1. María, icono de
una Iglesia que evangeliza porque es evangelizada
En la Bula de convocación del Jubileo invité a que «la
Cuaresma de este Año Jubilar sea vivida con mayor intensidad, como momento
fuerte para celebrar y experimentar la misericordia de Dios» (Misericordiae
vultus, 17). Con la invitación a escuchar la Palabra de Dios y a participar en
la iniciativa «24 horas para el Señor» quise hacer hincapié en la primacía de
la escucha orante de la Palabra, especialmente de la palabra profética. La
misericordia de Dios, en efecto, es un anuncio al mundo: pero cada cristiano
está llamado a experimentar en primera persona ese anuncio. Por eso, en el
tiempo de la Cuaresma enviaré a los Misioneros de la Misericordia, a fin de que
sean para todos un signo concreto de la cercanía y del perdón de Dios.
María, después de haber acogido la Buena Noticia que le
dirige el arcángel Gabriel, María canta proféticamente en el Magnificat la
misericordia con la que Dios la ha elegido. La Virgen de Nazaret, prometida con
José, se convierte así en el icono perfecto de la Iglesia que evangeliza,
porque fue y sigue siendo evangelizada por obra del Espíritu Santo, que hizo
fecundo su vientre virginal. En la tradición profética, en su etimología, la
misericordia está estrechamente vinculada, precisamente con las entrañas
maternas (rahamim) y con una bondad generosa, fiel y compasiva (hesed) que se
tiene en el seno de las relaciones conyugales y parentales.
2. La alianza de Dios
con los hombres: una historia de misericordia
El misterio de la misericordia divina se revela a lo largo
de la historia de la alianza entre Dios y su pueblo Israel. Dios, en efecto, se
muestra siempre rico en misericordia, dispuesto a derramar en su pueblo, en
cada circunstancia, una ternura y una compasión visceral, especialmente en los
momentos más dramáticos, cuando la infidelidad rompe el vínculo del Pacto y es
preciso ratificar la alianza de modo más estable en la justicia y la verdad.
Aquí estamos frente a un auténtico drama de amor, en el cual Dios desempeña el
papel de padre y de marido traicionado, mientras que Israel el de hijo/hija y
el de esposa infiel. Son justamente las imágenes familiares —como en el caso de
Oseas (cf. Os 1-2)— las que expresan hasta qué punto Dios desea unirse a su
pueblo.
Este drama de amor alcanza su culmen en el Hijo hecho
hombre. En él Dios derrama su ilimitada misericordia hasta tal punto que hace
de él la «Misericordia encarnada» (Misericordiae vultus, 8). En efecto, como
hombre, Jesús de Nazaret es hijo de Israel a todos los efectos. Y lo es hasta
tal punto que encarna la escucha perfecta de Dios que el Shemà requiere a todo
judío, y que todavía hoy es el corazón de la alianza de Dios con Israel:
«Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues,
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus
fuerzas» (Dt 6,4-5). El Hijo de Dios es el Esposo que hace cualquier cosa por
ganarse el amor de su Esposa, con quien está unido con un amor incondicional,
que se hace visible en las nupcias eternas con ella.
Es éste el corazón del kerygma apostólico, en el cual la
misericordia divina ocupa un lugar central y fundamental. Es «la belleza del
amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado» (Exh. ap.
Evangelii gaudium, 36), el primer anuncio que «siempre hay que volver a
escuchar de diversas maneras y siempre hay que volver a anunciar de una forma o
de otra a lo largo de la catequesis» (ibíd., 164). La Misericordia entonces
«expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior
posibilidad para examinarse, convertirse y creer» (Misericordiae vultus, 21),
restableciendo de ese modo la relación con él. Y, en Jesús crucificado, Dios
quiere alcanzar al pecador incluso en su lejanía más extrema, justamente allí
donde se perdió y se alejó de Él. Y esto lo hace con la esperanza de poder así,
finalmente, enternecer el corazón endurecido de su Esposa.
3. Las obras de
misericordia
La misericordia de Dios transforma el corazón del hombre
haciéndole experimentar un amor fiel, y lo hace a su vez capaz de misericordia.
Es siempre un milagro el que la misericordia divina se irradie en la vida de
cada uno de nosotros, impulsándonos a amar al prójimo y animándonos a vivir lo
que la tradición de la Iglesia llama las obras de misericordia corporales y
espirituales. Ellas nos recuerdan que nuestra fe se traduce en gestos concretos
y cotidianos, destinados a ayudar a nuestro prójimo en el cuerpo y en el
espíritu, y sobre los que seremos juzgados: nutrirlo, visitarlo, consolarlo y
educarlo. Por eso, expresé mi deseo de que «el pueblo cristiano reflexione
durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales.
