(RV).- “Muéstranos el
rostro de tu Hijo Jesús, que derrama sobre todo el mundo su misericordia y su
paz”, es la oración conclusiva del Papa Francisco en su homilía de la Misa en
la Solemnidad de María Santísima, Madre de Dios y 49° Jornada Mundial de la
Paz.
«La plenitud de los tiempos» (Gal 4,4)
Comentando el pasaje bíblico de la Carta de San Pablo Apóstol
a los Gálatas, el Santo Padre se preguntó: “¿Qué significa el que Jesús nazca
en la «plenitud de los tiempos»?”. Si nos fijamos únicamente en el momento
histórico, precisó el Pontífice, podemos quedarnos defraudados, ya que para los
contemporáneos de Jesús, ese tiempo no era en modo alguno el mejor momento. La
plenitud de los tiempos – dijo el Papa – no se define desde una perspectiva
geopolítica.
La plenitud de los tiempo es entendida e interpretada desde
el punto de vista de Dios, afirmó el Obispo de Roma, por ello, la plenitud de
los tiempos tiene lugar en el momento en el que Dios establece que ha llegado
la hora de cumplir la promesa que había hecho. Ya que como escribe el autor de
la Carta a los Hebreos: «En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios
antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado
por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo…» (1,1-3).
La dramática experiencia histórica
“Sin embargo, el Sucesor de Pedro evidenció que, este
misterio contrasta siempre con la dramática experiencia histórica. Cada día,
aunque deseamos vernos sostenidos por los signos de la presencia de Dios, nos
encontramos con signos opuestos, negativos, que nos hacen creer que está
ausente. La plenitud de los tiempos parece desmoronarse ante la multitud de
formas de injusticia y de violencia que hieren cada día a la humanidad”.
Observando la dramática realidad hodierna y el creciente río de miseria, alimentado por el pecado, el Papa Francisco se preguntó: ¿Cómo es
posible que perdure la opresión del hombre contra el hombre, que la arrogancia
del más fuerte continúe humillando al más débil, arrinconándolo en los márgenes
más miserables de nuestro mundo? ¿Hasta cuándo la maldad humana seguirá
sembrando la tierra de violencia y odio, que provocan tantas víctimas
inocentes? ¿Cómo puede ser este un tiempo de plenitud, si ante nuestros ojos
muchos hombres, mujeres y niños siguen huyendo de la guerra, del hambre, de la
persecución, dispuestos a arriesgar su vida con tal de que se respeten sus
derechos fundamentales?
El océano de la Misericordia
“Y, sin embargo, dijo el Santo Padre, este río en crecida
nada puede contra el océano de misericordia que inunda nuestro mundo. Todos
estamos llamados a sumergirnos en este océano, para dejarnos regenerar para
vencer la indiferencia que impide la solidaridad y salir de la falsa
neutralidad que obstaculiza el compartir. La gracia de Cristo, agregó el
Pontífice, que lleva a su cumplimiento la esperanza de la salvación, nos empuja
a cooperar con Él en la construcción de un mundo más justo y fraterno, en el que
todas las personas y todas las criaturas puedan vivir en paz, en la armonía de
la creación originaria de Dios”.
María, Sede de la Sabiduría
“Al comienzo de un nuevo año, la Iglesia nos hace contemplar
la Maternidad de María como icono de la paz. A través de ella, a través de su
«sí», puntualizó el Obispo de Roma, ha llegado la plenitud de los tiempos. Ella
se nos presenta como un vaso siempre rebosante de la memoria de Jesús, Sede de
la Sabiduría, al que podemos acudir para saber interpretar coherentemente su
enseñanza, para captar el sentido de los acontecimientos que nos afectan a
nosotros, a nuestras familias, a nuestros países y al mundo entero. Donde no
puede llegar la razón de los filósofos ni los acuerdos de la política, dijo el
Pontífice, llega la fuerza de la fe que lleva la gracia del Evangelio de
Cristo, y que siempre es capaz de abrir nuevos caminos a la razón y a los
acuerdos”.
Antes de concluir su homilía, el Papa Francisco invocó a la
Santísima Virgen María, la Madre de Dios. “Bienaventurada eres tú, María, dijo
el Papa, porque has dado al mundo al Hijo de Dios; pero todavía más dichosa por
haber creído en él. Derrama sobre nosotros tu bendición en este día consagrado
a ti; muéstranos el rostro de tu Hijo Jesús, que derrama sobre todo el mundo su
misericordia y su paz”.
Texto completo de La homilía
Hemos escuchado las palabras del apóstol Pablo: «Cuando llegó
la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4,4).
