Texto completo del Mensaje del Papa para la 50ª Jornada
Mundial de las Comunicaciones Sociales:
Comunicación y Misericordia: un encuentro fecundo
Queridos hermanos y hermanas,
El Año Santo de la Misericordia nos invita a reflexionar
sobre la relación entre la comunicación y la misericordia. En efecto, la
Iglesia, unida a Cristo, encarnación viva de Dios Misericordioso, está llamada
a vivir la misericordia como rasgo distintivo de todo su ser y actuar. Lo que
decimos y cómo lo decimos, cada palabra y cada gesto debería expresar la
compasión, la ternura y el perdón de Dios para con todos. El amor, por su
naturaleza, es comunicación, lleva a la apertura, no al aislamiento. Y si nuestro
corazón y nuestros gestos están animados por la caridad, por el amor divino,
nuestra comunicación será portadora de la fuerza de Dios.
Como hijos de Dios estamos llamados a comunicar con todos,
sin exclusión. En particular, es característico del lenguaje y de las acciones
de la Iglesia transmitir misericordia, para tocar el corazón de las personas y
sostenerlas en el camino hacia la plenitud de la vida, que Jesucristo, enviado
por el Padre, ha venido a traer a todos. Se trata de acoger en nosotros y de difundir
a nuestro alrededor el calor de la Iglesia Madre, de modo que Jesús sea
conocido y amado, ese calor que da contenido a las palabras de la fe y que
enciende, en la predicación y en el testimonio, la «chispa» que los hace vivos.
La comunicación tiene el poder de crear puentes, de favorecer
el encuentro y la inclusión, enriqueciendo de este modo la sociedad. Es hermoso
ver personas que se afanan en elegir con cuidado las palabras y los
gestos para superar las incomprensiones, curar la memoria herida y construir
paz y armonía. Las palabras pueden construir puentes entre las personas, las
familias, los grupos sociales y los pueblos. Y esto es posible tanto en el
mundo físico como en el digital. Por tanto, que las palabras y las acciones
sean apropiadas para ayudarnos a salir de los círculos viciosos de las condenas
y las venganzas, que siguen enmarañando a individuos y naciones, y que llevan a
expresarse con mensajes de odio. La palabra del cristiano, sin embargo, se
propone hacer crecer la comunión e, incluso cuando debe condenar con firmeza el
mal, trata de no romper nunca la relación y la comunicación.
Quisiera, por tanto, invitar a las personas de buena voluntad
a descubrir el poder de la misericordia de sanar las relaciones dañadas y de
volver a llevar paz y armonía a las familias y a las comunidades. Todos sabemos
en qué modo las viejas heridas y los resentimientos que arrastramos pueden
atrapar a las personas e impedirles comunicarse y reconciliarse. Esto vale
también para las relaciones entre los pueblos. En todos estos casos la
misericordia es capaz de activar un nuevo modo de hablar y dialogar, como tan
elocuentemente expresó Shakespeare: «La misericordia no es obligatoria, cae
como la dulce lluvia del cielo sobre la tierra que está bajo ella. Es una doble
bendición: bendice al que la concede y al que la recibe» (El mercader de
Venecia, Acto IV, Escena I).
Es deseable que también el lenguaje de la política y de la
diplomacia se deje inspirar por la misericordia, que nunca da nada por perdido.
Hago un llamamiento sobre todo a cuantos tienen responsabilidades
institucionales, políticas y de formar la opinión pública, a que estén siempre
atentos al modo de expresase cuando se refieren a quien piensa o actúa de forma
distinta, o a quienes han cometido errores. Es fácil ceder a la tentación de
aprovechar estas situaciones y alimentar de ese modo las llamas de la
desconfianza, del miedo, del odio. Se necesita, sin embargo, valentía para
orientar a las personas hacia procesos de reconciliación. Y es precisamente esa
audacia positiva y creativa la que ofrece verdaderas soluciones a antiguos
conflictos así como la oportunidad de realizar una paz duradera.
«Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. […]
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos
de Dios» (Mt 5,7.9).