Será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el
drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde
los pobres son los privilegiados de la misericordia divina» (ibíd., 15). En el
pobre, en efecto, la carne de Cristo «se hace de nuevo visible como cuerpo
martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga... para que nosotros lo
reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado» (ibíd.). Misterio
inaudito y escandaloso la continuación en la historia del sufrimiento del
Cordero Inocente, zarza ardiente de amor gratuito ante el cual, como Moisés,
sólo podemos quitarnos las sandalias (cf. Ex 3,5); más aún cuando el pobre es
el hermano o la hermana en Cristo que sufren a causa de su fe.
Ante este amor fuerte como la muerte (cf. Ct 8,6), el pobre
más miserable es quien no acepta reconocerse como tal. Cree que es rico, pero
en realidad es el más pobre de los pobres. Esto es así porque es esclavo del
pecado, que lo empuja a utilizar la riqueza y el poder no para servir a Dios y
a los demás, sino parar sofocar dentro de sí la íntima convicción de que
tampoco él es más que un pobre mendigo. Y cuanto mayor es el poder y la riqueza
a su disposición, tanto mayor puede llegar a ser este engañoso ofuscamiento.
Llega hasta tal punto que ni siquiera ve al pobre Lázaro, que mendiga a la
puerta de su casa (cf. Lc 16,20-21), y que es figura de Cristo que en los
pobres mendiga nuestra conversión. Lázaro es la posibilidad de conversión que
Dios nos ofrece y que quizá no vemos. Y este ofuscamiento va acompañado de un
soberbio delirio de omnipotencia, en el cual resuena siniestramente el
demoníaco «seréis como Dios» (Gn 3,5) que es la raíz de todo pecado. Ese
delirio también puede asumir formas sociales y políticas, como han mostrado los
totalitarismos del siglo XX, y como muestran hoy las ideologías del pensamiento
único y de la tecnociencia, que pretenden hacer que Dios sea irrelevante y que
el hombre se reduzca a una masa para utilizar. Y actualmente también pueden
mostrarlo las estructuras de pecado vinculadas a un modelo falso de desarrollo,
basado en la idolatría del dinero, como consecuencia del cual las personas y las
sociedades más ricas se vuelven indiferentes al destino de los pobres, a
quienes cierran sus puertas, negándose incluso a mirarlos.
La Cuaresma de este Año Jubilar, pues, es para todos un
tiempo favorable para salir por fin de nuestra alienación existencial gracias a
la escucha de la Palabra y a las obras de misericordia. Mediante las corporales
tocamos la carne de Cristo en los hermanos y hermanas que necesitan ser
nutridos, vestidos, alojados, visitados, mientras que las espirituales tocan
más directamente nuestra condición de pecadores: aconsejar, enseñar, perdonar,
amonestar, rezar. Por tanto, nunca hay que separar las obras corporales de las
espirituales. Precisamente tocando en el mísero la carne de Jesús crucificado
el pecador podrá recibir como don la conciencia de que él mismo es un pobre
mendigo. A través de este camino también los «soberbios», los «poderosos» y los
«ricos», de los que habla el Magnificat, tienen la posibilidad de darse cuenta
de que son inmerecidamente amados por Cristo crucificado, muerto y resucitado
por ellos. Sólo en este amor está la respuesta a la sed de felicidad y de amor
infinitos que el hombre —engañándose— cree poder colmar con los ídolos del
saber, del poder y del poseer. Sin embargo, siempre queda el peligro de que, a
causa de un cerrarse cada vez más herméticamente a Cristo, que en el pobre
sigue llamando a la puerta de su corazón, los soberbios, los ricos y los
poderosos acaben por condenarse a sí mismos a caer en el eterno abismo de
soledad que es el infierno. He aquí, pues, que resuenan de nuevo para ellos, al
igual que para todos nosotros, las lacerantes palabras de Abrahán: «Tienen a
Moisés y los Profetas; que los escuchen» (Lc 16,29). Esta escucha activa nos
preparará del mejor modo posible para celebrar la victoria definitiva sobre el
pecado y sobre la muerte del Esposo ya resucitado, que desea purificar a su
Esposa prometida, a la espera de su venida.
No perdamos este tiempo de Cuaresma favorable para la
conversión. Lo pedimos por la intercesión materna de la Virgen María, que fue
la primera que, frente a la grandeza de la misericordia divina que recibió
gratuitamente, confesó su propia pequeñez (cf. Lc 1,48), reconociéndose como la
humilde esclava del Señor (cf. Lc 1,38).
Vaticano, 4 de octubre de 2015
Fiesta de San Francisco de Asís
No hay comentarios:
Publicar un comentario