Texto
y audio de la alocución del Santo Padre Francisco antes de rezar a la Madre de
Dios:
Queridos hermanos y hermanas
¡feliz domingo!
La liturgia de hoy, segundo domingo después de Navidad, nos
presenta el Prólogo del Evangelio de San Juan, en el que se proclama que “el
Verbo – o sea la Palabra creadora de Dios – se hizo carne y habitó entre
nosotros” (Jn1,14). Esa Palabra, que reside en el cielo, es decir en la
dimensión de Dios, ha venido a la tierra a fin de que nosotros la escucháramos
y pudiéramos conocer y tocar con las manos el amor del Padre. El Verbo de Dios
es su mismo Hijo Unigénito, hecho hombre, lleno de amor y de fidelidad (Cfr. Jn 1,14),
es el mismo Jesús.
El Evangelista no esconde el carácter dramático de la
Encarnación del Hijo de Dios, subrayando que al don de amor de Dios se
contrapone la no acogida por parte de los hombres. La Palabra es la luz, y sin
embargo los hombres han preferido las tinieblas; la Palabra vino entre los
suyos, pero ellos no la han acogido (Cfr. vv. 9-10). Le han cerrado la puerta
en la cara al Hijo de Dios. Es el misterio del mal que asecha también nuestra
vida y que requiere por nuestra parte vigilancia y atención para que no prevalezca.
El Libro del Génesis dice una bella frase que nos hace
comprender esto: dice que el mal está agazapado a la puerta” (Cfr. 4,7). Ay de
nosotros si lo dejamos entrar; sería él entonces el que cerraría nuestra puerta
a quien quiera. En cambio, estamos llamados a abrir de par en par la puerta de
nuestro corazón a la Palabra de Dios, a Jesús, para llegar a ser así sus hijos.
En el día de Navidad ya ha sido proclamado este solemne
inicio del Evangelio de Juan; y hoy se nos propone una vez más. Es la invitación
de la Santa Madre Iglesia la que acoge esta Palabra de salvación, este misterio
de la luz.
Si lo acogemos, si acogemos a Jesús, creceremos en el
conocimiento y en el amor del Señor y aprenderemos a ser misericordiosos como
Él. Especialmente en este Año Santo de la Misericordia, hagamos de modo que el
Evangelio sea cada vez más carne en nuestra vida. Acercarse al Evangelio,
meditarlo y encarnarlo en la vida cotidiana es la mejor manera para conocer a
Jesús y llevarlo a los demás.
Ésta es la vocación y la alegría de todo bautizado: indicar y
donar a los demás a Jesús; pero para hacer esto debemos conocerlo y tenerlo
dentro de nosotros, como Señor de nuestra vida. Y Él nos defiende del mal, del
diablo, que siempre está agazapado ante nuestra puerta, ante nuestro corazón, y
quiere entrar.
Con un renovado impulso de abandono filial, nosotros nos
encomendamos una vez más a María: precisamente en el pesebre contemplamos en
estos días su dulce imagen de Madre de Jesús y Madre nuestra.
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