Texto completo de la homilía del
Papa Francisco
«El Espíritu del Señor está sobre
mí, porque él me ha ungido para que dé la Buena noticia a los pobres, me ha
enviado a anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner
en libertad a los oprimidos» (Lc 4, 18). El Señor, Ungido por el Espíritu,
lleva la Buena Noticia a los pobres. Todo lo que Jesús anuncia, y también
nosotros, sacerdotes, es Buena Noticia. Alegre con la alegría evangélica: de
quien ha sido ungido en sus pecados con el aceite del perdón y ungido en su
carisma con el aceite de la misión, para ungir a los demás. Y, al igual que
Jesús, el sacerdote hace alegre al anuncio con toda su persona. Cuando predica
la homilía, —breve en lo posible— lo hace con la alegría que traspasa el
corazón de su gente con la Palabra con la que el Señor lo traspasó a él en su
oración. Como todo discípulo misionero, el sacerdote hace alegre el anuncio con
todo su ser. Y, por otra parte, son precisamente los detalles más pequeños —todos
lo hemos experimentado— los que mejor contienen y comunican la alegría: el
detalle del que da un pasito más y hace que la misericordia se desborde en la
tierra de nadie. El detalle del que se anima a concretar y pone día y hora al
encuentro. El detalle del que deja que le usen su tiempo con mansa
disponibilidad…
La Buena Noticia puede parecer una
expresión más, entre otras, para decir «Evangelio»: como buena nueva o feliz
anuncio. Sin embargo, contiene algo que cohesiona en sí todo lo demás: la
alegría del Evangelio. Cohesiona todo porque es alegre en sí mismo.
La Buena Noticia es la perla
preciosa del Evangelio. No es un objeto, es una misión. Lo sabe el que
experimenta «la dulce y confortadora alegría de anunciar» (Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 10).
La Buena Noticia nace de la Unción.
La primera, la «gran unción sacerdotal» de Jesús, es la que hizo el Espíritu
Santo en el seno de María.
En aquellos días, la feliz noticia
de la Anunciación hizo cantar el Magníficat a la Madre Virgen, llenó de santo
silencio el corazón de José, su esposo, e hizo saltar de gozo a Juan en el seno
de su madre Isabel.
Hoy, Jesús regresa a Nazaret, y la
alegría del Espíritu renueva la Unción en la pequeña sinagoga del pueblo: el
Espíritu se posa y se derrama sobre él ungiéndolo con oleo de alegría (cf. Sal
45,8).
La Buena Noticia. Una sola Palabra
—Evangelio— que en el acto de ser anunciado se vuelve alegre y misericordiosa
verdad.
Que nadie intente separar estas
tres gracias del Evangelio: su Verdad —no negociable—, su Misericordia
—incondicional
Nunca la verdad de la Buena Noticia
podrá ser sólo una con todos los pecadores— y su Alegría —íntima e inclusiva—.verdad
abstracta, de esas que no terminan de encarnarse en la vida de las personas
porque se sienten más cómodas en la letra impresa de los libros.
Nunca la misericordia de la Buena
Noticia podrá ser una falsa conmiseración, que deja al pecador en su miseria
porque no le da la mano para ponerse en pie y no lo acompaña a dar un paso
adelante en su compromiso.
Nunca podrá ser triste o neutro el
Anuncio, porque es expresión de una alegría enteramente personal: «La alegría
de un Padre que no quiere que se pierda ninguno de sus pequeñitos» (Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 237). La alegría de Jesús al ver que los pobres son evangelizados
y que los pequeños salen a evangelizar (cf. ibíd., 5).
Las alegrías del Evangelio —lo digo
ahora en plural, porque son muchas y variadas, según el Espíritu tiene a bien
comunicar en cada época, a cada persona en cada cultura particular— son alegrías
especiales. Vienen en odres nuevos, esos de los que habla el Señor para
expresar la novedad de su mensaje. Les comparto, queridos sacerdotes, queridos
hermanos, tres íconos de odres nuevos en los que la Buena Noticia cabe bien, no
se avinagra y se vierte abundantemente.
Un ícono de la Buena Noticia es el
de las tinajas de piedra de las bodas de Caná (cf. Jn 2,6). En un detalle,
espejan bien ese Odre perfecto que es —Ella misma, toda entera— Nuestra Señora,
la Virgen María. Dice el Evangelio que «las llenaron hasta el borde» (Jn 2,7).
Imagino yo que algún sirviente habrá mirado a María para ver si así ya era
suficiente y habrá sido un gesto suyo el que los llevó a echar un balde más.
María es el odre nuevo de la plenitud contagiosa. «Ella es la esclavita del
Padre que se estremece en la alabanza» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286),
Nuestra Señora de la prontitud, la que apenas ha concebido en su seno
inmaculado al Verbo de vida, sale a visitar y a servir a su prima Isabel. Su
plenitud contagiosa nos permite superar la tentación del miedo: ese no
animarnos a ser llenados hasta el borde, esa pusilanimidad de no salir a
contagiar de gozo a los demás. Nada de eso: «La alegría del Evangelio llena el
corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús» (Ibíd., 1)
El segundo ícono de la Buena
Noticia es aquella vasija que —con su cucharón de madera—, al pleno sol del
mediodía, portaba sobre su cabeza la Samaritana. Refleja bien una cuestión
esencial: la de la concreción. El Señor —que es la Fuente de Agua viva— no
tenía «con qué» sacar agua para beber unos sorbos. Y la Samaritana sacó agua de
su vasija con el cucharón y sació la sed del Señor. Y la sació más con la
confesión de sus pecados concretos. Agitando el odre de esa alma samaritana,
desbordante de misericordia, el Espíritu Santo se derramó en todos los paisanos
de aquel pequeño pueblo, que invitaron al Señor a hospedarse entre ellos.
Un odre nuevo con esta concreción
inclusiva nos lo regaló el Señor en el alma samaritana que fue Madre Teresa. Él
llamó y le dijo: «Tengo sed», «pequeña mía, ven, llévame a los agujeros de los
pobres. Ven, sé mi luz. No puedo ir solo. No me conocen, por eso no me quieren.
Llévame hasta ellos». Y ella, comenzando por uno concreto, con su sonrisa y su
modo de tocar con las manos las heridas, llevó la Buena Noticia a todos.
El tercer icono de la Buena Noticia
es el Odre inmenso del Corazón traspasado del Señor: integridad mansa —humilde
y pobre— que atrae a todos hacia sí. De él tenemos que aprender que anunciar
una gran alegría a los muy pobres no puede hacerse sino de modo respetuoso y
humilde hasta la humillación. No puede ser presuntuosa la evangelización. No
puede ser rígida la integridad de la verdad. El Espíritu anuncia y enseña «toda
la verdad» (Jn 16,13) y no teme hacerla beber a sorbos. El Espíritu nos dice en
cada momento lo que tenemos que decir a nuestros adversarios (cf. Mt 10,19) e
ilumina el pasito adelante que podemos dar en ese momento. Esta mansa
integridad da alegría a los pobres, reanima a los pecadores, hace respirar a
los oprimidos por el demonio.
Queridos sacerdotes, que
contemplando y bebiendo de estos tres odres nuevos, la Buena Noticia tenga en
nosotros la plenitud contagiosa que transmite con todo su ser nuestra Señora,
la concreción inclusiva del anuncio de la Samaritana, y la integridad mansa con
que el Espíritu brota y se derrama, incansablemente, del Corazón traspasado de
Jesús nuestro Señor.
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