Texto
completo del discurso del Papa Francisco
Señor
Presidente,
Distinguidos Miembros del Gobierno y del Parlamento,
Ilustres Embajadores y miembros del Cuerpo Diplomático,
Señoras y señores:
Al Salamò Alaikum / La paz esté con vosotros.
Le agradezco, Señor Presidente, sus cordiales palabras de
bienvenida y la invitación que gentilmente me hizo para visitar su querido
País. Conservo vivo el recuerdo de su visita a Roma, en noviembre de 2014, y
también del encuentro fraterno con Su Santidad Papa Tawadros II, en 2013, así
como la del año pasado con el Gran Imán de la Universidad Al-Azhar, Dr. Ahmad
Al-Tayyib.
Me es grato encontrarme en Egipto, tierra de antiquísima y
noble civilización, cuyas huellas podemos admirar todavía hoy y que, en su
majestuosidad, parecen querer desafiar al tiempo. Esta tierra representa mucho
para la historia de la humanidad y para la Tradición de la Iglesia, no sólo por
su prestigioso pasado histórico —de los faraones, copto y musulmán—, sino
también porque muchos Patriarcas vivieron en Egipto o lo recorrieron. En
efecto, la Sagrada Escritura lo menciona así muchas veces. En esta tierra, Dios
se hizo sentir, «reveló su nombre a Moisés»,[1] y sobre el monte Sinaí dio a su
pueblo y a la humanidad los Mandamientos divinos. En tierra egipcia, encontró
refugio y hospitalidad la Sagrada Familia: Jesús, María y José.
La hospitalidad, ofrecida con generosidad hace más de dos mil
años, permanece en la memoria colectiva de la humanidad y es fuente de
abundantes bendiciones que aún se siguen derramando. Egipto es una tierra que,
en cierto modo, percibimos como nuestra. Como decís: «Misr um al dugna /Egipto
es la madre del universo». También hoy encuentran aquí acogida millones de
refugiados que proceden de diferentes países, como Sudán, Eritrea, Siria e
Irak, refugiados a los que se busca integrar con encomiable tesón en la
sociedad egipcia.
Egipto, a causa de su historia y de su concreta posición
geográfica, ocupa un rol insustituible en Oriente Medio y en el contexto de los
países que buscan soluciones a esos problemas difíciles y complejos, que han de
ser afrontados ahora para evitar que deriven en una violencia aún más grave. Me
refiero a la violencia ciega e inhumana causada por diferentes factores: el
deseo obtuso de poder, el comercio de armas, los graves problemas sociales y el
extremismo religioso que utiliza el Santo Nombre de Dios para cometer inauditas
masacres e injusticias.
Este destino y esta tarea de Egipto constituyen también el
motivo que ha animado al pueblo a pedir un Egipto donde no falte a nadie el
pan, la libertad y la justicia social. Ciertamente este objetivo se hará una
realidad si todos juntos tienen la voluntad de transformar las palabras en
acciones, las valiosas aspiraciones en compromiso, las leyes escritas en leyes
aplicadas, valorizando la genialidad innata de este pueblo.
Egipto tiene una tarea particular: reforzar y consolidar
también la paz regional, a pesar de que haya sido herido en su propio suelo por
una violencia ciega. Dicha violencia hace sufrir injustamente a muchas familias
—algunas de ellas aquí presentes— que lloran por sus hijos e hijas.
Pienso de modo particular en todas las personas que, en los
últimos años, han entregado la vida para proteger su patria: los jóvenes, los
miembros de las fuerzas armadas y de la policía, los ciudadanos coptos y todos
los desconocidos, caídos a causa de las distintas acciones terroristas. Pienso
también en las matanzas y en las amenazas que han provocado un éxodo de
cristianos desde el Sinaí septentrional. Manifiesto mi gratitud a las
Autoridades civiles y religiosas, y a todos los que han acogido y asistido a
estas personas que tanto sufren. Pienso además en los que han sido golpeados
por los atentados en las iglesias Coptas, tanto en diciembre pasado como más
recientemente en Tanta y en Alejandría. A sus familias y a todo Egipto dirijo
mi sentido pésame y mi oración al Señor para que los heridos se restablezcan
con rapidez.
Señor Presidente, ilustres señoras y señores:
No puedo dejar de reconocer la importancia de los esfuerzos
realizados para llevar a cabo numerosos proyectos nacionales, como también por
las muchas iniciativas realizadas en favor de la paz en el País y fuera del
mismo, con vistas a ese ansiado desarrollo, en paz y prosperidad, que el pueblo
anhela y merece.
El desarrollo, la prosperidad y la paz son bienes
irrenunciables por los que vale la pena cualquier sacrificio. Son también metas
que requieren trabajo serio, compromiso seguro, metodología adecuada y, sobre
todo, respeto incondicionado a los derechos inalienables del hombre, como la
igualdad entre todos los ciudadanos, la libertad religiosa y de expresión, sin
distinción alguna.[2] Objetivos que exigen prestar una atención especial al rol
de la mujer, de los jóvenes, de los más pobres y de los enfermos. En realidad,
el verdadero desarrollo se mide por la solicitud hacia el hombre —corazón de
todo desarrollo—, a su educación, a su salud y a su dignidad; de hecho, la
grandeza de cualquier nación se revela en el cuidado con que atiende a los más
débiles de la sociedad: las mujeres, los niños, los ancianos, los enfermos, los
discapacitados, las minorías, para que nadie, ni ningún grupo social, quede
excluido o marginado.
