Una
cultura y un tiempo de misericordia. Así es, debe ser, el tiempo de la Iglesia.
Y así lo propone la carta apostólica Misericordia et misera, al
concluir el Jubileo extraordinario de la misericordia (20-XI-2016).
El
nombre del documento procede de San Agustín, cuando comenta el encuentro entre
Jesús y la adúltera (cf. Jn 8, 1-11). A propósito de este pasaje del Evangelio
es sorprendente que el Papa afirme: «Su enseñanza viene a iluminar la
conclusión del Jubileo Extraordinario de la Misericordia e indica,
además, el camino que estamos llamados a seguir en el futuro». Un camino
que podemos ver jalonado en cinco puntos.
Una
misión de misericordia
La
misión evangelizadora de la Iglesia es una misión de misericordia. Esta
misión consiste en manifestar el amor misericordioso de Dios Padre, tal como
Cristo lo muestra. Y por eso la misericordia pide
ser proclamada, celebrada y vivida en las comunidades cristianas.
«En
efecto –escribe el Papa-, la misericordia no puede ser un paréntesis en la vida
de la Iglesia, sino que constituye su misma existencia,
que manifiesta y hace tangible la verdad profunda del Evangelio. Todo se
revela en la misericordia; todo se resuelve en el amor misericordioso del Padre».
Observa
Francisco que en el centro del encuentro entre Jesús y la adúltera «no aparece
la ley y la justicia legal, sino el amor de Dios que sabe leer el corazón
de cada persona (…) Una vez que hemos sido revestidos de misericordia,
aunque permanezca la condición de debilidad por el pecado, esta debilidad es
superada por el amor que permite mirar más allá y vivir de otra manera».
La
misericordia lleva consigo el perdón –incondicionado, gratuito e inmerecido– de
Dios, propio de su misterio divino (cf. Ex 34, 6; Sal 136) y que Jesús
manifiesta (cf. Lc 7, 36-50) hasta el final de su vida terrena (Lc 23, 34).
Y el perdón trae consigo la alegría, la esperanza y la serenidad para la
vida cotidiana (cf. Flp 4,4; cf. 1 Ts 5,16).
Recibir
y vivir la misericordia
Recibir
y vivir permanentemente la misericordia. La experiencia de la misericordia de
Dios «cambia la vida». Especialmente en los sacramentos de la Eucaristía,
de la Reconciliación y de la Unción de los enfermos. También en la escucha de
la Palabra de Dios y en la lectura orante de la Sagrada Escritura.
Esto
nos lleva a vivir la misericordia con los demás, con gestos y obras
concretas de caridad, sabiendo perdonar como somos perdonados. En cambio -
advierte Francisco-, «qué tristeza cada vez que nos quedamos
encerrados en nosotros mismos, incapaces de perdonar. Triunfa el rencor, la
rabia, la venganza; la vida se vuelve infeliz y se anula el alegre compromiso
por la misericordia».
A
los sacerdotes les invita a ejercer el ministerio de la Confesión siendo
acogedores, testigos de la ternura de Dios padre, solícitos, claros,
disponibles, prudentes, generosos y magnánimos, siempre ministros de la
misericordia.
En
su ministerio, los sacerdotes deben tener en cuenta la estrecha relación
entre justicia y caridad: «Incluso en los casos más complejos, en los que se
siente la tentación de hacer prevalecer una justicia que deriva sólo de las
normas, se debe creer en la fuerza que brota de la gracia divina».
Señala
el Papa que «el Sacramento de la Reconciliación necesita volver a encontrar su
puesto central en la vida cristiana». E indica medios concretos para ello, como
la iniciativa 24 horas para el Señor en la proximidad del IV Domingo
de Cuaresma. Extiende a los sacerdotes la facultad de absolver del grave pecado
del aborto, que les había concedido para el Año de la misericordia, y prolonga
la validez de las celebraciones sacramentales de los sacerdotes de la
fraternidad de San Pío X. Pide a los sacerdotes que estén cercanos a las
familias, especialmente en la muerte de sus seres queridos. Instituye la
Jornada mundial de los pobres.
Acompañar a las familias
Mirar,
comprender y acompañar a las familias. Escribe Francisco: «En un momento
particular como el nuestro, caracterizado por la crisis de la familia, entre otras,
es importante que llegue una palabra de consuelo a nuestras familias.»
(n. 14).
Explica
que el don del matrimonio es una gran vocación a la que, con la
gracia de Cristo, hay que corresponder con el amor generoso, fiel y
paciente. La belleza de la familia permanece inmutable, a pesar de
numerosas sombras y propuestas alternativas. El sendero de la vida, que lleva a
que un hombre y una mujer se encuentren, se amen y se prometan fidelidad por
siempre delante de Dios, a menudo se interrumpe por el sufrimiento, la
traición y la soledad. La alegría de los padres por el don de los hijos no
es inmune a las preocupaciones con respecto a su crecimiento y
formación, y para que tengan un futuro digno de ser vivido con intensidad.