Cómo desearía que nuestro modo de comunicar, y también
nuestro servicio de pastores de la Iglesia, nunca expresara el orgullo soberbio
del triunfo sobre el enemigo, ni humillara a quienes la mentalidad del mundo
considera perdedores y material de desecho. La misericordia puede ayudar a
mitigar las adversidades de la vida y a ofrecer calor a quienes han conocido
sólo la frialdad del juicio. Que el estilo de nuestra comunicación sea tal, que
supere la lógica que separa netamente los pecadores de los justos. Nosotros
podemos y debemos juzgar situaciones de pecado – violencia, corrupción,
explotación, etc. –, pero no podemos juzgar a las personas, porque sólo Dios
puede leer en profundidad sus corazones. Nuestra tarea es amonestar a quien se
equivoca, denunciando la maldad y la injusticia de ciertos comportamientos, con
el fin de liberar a las víctimas y de levantar al caído. El evangelio de Juan
nos recuerda que «la verdad os hará libres» (Jn 8,32). Esta verdad
es, en definitiva, Cristo mismo, cuya dulce misericordia es el modelo para
nuestro modo de anunciar la verdad y condenar la injusticia. Nuestra primordial
tarea es afirmar la verdad con amor (cf. Ef 4,15). Sólo
palabras pronunciadas con amor y acompañadas de mansedumbre y
misericordia tocan los corazones de quienes somos pecadores. Palabras y gestos
duros y moralistas corren el riesgo hundir más a quienes querríamos conducir a
la conversión y a la libertad, reforzando su sentido de negación y de defensa.
Algunos piensan que una visión de la sociedad enraizada en la
misericordia es injustificadamente idealista o excesivamente indulgente. Pero
probemos a reflexionar sobre nuestras primeras experiencias de relación en el
seno de la familia. Los padres nos han amado y apreciado más por lo que somos
que por nuestras capacidades y nuestros éxitos. Los padres quieren naturalmente
lo mejor para sus propios hijos, pero su amor nunca está condicionado por el
alcance de los objetivos. La casa paterna es el lugar donde siempre eres
acogido (cf. Lc 15,11-32). Quisiera alentar a todos a pensar
en la sociedad humana, no como un espacio en el que los extraños compiten y
buscan prevalecer, sino más bien como una casa o una familia, donde la puerta
está siempre abierta y en la que sus miembros se acogen mutuamente.
Para esto es fundamental escuchar. Comunicar significa
compartir, y para compartir se necesita escuchar, acoger. Escuchar es mucho más
que oír. Oír hace referencia al ámbito de la información; escuchar, sin
embargo, evoca la comunicación, y necesita cercanía. La escucha nos permite
asumir la actitud justa, dejando atrás la tranquila condición de espectadores,
usuarios, consumidores. Escuchar significa también ser capaces de compartir
preguntas y dudas, de recorrer un camino al lado del otro, de liberarse de
cualquier presunción de omnipotencia y de poner humildemente las propias
capacidades y los propios dones al servicio del bien común.
Escuchar nunca es fácil. A veces es más cómodo fingir ser
sordos. Escuchar significa prestar atención, tener deseo de comprender, de
valorar, respetar, custodiar la palabra del otro. En la escucha se origina una
especie de martirio, un sacrificio de sí mismo en el que se renueva el gesto
realizado por Moisés ante la zarza ardiente: quitarse las sandalias en el
«terreno sagrado» del encuentro con el otro que me habla (cf. Ex 3,5).
Saber escuchar es una gracia inmensa, es un don que se ha de pedir para poder
después ejercitarse practicándolo.
También los
correos electrónicos, los mensajes de texto, las redes sociales, los foros
pueden ser formas de comunicación plenamente humanas. No es la tecnología la
que determina si la comunicación es auténtica o no, sino el corazón del hombre
y su capacidad para usar bien los medios a su disposición. Las redes sociales
son capaces de favorecer las relaciones y de promover el bien de la sociedad,
pero también pueden conducir a una ulterior polarización y división entre las
personas y los grupos. El entorno digital es una plaza, un lugar de encuentro,
donde se puede acariciar o herir, tener una provechosa discusión o un
linchamiento moral. Pido que el Año Jubilar vivido en la misericordia «nos haga
más abiertos al diálogo para conocernos y comprendernos mejor; elimine toda
forma de cerrazón y desprecio, y aleje cualquier forma de violencia y de
discriminación» (Misericordiae vultus, 23). También en red se construye
una verdadera ciudadanía. El acceso a las redes digitales lleva consigo una
responsabilidad por el otro, que no vemos pero que es real, tiene una dignidad
que debe ser respetada. La red puede ser bien utilizada para hacer crecer una
sociedad sana y abierta a la puesta en común.
La comunicación,
sus lugares y sus instrumentos han traído consigo un alargamiento de los
horizontes para muchas personas. Esto es un don de Dios, y es también una gran
responsabilidad. Me gusta definir este poder de la comunicación como
«proximidad». El encuentro entre la comunicación y la misericordia es fecundo
en la medida en que genera una proximidad que se hace cargo, consuela, cura,
acompaña y celebra. En un mundo dividido, fragmentado, polarizado, comunicar
con misericordia significa contribuir a la buena, libre y solidaria cercanía
entre los hijos de Dios y los hermanos en humanidad.
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