Ante un escenario mundial delicado y complejo, que hace
pensar a lo que he llamado una «guerra mundial por partes», cabe afirmar que no
se puede construir la civilización sin rechazar toda clase de ideología del
mal, de la violencia, así como cualquier interpretación extremista que pretenda
anular al otro y eliminar las diferencias manipulando y profanando el Santo
Nombre de Dios. Usted, Señor Presidente, que ha hablado de esto con claridad
muchas veces y en distintas ocasiones, merece ser escuchado y valorado.
Todos tenemos el deber de enseñar a las nuevas generaciones
que Dios, el Creador del cielo y de la tierra, no necesita ser protegido por
los hombres, sino que es él quien protege a los hombres; él no quiere nunca la
muerte de sus hijos, sino que vivan y sean felices; él no puede ni pide ni
justifica la violencia, sino que la rechaza y la desaprueba.[3] El verdadero
Dios llama al amor sin condiciones, al perdón gratuito, a la misericordia, al
respeto absoluto a cada vida, a la fraternidad entre sus hijos, creyentes y no
creyentes.
Tenemos el deber de afirmar juntos que la historia no perdona
a los que proclaman la justicia y en cambio practican la injusticia; no perdona
a los que hablan de igualdad y desechan a los diferentes. Tenemos el deber de
quitar la máscara a los vendedores de ilusiones sobre el más allá, que predican
el odio para robar a los sencillos su vida y su derecho a vivir con dignidad,
transformándolos en leña para el fuego y privándolos de la capacidad de elegir
con libertad y de creer con responsabilidad. Tenemos el deber de desmontar las
ideas homicidas y las ideologías extremistas, afirmando la incompatibilidad
entre la verdadera fe y la violencia, entre Dios y los actos de muerte.
En cambio, la historia honra a los constructores de paz, que
luchan con valentía y sin violencia por un mundo mejor: «Dichosos los
constructores de paz porque se llamarán hijos de Dios» (Mt 5,9).
Egipto, que en tiempos de José salvó a otros pueblos del
hambre (cf. Gn 47,57), está llamado también hoy a salvar a esta querida región
del hambre de amor y de fraternidad; está llamado a condenar y a derrotar todo
tipo de violencia y de terrorismo; está llamado a sembrar la semilla de la paz
en todos los corazones hambrientos de convivencia pacífica, de trabajo digno,
de educación humana. Egipto, que al mismo tiempo construye la paz y combate el
terrorismo, está llamado a testimoniar que «AL DIN LILLAH WA AL WATàN
LILGIAMIA’/ La fe es para Dios, la Patria es para todos», como dice el lema de
la Revolución del 23 de julio de 1952, demostrando que se puede creer y vivir
en armonía con los demás, compartiendo con ellos los valores humanos
fundamentales y respetando la libertad y la fe de todos.[4] El rol especial de
Egipto es necesario para afirmar que esta región, cuna de tres grandes
religiones, puede —es más— debe salir de la larga noche de tribulaciones para
volver a irradiar los supremos valores de la justicia y de la fraternidad, que
son el fundamento sólido y la vía obligatoria para la paz.[5] De las naciones
que son grandes es justo esperar mucho.
Este año se celebra el 70 aniversario de las relaciones
diplomáticas entre la Santa Sede y la República Árabe de Egipto, que es uno de
los primeros países árabes que estableció dichas relaciones diplomáticas. Estas
siempre se han caracterizado por la amistad, estima y colaboración recíproca.
Deseo que esta visita ayude a consolidarlas y reforzarlas.
La paz es un don de Dios pero es también trabajo del hombre.
Es un bien que hay que construir y proteger, respetando el principio que
afirma: la fuerza de la ley y no la ley de la fuerza.[6] Paz para este amado
País. Paz para toda esta región, de manera particular para Palestina e Israel,
para Siria, Libia, Yemen, Irak, Sudán del Sur; paz para todos los hombres de
buena voluntad.
Señor Presidente, señoras y señores:
Deseo hacer llegar un afectuoso saludo y un paternal abrazo a
todos los ciudadanos egipcios, que están presentes simbólicamente en este
lugar. Saludo además a los hijos y a los hermanos cristianos que viven en este
País: a los coptos ortodoxos, los griegos bizantinos, los armenios ortodoxos,
los protestantes y los católicos. San Marcos, el evangelizador de esta tierra,
os proteja y os ayude a construir y a alcanzar la unidad, tan anhelada por
Nuestro Señor (cf. Jn 17,20-23). Vuestra presencia en esta Patria no es ni
nueva ni casual, sino secular y unida a la historia de Egipto. Sois parte
integral de este País y habéis desarrollado a lo largo de los siglos una
especie de relación única, una particular simbiosis, que puede considerarse
como un ejemplo para las demás naciones. Habéis demostrado, y lo seguís
haciendo, que se puede vivir juntos, en el respeto recíproco y en la
confrontación leal, descubriendo en la diferencia una fuente de riqueza y jamás
una razón para el enfrentamiento.[7]
Gracias por la cálida bienvenida. Pido a Dios Todopoderoso y
Uno para que derrame Su Bendición divina sobre todos los ciudadanos egipcios.
Que conceda a Egipto la paz y la prosperidad, el progreso y la justicia, y que
bendiga a todos sus hijos.
«Bendito mi pueblo, Egipto», dice el Señor en el libro de
Isaías (19,25).
Shukran wa tahìah misr! / Gracias y que viva Egipto.
[1] Juan Pablo II, Discurso en la ceremonia de bienvenida (24
febrero 2000).
[2] Cf. Declaración universal de los derechos del hombre.
Constitución Egipcia 2014, cap. III.
[3] «El Señor [...] odia al que ama la violencia» (Sal 11,5).
[4] Cf. Constitución Egipcia 2014, art. 5.
[5] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2014, 4.
[6] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2017, 1.
[7] Cf. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsin. Ecclesia in Medio
Oriente, 24 y 25.
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