¿Qué significa el que Jesús nazca en la «plenitud de los
tiempos»? Si nos fijamos únicamente en el momento histórico, podemos quedarnos
pronto defraudados. Roma dominaba con su potencia militar gran parte del mundo
conocido. El emperador Augusto había llegado al poder después de haber
combatido cinco guerras civiles. También Israel había sido conquistado por el
Imperio Romano y el pueblo elegido carecía de libertad. Para los contemporáneos
de Jesús, por tanto, ese no era en modo alguno el mejor momento. La plenitud de
los tiempos no se define desde una perspectiva geopolítica.
Se necesita, pues, otra interpretación, que entienda la
plenitud desde el punto de vista de Dios. Para la humanidad, la plenitud de los
tiempos tiene lugar en el momento en el que Dios establece que ha llegado la
hora de cumplir la promesa que había hecho. Por tanto, no es la historia la que
decide el nacimiento de Cristo; es más bien su venida en el mundo la que
permite a la historia alcanzar su plenitud. Por esta razón, el nacimiento del
Hijo de Dios señala el comienzo de una nueva era en la que se cumple la antigua
promesa. Como escribe el autor de la Carta a los Hebreos: «En muchas ocasiones
y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En
esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de
todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es
reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su
palabra poderosa» (1,1-3). La plenitud de los tiempos es, pues, la presencia en
nuestra historia del mismo Dios en persona. Ahora podemos ver su gloria que
resplandece en la pobreza de un establo, y ser animados y sostenidos por su
Verbo que se ha hecho «pequeño» en un niño. Gracias a él, nuestro tiempo
encuentra su plenitud. También nuestro tiempo personal encontrará su plenitud
en el encuentro con Jesucristo, Dios hecho hombre.
Sin embargo, este misterio contrasta siempre con la dramática
experiencia histórica. Cada día, aunque deseamos vernos sostenidos por los
signos de la presencia de Dios, nos encontramos con signos opuestos, negativos,
que nos hacen creer que está ausente. La plenitud de los tiempos parece
desmoronarse ante la multitud de formas de injusticia y de violencia que hieren
cada día a la humanidad. A veces nos preguntamos: ¿Cómo es posible que perdure
la opresión del hombre contra el hombre, que la arrogancia del más fuerte
continúe humillando al más débil, arrinconándolo en los márgenes más miserables
de nuestro mundo? ¿Hasta cuándo la maldad humana seguirá sembrando la tierra de
violencia y odio, que provocan tantas víctimas inocentes? ¿Cómo puede ser este
un tiempo de plenitud, si ante nuestros ojos muchos hombres, mujeres y niños
siguen huyendo de la guerra, del hambre, de la persecución, dispuestos a arriesgar
su vida con tal de que se respeten sus derechos fundamentales? Un río de
miseria, alimentado por el pecado, parece contradecir la plenitud de los
tiempos realizada por Cristo. Recuerdan esto, queridos niños cantores, está era
la tercera pregunta que me han hecho ayer, ¿cómo se explica esto? También los
niños se dan cuenta de esto.
Y, sin embargo, este río en crecida nada puede contra el
océano de misericordia que inunda nuestro mundo. Todos estamos llamados a
sumergirnos en este océano, a dejarnos regenerar para vencer la indiferencia
que impide la solidaridad y salir de la falsa neutralidad que obstaculiza el
compartir. La gracia de Cristo, que lleva a su cumplimiento la esperanza de la
salvación, nos empuja a cooperar con él en la construcción de un mundo más
justo y fraterno, en el que todas las personas y todas las criaturas puedan
vivir en paz, en la armonía de la creación originaria de Dios.
Al comienzo de un nuevo año, la Iglesia nos hace contemplar
la Maternidad de María como icono de la paz. La promesa antigua se cumple en su
persona. Ella ha creído en las palabras del ángel, ha concebido al Hijo, se ha
convertido en la Madre del Señor. A través de ella, a través de su «sí», ha
llegado la plenitud de los tiempos. El Evangelio que hemos escuchado dice:
«Conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Ella se
nos presenta como un vaso siempre rebosante de la memoria de Jesús, Sede de la
Sabiduría, al que podemos acudir para saber interpretar coherentemente su
enseñanza. Hoy nos ofrece la posibilidad de captar el sentido de los
acontecimientos que nos afectan a nosotros personalmente, a nuestras familias,
a nuestros países y al mundo entero. Donde no puede llegar la razón de los
filósofos ni los acuerdos de la política, llega la fuerza de la fe que lleva la
gracia del Evangelio de Cristo, y que siempre es capaz de abrir nuevos caminos
a la razón y a los acuerdos.
Bienaventurada eres tú, María, porque has dado al mundo al
Hijo de Dios; pero todavía más dichosa por haber creído en él. Llena de fe has
concebido a Jesús antes en tu corazón que en tu seno, para hacerte Madre de
todos los creyentes (cf. San Agustín, Sermón 215, 4). Derrama Madre, sobre
nosotros tu bendición en este día consagrado a ti; muéstranos el rostro de tu
Hijo Jesús, que derrama sobre todo el mundo entero misericordia y paz. Amen.
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