Como
fruto del Año jubilar propone Francisco «reconocer la complejidad de la realidad
familiar actual». Y añade: «La experiencia de la misericordia nos hace capaces
de mirar todas las dificultades humanas con la actitud del amor de Dios, que no
se cansa de acoger y acompañar».
Nótese
bien: no somos nosotros los que fácilmente somos capaces ni de
reconocer esa complejidad ni de mirarla con la actitud del amor de
Dios. Es la iniciativa de Dios, su misericordia sobre nosotros, y su
gracia lo que nos capacita para experimentar en nosotros esa misericordia. Es
Dios quien nos puede abrir los ojos para ayudar a los demás. Es Dios
mismo quien nos enseña y fortalece para que seamos capaces de acoger y
acompañar a las familias.
Como
ha escrito el Patriarca ecuménico Bartolomé de Constantinopla, asumimos la luz
con la que nos ha esclarecido el Papa Francisco al final de su
exhortación Amoris laetitia, para que acompañemos a las familias en el marco
de la misión cristiana: «Lo que se nos promete es siempre más. No desesperemos
por nuestros límites, pero tampoco renunciemos a buscar la plenitud de
amor y de comunión que se nos ha prometido».
En
esta línea señala el cardenal de Peruggia, Gualtiero Basseti, que la revolución
universal de Amoris laetitia es la acogida, el perdón y la
ternura. La ternura es «la mirada hecha de fe y de amor, gracia y
compromiso» tal como se puede vivir en la familia (cf. L’Osservatore
Romano, 10-IV-2016).
Acompañamiento en la muerte
Acompañamiento
especialmente en el momento de la muerte. «El momento de
la muerte –observa el Papa– reviste una importancia particular. La
Iglesia siempre ha vivido este dramático tránsito a la luz de la
resurrección de Jesucristo, que ha abierto el camino de la certeza en la vida
futura. (...) Nosotros vivimos la experiencia de las exequias como una
plegaria llena de esperanza por el alma del difunto y como una ocasión
para ofrecer consuelo a cuantos sufren por la ausencia de la persona
amada».
Todo
ello ha de ser expresión de la misericordia divina. Concretamente, “la
participación del sacerdote en este momento significa un
acompañamiento importante, porque ayuda a sentir la cercanía de la
comunidad cristiana en los momentos de debilidad, soledad, incertidumbre y
llanto”.
Cultura
y tiempo de la misericordia
Cultura
de la misericordia y tiempo de la misericordia. Finalmente, dice
Francisco, el Año jubilar nos ha situado en la «vía de la caridad»,
que se traduce en la misericordia. Ésta se hace visible y tangible en
acciones concretas y dinámicas. Así tantos hermanos y hermanas pueden llegar a
decir: «Soy amado, luego existo; he sido perdonado, entonces renazco
a una vida nueva; he sido ‘misericordiado’, entonces me convierto
en instrumento de misericordia».
Esto
ha de manifestarse en las obras de misericordia en solidaridad con
los más pobres e infelices, y teniendo en cuenta las nuevas formas de pobreza y
marginación, contrarias a la dignidad humana. De otra manera se corre el riesgo
de la indiferencia y el individualismo, de llevar una existencia cómoda y sin
problemas. Y Jesús nos ha dicho: «A los pobres los tenéis siempre con vosotros»
(Jn 12,8). Por eso, subraya con fuerza el Papa, «no hay excusas que
puedan justificar una falta de compromiso cuando sabemos que él se ha identificado
con cada uno de ellos».
En
definitiva, las obras de misericordia no han de ser algo aislado en la
vida cristiana: «Estamos llamados a hacer que
crezca una cultura de la misericordia, basada en el redescubrimiento
del encuentro con los demás: una cultura en la que ninguno mire al otro con
indiferencia ni aparte la mirada cuando vea el sufrimiento de los hermanos».
Como elementos
principales de esta «cultura de la misericordia” propone Francisco:
la oración asidua, con la dócil apertura a la acción del
Espíritu Santo, la familiaridad con la vida de los santos y la
cercanía concreta a los pobres».
Y
todo ello, advierte el Papa, no puede quedarse en una «teoría sobre la
misericordia». Cada día debe ser el tiempo de la misericordia. Cada
día de nuestra vida está, efectivamente, marcado por la presencia de Dios, que
guía nuestros pasos con el poder de la gracia que el Espíritu infunde en el
corazón para plasmarlo y hacerlo capaz de amar.
Ramiro Pellitero
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