Texto completo de la catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
El domingo pasado hemos hecho
memoria del ingreso de Jesús en Jerusalén, entre las aclamaciones festivas de
los discípulos y de mucha gente. Esa gente ponía en Jesús muchas esperanzas:
muchos esperaban de Él milagros y grandes signos, manifestaciones de poder e
incluso la liberación de los enemigos dominantes. ¿Quién de ellos habría
imaginado que dentro de poco Jesús habría sido en cambio humillado, condenado y
asesinado en la cruz? Las esperanzas terrenas de esa gente se derrumbaron
delante de la cruz. Pero nosotros creemos que justamente en el Crucificado
nuestra esperanza ha renacido. Las esperanzas terrenas caen ante la cruz, pero
renacen esperanzas nuevas, aquellas esperanzas que duran por siempre. Es una
esperanza diversa esta que nace de la cruz. Es una esperanza diversa de
aquellas que se derrumban, de aquellas del mundo. Pero ¿De qué esperanza se
trata, esta esperanza que nace de la cruz?
Nos puede ayudar a entenderlo lo
que dice Jesús justamente después de haber entrado a Jerusalén: «Les aseguro
que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si
muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Tratemos de pensar en un grano o en una
pequeña semilla, que cae en el terreno. Si permanece cerrado en sí mismo, no
sucede nada; si en cambio se fracciona, se abre, entonces da vida a una espiga,
a un retoño, y después a una planta y una planta que dará fruto.
Jesús ha traído al mundo una
esperanza nueva y lo ha hecho a la manera de la semilla: se ha hecho pequeño,
pequeño, pequeño como un grano de trigo; ha dejado su gloria celestial para
venir entre nosotros: ha “caído en la tierra”. Pero todavía no era suficiente.
Para dar fruto, Jesús ha vivido el amor hasta el extremo, dejándose fragmentar
por la muerte como una semilla se deja fragmentar bajo la tierra. Justamente
ahí, en el punto extremo de su anonadamiento – que es también el punto más alto
del amor – ha germinado la esperanza. Si alguno de ustedes me pregunta: ¿Cómo
nace la esperanza? Yo respondo: “De la cruz. Mira la cruz, mira al Cristo
Crucificado y de ahí te llegará la esperanza que no desaparece jamás, aquella
que dura hasta la vida eterna. Y esta esperanza ha germinado justamente por la
fuerza del amor: porque el amor que «todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor
13,7), el amor que es la vida de Dios ha renovado todo lo que ha alcanzado.
Así, en la Pascua, Jesús ha transformado, tomándolo en sí, nuestro pecado en
perdón. Pero escuchen bien como es la transformación que hace la Pascua: Jesús
ha transformado nuestro pecado en perdón, nuestra muerte en resurrección,
nuestro miedo en confianza. Es por esto, que en la cruz, ha nacido y renace
siempre nuestra esperanza; es por esto que con Jesús toda nuestra oscuridad
puede ser transformada en luz, toda derrota en victoria, toda desilusión en
esperanza. Toda: sí, toda. La esperanza supera todo, porque nace del amor de
Jesús que se ha hecho como el grano de trigo caído en la tierra y ha muerto
para dar vida y de esa vida llena de amor viene la esperanza.
Cuando elegimos la esperanza de
Jesús, poco a poco descubrimos que el modo de vivir vencedor es aquel de la
semilla, aquel del amor humilde. No hay otra vía para vencer el mal y dar
esperanza al mundo. Pero ustedes pueden decirme: “No, es una lógica equivocada”.
Parecería así, que es una lógica frustrada, porque quien ama pierde poder. ¿Han
pensado en esto? Quien ama pierde poder, quien dona, se despoja de algo y amar
es un don. En realidad la lógica de la semilla que muere, del amor humilde, es
la vía de Dios, y sólo esta da fruto. Lo vemos también en nosotros: poseer
impulsa siempre a querer algo más: he obtenido una cosa para mí y enseguida
quiero otra más grande, y así, no estoy jamás satisfecho. Es una sed terrible,
¿eh? Cuanto más tengo, más quiero. Es feo. Quien es ávido no se sacia jamás. Y
Jesús lo dice de modo claro: «El que ama su vida, la perderá» (Jn 12,25). Tú
eres codicioso, amas tener tantas cosas, pero perderás todo, también la vida,
es decir: quien ama lo propio y vive por sus intereses se hincha sólo de sí y
pierde. En cambio, quien acepta, es disponible y sirve, vive según el modo de
Dios: entonces es vencedor, salva a sí mismo y a los demás; se convierte en
semilla de esperanza para el mundo. Pero es bello ayudar a los demás, servir a
los demás. Tal vez, nos cansaremos, ¿eh? La vida es así, pero el corazón se
llena de alegría y de esperanza. Y esto es el amor y la esperanza juntos:
servir, dar.
Claro, este amor verdadero pasa a
través de la cruz, el sacrificio, como para Jesús. La cruz es el paso
obligatorio, pero no es la meta, es un paso: la meta es la gloria, como nos
muestra la Pascua. Y aquí nos ayuda otra imagen bellísima, que Jesús ha dejado
a los discípulos durante la Última Cena. Dice: «La mujer, cuando va a dar a
luz, siente angustia porque le llegó la hora; pero cuando nace el niño, se
olvida de su dolor, por la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al
mundo» (Jn 16,21). Es esto: donar la vida, no poseerla. Y esto es aquello que
hacen las mamás: dan otra vida, sufren, pero luego son felices, gozosas porque
han dado otra vida. Da alegría; el amor da a la luz la vida y da incluso
sentido al dolor. El amor es el motor que hace ir adelante nuestra esperanza.
Lo repito: el amor es el motor que hace ir adelante nuestra esperanza. Y cada
uno de nosotros puede preguntarse: ¿Amo? ¿He aprendido a amar? ¿Aprendo todos
los días a amar más?, porque el amor es el motor que hace ir adelante nuestra
esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, en
estos días, días de amor, dejémonos envolver por el misterio de Jesús que, como
un grano de trigo, muriendo nos dona la vida. Es Él la semilla de nuestra
esperanza. Contemplemos al Crucificado, fuente de esperanza. Poco a poco
entenderemos que esperar con Jesús es aprender a ver ya desde ahora la planta
en la semilla, la Pascua en la cruz, la vida en la muerte. Pero yo quisiera
darles una tarea para la casa. A todos nos hará bien detenernos ante el
Crucificado – todos ustedes tienen uno en casa – mirarlo y decirle: “Contigo
nada está perdido. Contigo puedo siempre esperar. Tú eres mi esperanza”.
Imaginando ahora al Crucificado y todos juntos decimos a Jesús Crucificado,
tres veces: “Tú eres mi esperanza”. Todos: “Tú eres mi esperanza”. Más fuerte:
“Tú eres mi esperanza”. Más fuerte: “Tú eres mi esperanza”. Gracias.
(Traducción del italiano, Renato
Martinez – Radio Vaticano)
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