TEXTO
Y AUDIO COMPLETO DE LA HOMILÍA DE PAPA FRANCISCO EN LA MISA DE NOCHE BUENA
«Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la
salvación para todos los hombres» (Tt 2,11). Las palabras del apóstol Pablo
manifiestan el misterio de esta noche santa: ha aparecido la gracia de Dios, su
regalo gratuito; en el Niño que se nos ha dado se hace concreto el amor de Dios
para con nosotros.
Es una noche de gloria, esa gloria proclamada por
los ángeles en Belén y también por nosotros hoy en todo el mundo. Es una noche
de alegría, porque desde hoy y para siempre Dios, el Eterno, el Infinito, es
Dios con nosotros: no está lejos, no debemos buscarlo en las órbitas celestes o
en una idea mística; es cercano, se ha hecho hombre y no se cansará jamás de
nuestra humanidad, que ha hecho suya. Es una noche de luz: esa luz que, según
la profecía de Isaías (cf. 9,1), iluminará a quien camina en tierras de
tiniebla, ha aparecido y ha envuelto a los pastores de Belén (cf. Lc 2,9).
Los pastores descubren sencillamente que «un niño
nos ha nacido» (Is 9,5) y comprenden que toda esta gloria, toda esta alegría,
toda esta luz se concentra en un único punto, en ese signo que el ángel les ha
indicado: «Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre»
(Lc 2,12). Este es el signo de siempre para encontrar a Jesús. No sólo
entonces, sino también hoy. Si queremos celebrar la verdadera Navidad, contemplemos
este signo: la sencillez frágil de un niño recién nacido, la dulzura al verlo
recostado, la ternura de los pañales que lo cubren. Allí está Dios.
Con este signo, el Evangelio nos revela una
paradoja: habla del emperador, del gobernador, de los grandes de aquel tiempo,
pero Dios no se hace presente allí; no aparece en la sala noble de un palacio
real, sino en la pobreza de un establo; no en los fastos de la apariencia, sino
en la sencillez de la vida; no en el poder, sino en una pequeñez que sorprende.
Y para encontrarlo hay que ir allí, donde él está: es necesario reclinarse,
abajarse, hacerse pequeño. El Niño que nace nos interpela: nos llama a dejar
los engaños de lo efímero para ir a lo esencial, a renunciar a nuestras
pretensiones insaciables, a abandonar las insatisfacciones permanentes y la
tristeza ante cualquier cosa que siempre nos faltará. Nos hará bien dejar estas
cosas para encontrar de nuevo en la sencillez del Niño Dios la paz, la alegría,
el sentido de la vida.
Dejémonos interpelar por el Niño en el pesebre, pero
dejémonos interpelar también por los niños que, hoy, no están recostados en una
cuna ni acariciados por el afecto de una madre ni de un padre, sino que yacen
en los escuálidos «pesebres donde se devora su dignidad»: en el refugio subterráneo
para escapar de los bombardeos, sobre las aceras de una gran ciudad, en el
fondo de una barcaza repleta de emigrantes. Dejémonos interpelar por los niños
a los que no se les deja nacer, por los que lloran porque nadie les sacia su
hambre, por los que no tienen en sus manos juguetes, sino armas.
El misterio de la Navidad, que es luz y alegría,
interpela y golpea, porque es al mismo tiempo un misterio de esperanza y de
tristeza. Lleva consigo un sabor de tristeza, porque el amor no ha sido
acogido, la vida es descartada. Así sucedió a José y a María, que encontraron
las puertas cerradas y pusieron a Jesús en un pesebre, «porque no tenían [para
ellos] sitio en la posada» (v. 7): Jesús nace rechazado por algunos y en la
indiferencia de la mayoría. También hoy puede darse la misma indiferencia,
cuando Navidad es una fiesta donde los protagonistas somos nosotros en vez de
él; cuando las luces del comercio arrinconan en la sombra la luz de Dios;
cuando nos afanamos por los regalos y permanecemos insensibles ante quien está
marginado.
Pero la Navidad tiene sobre todo un sabor de
esperanza porque, a pesar de nuestras tinieblas, la luz de Dios resplandece. Su
luz suave no da miedo; Dios, enamorado de nosotros, nos atrae con su ternura,
naciendo pobre y frágil en medio de nosotros, como uno más. Nace en Belén, que
significa «casa del pan». Parece que nos quiere decir que nace como pan para
nosotros; viene a la vida para darnos su vida; viene a nuestro mundo para
traernos su amor. No viene a devorar y a mandar, sino a nutrir y servir. De
este modo hay una línea directa que une el pesebre y la cruz, donde Jesús será
pan partido: es la línea directa del amor que se da y nos salva, que da luz a
nuestra vida, paz a nuestros corazones.
Lo entendieron, en esa noche, los pastores, que
estaban entre los marginados de entonces. Pero ninguno está marginado a los
ojos de Dios y fueron justamente ellos los invitados a la Navidad. Quien estaba
seguro de sí mismo, autosuficiente se quedó en casa entre sus cosas; los
pastores en cambio «fueron corriendo de prisa» (cf. Lc 2,16). También nosotros
dejémonos interpelar y convocar en esta noche por Jesús, vayamos a él con
confianza, desde aquello en lo que nos sentimos marginados, desde nuestros
límites. Dejémonos tocar por la ternura que salva. Acerquémonos a Dios que se
hace cercano, detengámonos a mirar el belén, imaginemos el nacimiento de Jesús:
la luz y la paz, la pobreza absoluta y el rechazo. Entremos en la verdadera
Navidad con los pastores, llevemos a Jesús lo que somos, nuestras
marginaciones, nuestras heridas no curadas. Así, en Jesús, saborearemos el
verdadero espíritu de Navidad: la belleza de ser amados por Dios. Con María y
José quedémonos ante el pesebre, ante Jesús que nace como pan para mi vida.
Contemplando su amor humilde e infinito, digámosle gracias: gracias, porque has
hecho todo esto por mí.
(Jesuita Guillermo Ortiz - RADIO VATICANA)
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