Texto completo de la reflexión del Papa, previa a la oración
del Ángelus:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy celebramos el tercer domingo de Adviento, caracterizado
por la invitación de san Pablo: “Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a
insistir, alégrense. El Señor está cerca” (Fil 4,4-5). No es una alegría
superficial o puramente emotiva aquella a la que nos exhorta el apóstol, y ni
siquiera aquella mundana o aquella alegría del consumismo: no, no es ésta, sino
que se trata de una alegría más auténtica, de la cual estamos llamados a
redescubrir el sabor. El sabor de la verdadera alegría. Es una alegría que toca
lo íntimo de nuestro ser, mientras esperamos a Jesús que ya ha venido a traer
salvación al mundo, el Mesías prometido, nacido en Belén de la Virgen María. La
liturgia de la Palabra nos ofrece el contexto adecuado para comprender y vivir
esta alegría. Isaías habla de desierto, de tierra árida, de estepa, (cfr
35,1); el profeta tiene ante sí manos débiles, rodillas tambaleantes, corazones
perdidos, ciegos, sordos y mudos (cfr vv. 3-6). Es el cuadro de una
situación de desolación, de un destino inexorable sin Dios.
Pero finalmente la salvación es anunciada: “¡Sean fuertes,
no teman!, dice el Profeta. Ahí está su Dios! ¡Él mismo viene a salvarlos!”
(cfr Is 35,4). E inmediatamente todo se transforma: el desierto florece, la
consolación y la alegría invaden los corazones (cfr vv. 5-6). Estos signos
anunciados por Isaías como reveladores de la salvación ya presente, se realizan
en Jesús. Él mismo afirma respondiendo a los mensajeros enviados por Juan
Bautista. ¿Qué dice Jesús a estos mensajeros?: “Los ciegos ven y los
paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los
muertos resucitan” (Mt 11,5). No son palabras, son hechos que
demuestran cómo la salvación, traída por Jesús, aferra todo el ser humano y lo
regenera. Dios ha entrado en la historia para liberarnos de la esclavitud del
pecado, ha puesto su tienda en medio de nosotros para compartir nuestra
existencia, curar nuestras llagas, vendar nuestras heridas y donarnos la vida
nueva. La alegría es el fruto de esta intervención de salvación y de amor de
Dios.
Estamos llamados a dejarnos involucrar por el sentimiento de
júbilo: este júbilo, esta alegría. Pero un cristiano que no es alegre… algo le
falta a este cristiano, ¡o no es cristiano! La alegría del corazón, la
alegría dentro que nos lleva adelante y nos da el coraje. El Señor viene,
viene a nuestra vida como liberador, viene a liberarnos de todas las
esclavitudes interiores y externas. Es Él que nos indica el camino de la
fidelidad, de la paciencia y de la perseverancia porque, a su regreso, nuestra
alegría será plena. La Navidad está cerca, los signos de su aproximación son
evidentes por nuestras calles y en nuestras casas; también aquí en la Plaza ha
sido puesto el Pesebre con el árbol al lado. Estos signos externos nos invitan
a recibir al Señor que siempre viene y llama a nuestra puerta, llama a nuestro
corazón: para acercarse a nosotros. Nos invitan a reconocer sus pasos entre
aquellos de los hermanos que nos pasan al lado, especialmente los más débiles y
necesitados.
Hoy estamos invitados a alegrarnos por la venida inminente de
nuestro Redentor, y estamos llamados a compartir esta alegría con los
demás, donando consuelo y esperanza a los pobres, a los enfermos, a las
personas solas e infelices. La Virgen María, la “sierva del Señor”, nos
ayude a escuchar la voz de Dios en la oración y a servirlo con compasión en los
hermanos, para llegar listos a la cita con la Navidad, preparando nuestro
corazón a recibir a Jesús.
Fuente: Radio vaticano
Fuente: Radio vaticano
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