Texto completo de la
homilía del Papa Francisco
Hemos venido como peregrinos a esta Basílica de
San Bartolomé en la Isla Tiberina, donde la historia antigua del martirio se
une a la memoria de los nuevos mártires, de tantos cristianos asesinados por
las desequilibradas ideologías de siglo pasado, y asesinados sólo porque eran
discípulos de Jesús.
El recuerdo de estos heroicos testimonios antiguos y recientes
nos confirma en la conciencia que la Iglesia es una Iglesia de mártires. Y los
mártires son aquellos que, como nos lo ha recordado el Libro del Apocalipsis,
«vienen de la gran tribulación y han lavado sus vestiduras, haciéndolas
cándidas en la sangre del Cordero» (7,17). Ellos han tenido la gracia de confesar a Jesús hasta el final,
hasta la muerte. Ellos sufren, ellos donan la vida, y nosotros recibimos la
bendición de Dios por su testimonio. Y existen también tantos mártires
escondidos, esos hombres y esas mujeres fieles a la fuerza humilde del amor, a
la voz del Espíritu Santo, que en la vida de cada día buscan ayudar a los
hermanos y de amar a Dios sin reservas.
Si miramos bien, la causa de toda persecución es el odio del
príncipe de este mundo hacia cuantos han sido salvados y redimidos por Jesús
con su muerte y con su resurrección. En el pasaje del Evangelio que hemos
escuchado (Cfr. Jn 15,12-19) Jesús usa una palabra fuerte y escandalosa: la
palabra “odio”. Él, que es el maestro del amor, a quien gustaba mucho hablar de
amor, habla de odio. Pero Él quería siempre llamar las cosas por su nombre. Y
nos dice: “No se asusten. El mundo los odiará; pero sepan que antes de ustedes,
me ha odiado a mí”.
Jesús nos ha elegido y nos ha rescatado, por un don gratuito de
su amor. Con su muerte y resurrección nos ha rescatado del poder del mundo,
del poder del diablo, del poder del príncipe de este mundo. Y el origen del
odio es este: porque nosotros hemos sido salvados por Jesús, y el príncipe de
este mundo esto no lo quiere, él nos odia y suscita la persecución, que desde
los tiempos de Jesús y de la Iglesia naciente continúa hasta nuestros días.
¡Cuántas comunidades cristianas hoy son objeto de persecución! ¿Por qué? A
causa del odio del espíritu del mundo.
Cuantas veces, en momentos difíciles de la historia, se ha
escuchado decir: “Hoy la patria necesita héroes”. Los mártires pueden ser
pensados como héroes pero lo fundamental del mártir es que es uno que ha recibido una gracia. Existe
la gracia de Dios, no el coraje, no valentía, ésto es lo que lo hace mártir.
Hoy, del mismo modo, nos podemos preguntar: “¿Qué cosa necesita
hoy la Iglesia?” Mártires, testimonios, es decir, Santos, aquellos de la vida
ordinaria, porque son los Santos los que llevan adelante a la Iglesia. ¡Los
Santos!, sin ellos la Iglesia no puede ir adelante. La Iglesia necesita de los
Santos de todos los días, de la vida ordinaria llevada adelante con coherencia;
pero también de aquellos que tienen la valentía de aceptar la gracia de ser
testigos hasta el final, hasta la muerte. Todos ellos son la sangre
viva de la Iglesia. Son los testimonios que llevan adelante la
Iglesia; aquellos que atestiguan que Jesús ha resucitado, que Jesús está vivo,
y lo testifican con la coherencia de vida y con la fuerza del Espíritu Santo
que han recibido como don.
Yo querría hoy añadir un ícono más en esta Iglesia: una mujer.
No sé su nombre, pero ella nos mira desde el Cielo. Cuando estaba en Lesbos,
saludaba a los refugiados y encontré a un hombre de 30 años con tres niños que
me ha dicho: "Padre yo soy musulmán, pero mi esposa era cristiana. A
nuestro país han venido los terroristas, nos han visto y nos han preguntado
cuál era la religión que practicábamos. Han visto el crucifijo, y nos han
pedido tirarlo al piso. Mi mujer no lo hizo y la han degollado delante de mí.
Nos amábamos mucho".
Este es el ícono que hoy les traigo como regalo aquí. No sé si
este hombre está todavía en Lesbos o ha logrado ir a otra parte. No sé si ha
sido capaz de huír de ese campo de concentración porque los campos de
refugiados... muchos de ellos son campos de concentración, son abandonados ahí,
a los pueblos generosos que los acogen, que tienen que llevar adelante este
peso porque los acuerdos internacionales parecen ser más importantes que los
Derechos Humanos. Y este hombre no tenía rencor. Y él siendo musulmán llevaba
adelante esta cruz sin rencor, se
refugiaba en el amor de su mujer, que ha recibido la gracia del martirio.
Recordar estos testimonios de la fe y orar en este lugar es un
gran don. Es un don para la Comunidad de San Egidio, para la Iglesia de Roma,
para todas las Comunidades cristianas de esta ciudad, y para tantos peregrinos.
La herencia viva de los mártires nos dona hoy a nosotros paz
y unidad. Ellos nos enseñan que, con la fuerza del amor, con la
mansedumbre, se puede luchar contra la prepotencia, la violencia, la guerra y
se puede realizar con paciencia la paz. Y entonces podemos orar así: «Oh Señor,
haznos dignos testimonios del Evangelio y de tu amor; infunde tu misericordia
sobre la humanidad; renueva tu Iglesia, protege a los cristianos perseguidos,
concede pronto la paz al mundo entero. A ti Señor la Gloria y a nosotros la
vergüenza».
(Traducción del Italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
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