Homilía del Papa Francisco:
Las palabras que el profeta Isaías dirige a la ciudad santa
de Jerusalén nos invitan levantarnos, a salir; a salir de nuestras clausuras, a
salir de nosotros mismos, y a reconocer el esplendor de la luz que ilumina
nuestras vidas: «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la gloria del
Señor amanece sobre ti!» (60,1). «Tu luz» es la gloria del Señor. La Iglesia no
puede pretender brillar con luz propia, no puede. San Ambrosio nos lo recuerda
con una hermosa expresión, aplicando a la Iglesia la imagen de la luna, y dice
así: «La Iglesia es verdaderamente como la luna: […] no brilla con luz propia,
sino con la luz de Cristo. Recibe su esplendor del Sol de justicia, para poder
decir luego: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”»
(Hexameron, IV, 8, 32). Cristo es la luz verdadera que brilla; y, en la medida
en que la Iglesia está unida a él, en la medida en que se deja iluminar por él,
ilumina también la vida de las personas y de los pueblos. Por eso, los santos
Padres veían a la Iglesia como el «mysterium lunae».
Necesitamos de esta luz que viene de lo alto para responder
con coherencia a la vocación que hemos recibido. Anunciar el Evangelio de
Cristo no es una opción más entre otras posibles, ni tampoco una profesión.
Para la Iglesia, ser misionera no significa hacer proselitismo; para la
Iglesia, ser misionera equivale a manifestar su propia naturaleza: es decir,
dejarse iluminar por Dios y reflejar su luz. Éste es su servicio. No hay otro
camino. La misión es su vocación: hacer resplandecer la luz de Cristo es su
servicio. Muchas personas esperan de nosotros este compromiso misionero, en
este sentido, porque necesitan a Cristo, necesitan conocer el rostro del Padre.
Los Magos, que aparecen en el Evangelio de Mateo, son una
prueba viva de que las semillas de verdad están presentes en todas partes,
porque son un don del Creador que llama a todos para que lo reconozcan como
Padre bueno y fiel. Los Magos representan a los hombres de cualquier parte del
mundo que son acogidos en la casa de Dios. Delante de Jesús ya no hay
distinción de raza, lengua y cultura: en ese Niño, toda la humanidad encuentra
su unidad. Y la Iglesia tiene la tarea de que se reconozca y venga a la luz con
más claridad el deseo de Dios que anida en cada uno. Éste es el servicio
de la Iglesia, con la luz que refleja: hacer emerger el anhelo de Dios que cada
uno lleva en sí mismo. Como los Magos, también hoy muchas personas viven con el
«corazón inquieto», haciéndose preguntas que no encuentran respuestas seguras;
es la inquietud del Espíritu Santo que se mueve en los corazones. También ellos
están en busca de la estrella que muestre el camino hacia Belén.
¡Cuántas estrellas hay en el cielo! Y, sin embargo, los Magos
han seguido una distinta, nueva, mucho más brillante para ellos. Durante mucho
tiempo, habían escrutado el gran libro del cielo buscando una respuesta a sus preguntas
- tenían el corazón inquieto - y, al final, la luz apareció. Aquella estrella
los cambió. Les hizo olvidar los intereses cotidianos, y se pusieron de prisa
en camino. Prestaron atención a la voz que dentro de ellos los empujaba a
seguir aquella luz; - es la voz del Espíritu Santo, que trabaja en todas las
personas - y ella los guió hasta que en una pobre casa de Belén encontraron al
Rey de los Judíos.
Todo esto encierra una enseñanza para nosotros. Hoy será
bueno que nos repitamos la pregunta de los Magos: «¿Dónde está el Rey de los
judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a
adorarlo» (Mt 2,2). Nos sentimos urgidos, sobre todo en un momento como el actual,
a escrutar los signos que Dios nos ofrece, sabiendo que debemos esforzarnos
para descifrarlos y comprender así su voluntad. Estamos llamados a ir a Belén
para encontrar al Niño y a su Madre. ¡Sigamos la luz que Dios nos da,
pequeñita! El himno del breviario nos dice poéticamente que los Magos “lumen
requirunt lumine”, aquella pequeña luz. La luz que proviene del rostro de
Cristo, lleno de misericordia y fidelidad. Y, una vez que estemos ante él,
adorémoslo con todo el corazón, y ofrezcámosle nuestros dones: nuestra
libertad, nuestra inteligencia, nuestro amor. La verdadera sabiduría se esconde
en el rostro de este Niño. Y es aquí, en la sencillez de Belén, donde encuentra
su síntesis la vida de la Iglesia. Aquí está la fuente de esa luz que atrae a sí
a todas las personas en el mundo y guía a los pueblos por el camino de la paz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario