Texto y Audio completo del discurso del Papa Francisco
Beatitudes,
queridos hermanos y hermanas:
Al Salamò Alaikum! / La paz esté
con ustedes.
«Este es el día en que actuó el
Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo. Cristo ha vencido para siempre la
muerte. Gocemos y alegrémonos en él».
Me siento muy feliz de estar con
ustedes en este lugar donde se forman los sacerdotes, y que simboliza el
corazón de la Iglesia Católica en Egipto. Con alegría saludo en ustedes,
sacerdotes, consagrados y consagradas de la pequeña grey católica de Egipto, a
la «levadura» que Dios prepara para esta bendita Tierra, para que, junto con nuestros
hermanos ortodoxos, crezca en ella su Reino (cf. Mt 13,13).
Deseo, en primer lugar, darles las
gracias por su testimonio y por todo el bien que hacen cada día, trabajando en
medio de numerosos retos y, a menudo, con pocos consuelos. Deseo también animarlos.
No tengan miedo al peso de cada día, al peso de las circunstancias difíciles
por las que algunos de ustedes tienen que atravesar. Nosotros veneramos la
Santa Cruz, que es signo e instrumento de nuestra salvación. Quien huye de la
Cruz, escapa de la resurrección. «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro
Padre ha tenido a bien darles el reino» (Lc 12,32).
Se trata, por tanto, de creer, de
dar testimonio de la verdad, de sembrar y cultivar sin esperar ver la cosecha.
De hecho, nosotros cosechamos los frutos que han sembrado muchos otros
hermanos, consagrados y no consagrados, que han trabajado generosamente en la
viña del Señor. Su historia está llena de ellos.
En medio de tantos motivos para
desanimarse, de numerosos profetas de destrucción y de condena, de tantas voces
negativas y desesperadas, sean una fuerza positiva, sean la luz y la sal de
esta sociedad, la locomotora que empuja el tren hacia adelante, llevándolo
hacia la meta, sed sembradores de esperanza, constructores de puentes y
artífices de diálogo y de concordia.
Todo esto será posible si la
persona consagrada no cede a las tentaciones que encuentra cada día en su
camino. Me gustaría destacar algunas significativas. Ustedes las conocen porque
estas tenciones han sido bien descritas por los primeros monjes en Egipto.
1- La tentación de dejarse arrastrar y no guiar. El Buen Pastor tiene el deber
de guiar a su grey (cf. Jn 10,3-4), de conducirla hacia verdes prados y a las
fuentes de agua (cf. Sal 23). No puede dejarse arrastrar por la desilusión y el
pesimismo: «Pero, ¿qué puedo hacer yo?». Está siempre lleno de iniciativas y
creatividad, como una fuente que sigue brotando incluso cuando está seca. Sabe
dar siempre una caricia de consuelo, aun cuando su corazón está roto. Saber ser
padre cuando los hijos lo tratan con gratitud, pero sobre todo cuando no son
agradecidos (cf. Lc 15,11-32). Nuestra fidelidad al Señor no puede depender
nunca de la gratitud humana: «Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará»
(Mt 6,4.6.18).
2- La tentación de quejarse continuamente. Es fácil culpar siempre a los
demás: por las carencias de los superiores, las condiciones eclesiásticas o
sociales, por las pocas posibilidades. Sin embargo, el consagrado es aquel que
con la unción del Espíritu transforma cada obstáculo en una oportunidad, y no
cada dificultad en una excusa. Quien anda siempre quejándose en realidad no
quiere trabajar. Por eso el Señor, dirigiéndose a los pastores, dice:
«fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes» (Hb 12,12;
cf. Is 35,3).
3- La tentación de la murmuración y de la envidia. ¡Esta es fea eh! El peligro es
grave cuando el consagrado, en lugar de ayudar a los pequeños a crecer y de
regocijarse con el éxito de sus hermanos y hermanas, se deja dominar por la
envidia y se convierte en uno que hiere a los demás con la murmuración. Cuando,
en lugar de esforzarse en crecer, se pone a destruir a los que están creciendo,
y cuando en lugar de seguir los buenos ejemplos, los juzga y les quita su
valor. La envidia es un cáncer que destruye en poco tiempo cualquier organismo:
«Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no
puede subsistir» (Mc 3,24-25). De hecho, «por envidia del diablo entró la
muerte en el mundo» (Sb 2,24). Y la murmuración es el instrumento y el arma.
4- La tentación de compararse con los demás. La riqueza se encuentra en la
diversidad y en la unicidad de cada uno de nosotros. Compararnos con los que
están mejor nos lleva con frecuencia a caer en el resentimiento, compararnos
con los que están peor, nos lleva, a menudo, a caer en la soberbia y en la
pereza. Quien tiende siempre a compararse con los demás termina paralizado.
Aprendamos de los santos Pedro y Pablo a vivir la diversidad de caracteres,
carismas y opiniones en la escucha y docilidad al Espíritu Santo.
5- La tentación del «faraonismo», ¡Estamos en Egipto!... es decir, de
endurecer el corazón y cerrarlo al Señor y a los demás. Es la tentación de
sentirse por encima de los demás y de someterlos por vanagloria, de tener la
presunción de dejarse servir en lugar de servir. Es una tentación común que
aparece desde el comienzo entre los discípulos, los cuales —dice el Evangelio—
«por el camino habían discutido quién era el más importante» (Mc 9,34). El
antídoto a este veneno es: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de
todos y el servidor de todos» (Mc 9,35).
6- La tentación del individualismo. Como dice el conocido dicho
egipcio: «Después de mí, el diluvio». Es la tentación de los egoístas que por
el camino pierden la meta y, en vez de pensar en los demás, piensan sólo en sí
mismos, sin experimentar ningún tipo de vergüenza, más bien al contrario, se
justifican. La Iglesia es la comunidad de los fieles, el cuerpo de Cristo,
donde la salvación de un miembro está vinculada a la santidad de todos (cf. 1Co
12,12-27; Lumen gentium, 7). El individualista es, en cambio, motivo de
escándalo y de conflicto.
7- La tentación del caminar sin rumbo y sin meta. El consagrado pierde su identidad
y acaba por no ser «ni carne ni pescado». Vive con el corazón dividido entre
Dios y la mundanidad. Olvida su primer amor (cf. Ap 2,4). En realidad, el
consagrado, si no tiene una clara y sólida identidad, camina sin rumbo y, en
lugar de guiar a los demás, los dispersa. Vuestra identidad como hijos de la
Iglesia es la de ser coptos —es decir, arraigados en vuestras nobles y antiguas
raíces— y ser católicos —es decir, parte de la Iglesia una y universal—: como
un árbol que cuanto más enraizado está en la tierra, más alto crece hacia el
cielo.
Queridos consagrados, hacer frente
a estas tentaciones no es fácil, pero es posible si estamos injertados en
Jesús: «Permanezcan en mí, y yo en ustedes. Como el sarmiento no puede dar fruto
por sí, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí»
(Jn 15,4). Cuanto más enraizados estemos en Cristo, más vivos y fecundos
seremos. Así el consagrado conservará la maravilla, la pasión del primer
encuentro, la atracción y la gratitud en su vida con Dios y en su misión. La
calidad de nuestra consagración depende de cómo sea nuestra vida espiritual.
Egipto ha contribuido a enriquecer
a la Iglesia con el inestimable tesoro de la vida monástica. Los exhorto, por
tanto, a sacar provecho del ejemplo de san Pablo el eremita, de san Antonio
Abad, de los santos Padres del desierto y de los numerosos monjes que con su
vida y ejemplo han abierto las puertas del cielo a muchos hermanos y hermanas;
de este modo, también ustedes serán sal y luz, es decir, motivo de salvación
para ustedes mismos y para todos los demás, creyentes y no creyentes y,
especialmente, para los últimos, los necesitados, los abandonados y los
descartados.
Que la Sagrada Familia los proteja
y los bendiga a todos, a su País y a todos sus habitantes. Desde el fondo de mi
corazón deseo a cada uno de ustedes lo mejor, y a través de ustedes saludo a
los fieles que Dios ha confiado a su cuidado. Que el Señor les conceda los
frutos de su Espíritu Santo: «Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad,
bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5,22-23).