Texto completo de la homilía del Papa
«En la madrugada del sábado,
al alborear el primer día de la semana, fueron María la Magdalena y la otra
María a ver el sepulcro» (Mt 28,1). Podemos imaginar esos pasos…, el típico
paso de quien va al cementerio, paso cansado de confusión, paso debilitado de
quien no se convence de que todo haya terminado de esa forma… Podemos imaginar
sus rostros pálidos… bañados por las lágrimas y la pregunta, ¿cómo puede ser
que el Amor esté muerto?
A diferencia de los
discípulos, ellas están ahí —como también acompañaron el último respiro de su
Maestro en la cruz y luego a José de Arimatea a darle sepultura—; dos mujeres
capaces de no evadirse, capaces de aguantar, de asumir la vida como se presenta
y de resistir el sabor amargo de las injusticias. Y allí están, frente al
sepulcro, entre el dolor y la incapacidad de resignarse, de aceptar que todo
siempre tenga que terminar igual.
Y si hacemos un esfuerzo con
nuestra imaginación, en el rostro de estas mujeres podemos encontrar los
rostros de tantas madres y abuelas, el rostro de niños y jóvenes que resisten
el peso y el dolor de tanta injusticia inhumana. Vemos reflejados en ellas el
rostro de todos aquellos que caminando por la ciudad sienten el dolor de la
miseria, el dolor por la explotación y la trata. En ellas también vemos el
rostro de aquellos que sufren el desprecio por ser inmigrantes, huérfanos de
tierra, de casa, de familia; el rostro de aquellos que su mirada revela soledad
y abandono por tener las manos demasiado arrugadas. Ellas son el rostro de
mujeres, madres que lloran por ver cómo la vida de sus hijos queda sepultada
bajo el peso de la corrupción, que quita derechos y rompe tantos anhelos, bajo
el egoísmo cotidiano que crucifica y sepulta la esperanza de muchos, bajo la
burocracia paralizante y estéril que no permite que las cosas cambien. Ellas,
en su dolor, son el rostro de todos aquellos que, caminando por la ciudad, ven
crucificada la dignidad.
En el rostro de estas
mujeres, están muchos rostros, quizás encontramos tu rostro y el mío. Como
ellas, podemos sentir el impulso a caminar, a no conformarnos con que las cosas
tengan que terminar así. Es verdad, llevamos dentro una promesa y la certeza de
la fidelidad de Dios. Pero también nuestros rostros hablan de heridas, hablan
de tantas infidelidades, personales y ajenas, hablan de nuestros intentos y
luchas fallidas. Nuestro corazón sabe que las cosas pueden ser diferentes pero,
casi sin darnos cuenta, podemos acostumbrarnos a convivir con el sepulcro, a
convivir con la frustración. Más aún, podemos llegar a convencernos de que esa
es la ley de la vida, anestesiándonos con desahogos que lo único que logran es
apagar la esperanza que Dios puso en nuestras manos. Así son, tantas veces,
nuestros pasos, así es nuestro andar, como el de estas mujeres, un andar entre
el anhelo de Dios y una triste resignación. No sólo muere el Maestro, con él
muere nuestra esperanza.
«De pronto tembló
fuertemente la tierra» (Mt 28,2). De pronto, estas mujeres recibieron una
sacudida, algo y alguien les movió el suelo. Alguien, una vez más salió, a su
encuentro a decirles: «No teman», pero esta vez añadiendo: «Ha resucitado como
lo había dicho» (Mt 28,6). Y tal es el anuncio que generación tras generación
esta noche santa nos regala: No temamos hermanos, ha resucitado como lo había
dicho. «La vida arrancada, destruida, aniquilada en la cruz ha despertado y
vuelve a latir de nuevo» (cfr R. GUARDINI, El Señor). El latir del Resucitado
se nos ofrece como don, como regalo, como horizonte. El latir del Resucitado es
lo que se nos ha regalado, y se nos quiere seguir regalando como fuerza
transformadora, como fermento de nueva humanidad. Con la Resurrección, Cristo
no ha movido solamente la piedra del sepulcro, sino que quiere también hacer
saltar todas las barreras que nos encierran en nuestros estériles pesimismos,
en nuestros calculados mundos conceptuales que nos alejan de la vida, en nuestras
obsesionadas búsquedas de seguridad y en desmedidas ambiciones capaces de jugar
con la dignidad ajena.
Cuando el Sumo Sacerdote y
los líderes religiosos en complicidad con los romanos habían creído que podían
calcularlo todo, cuando habían creído que la última palabra estaba dicha y que
les correspondía a ellos establecerla, Dios irrumpe para trastocar todos los
criterios y ofrecer así una nueva posibilidad. Dios, una vez más, sale a
nuestro encuentro para establecer y consolidar un nuevo tiempo, el tiempo de la
misericordia. Esta es la promesa reservada desde siempre, esta es la sorpresa
de Dios para su pueblo fiel: alégrate porque tu vida esconde un germen de
resurrección, una oferta de vida esperando despertar.
Y eso es lo que esta noche
nos invita a anunciar: el latir del Resucitado, Cristo Vive. Y eso cambió el
paso de María Magdalena y la otra María, eso es lo que las hace alejarse
rápidamente y correr a dar la noticia (cf. Mt 28,8). Eso es lo que las hace
volver sobre sus pasos y sobre sus miradas. Vuelven a la ciudad a encontrarse
con los otros.
Así como ingresamos con
ellas al sepulcro, los invito a que vayamos con ellas, que volvamos a la
ciudad, que volvamos sobre nuestros pasos, sobre nuestras miradas. Vayamos con
ellas a anunciar la noticia, vayamos… a todos esos lugares donde parece que el
sepulcro ha tenido la última palabra, y donde parece que la muerte ha sido la
única solución. Vayamos a anunciar, a compartir, a descubrir que es cierto: el
Señor está Vivo. Vivo y queriendo resucitar en tantos rostros que han sepultado
la esperanza, que han sepultado los sueños, que han sepultado la dignidad. Y si
no somos capaces de dejar que el Espíritu nos conduzca por este camino,
entonces no somos cristianos.
Vayamos y dejémonos
sorprender por este amanecer diferente, dejémonos sorprender por la novedad que
sólo Cristo puede dar. Dejemos que su ternura y amor nos muevan el suelo,
dejemos que su latir transforme nuestro débil palpitar.
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