1. La
vida como éxodo
A lo largo de la historia han existido muchos
términos literarios, poéticos, simbólicos, culturales, religiosos, para
expresar el acontecimiento de la vida. Es el gran teatro del mundo, donde cada
individuo representa un papel; los ríos que van a dar a la mar, como una
corriente impetuosa que a todos nos lleva por delante hacia el morir; la flor
del campo que, a pesar de su belleza, enseguida se marchita; un exilio como
castigo o venganza de los dioses; un laberinto en el que no se encuentra
ninguna salida; un resplandor fugaz en medio de la nada; vanidad de vanidades y
todo vanidad, sin que nada responda a la nostalgia más profunda del ser humano.
Son formas distintas de expresar una misma realidad que nunca se ha
considerado, por la experiencia de todos, como eterna y definitiva.
En la Biblia se emplea con
frecuencia otra expresión, que es aceptable incluso para los que no tenga fe, y
recoge, tal vez mejor que otras, la vivencia humana de lo que supone el
existir. La vida es fundamentalmente un éxodo; alguien que se pone en camino
hacia una meta, sin saber la distancia que resta hasta el final, ni las
sorpresas que se presentarán en el camino, ni el tiempo que queda por delante.
Vivir es una peregrinación continua, en la que no hay posadas que ofrezcan un
descanso definitivo, sino que cada día se toma de nuevo el hatillo sobre el
hombro para cubrir de nuevo otra etapa.
Los psicólogos insisten en que, para la
maduración humana, es imprescindible aceptar la frustración, provocada por el
abandono y la ruptura, que rompen esa especie de omnipotencia infantil que no
permite ningún desengaño. Hasta dentro de una visión agnóstica, sin acudir a
ninguna dimensión trascendente, es la única condición para vivir con serenidad.
*A veces aparece el cansancio de la finitud, que se traduce en el desconsuelo y
zozobra ante la vida; pero es el resultado de una mala educación. Nadie puede
cansarse de vivir si está educado en el amor a lo finito+. Frente al destino
del envejecimiento no cabe tampoco otra alternativa que la de la aceptación
pacífica y serena, o la negativa rebelde de quien, aunque no quiera esa
reconciliación, no tendrá más remedio que soportarla. La reconciliación
suaviza, serena, pacifica, como una terapia espléndida para enfrentarse con una
verdad que no resulta atractiva y seductora.
2. El comienzo de una historia
Pero existe otra perspectiva,
todavía más completa, para acercarse a este mismo fenómeno. Me refiero a la
posibilidad que tiene el creyente de iluminarlo con un enfoque sobrenatural,
que repercute también en su psicología y desborda hacia fuera en la serenidad
de su vida. Nada de lo que hemos dicho hasta ahora pierde su valor, cuando se
penetra en el mundo de la fe. El psiquismo humano funciona de la misma manera,
al margen de las creencias religiosas. Es más, la vejez será más o menos
idéntica, según las condiciones peculiares de cada individuo, sin que la
dimensión religiosa intervenga de forma directa en el desarrollo de este
proceso. Lo que sí posibilita es un nuevo punto de mira que permite contemplar
la misma realidad, con otros matices bastantes diferentes.
El gran mensaje de la revelación -y
el salto más difícil para el que confía en su palabra- es que el amor de Dios
por sus criaturas está presente en toda la biografía del universo. Ya, desde
las primeras páginas del Génesis, se vislumbra el proyecto de Dios sobre la
humanidad. Cuando uno se acerca a estos relatos primitivos, no es para
encontrar en ellos una preocupación científica o histórica, que explique cómo
surgió la vida o cómo se desarrolló todo el proceso hasta la existencia del ser
humano. La Biblia no es un libro científico ni una síntesis histórica, que
responda a nuestras inquietudes actuales para colmar ignorancias o curiosidades
sobre nuestro origen. Sin optar por ninguna hipótesis o teoría, los relatos de
la creación, con la belleza e imágenes de una profunda parábola literaria, desean
comunicar simplemente una verdad teológica. Dios está al comienzo de la
historia más primitiva, con un gesto de cariño creador, para que toda
existencia se remita a Él, como a su fuente primera. Es la fe en un creador que
realiza su obra a través de múltiples mediaciones humanas, sobre las cuales los
científicos podrán discutir.
El creyente solamente añade que,
en la aurora de aquel comienzo, la razón última no fue el simple azar, sino el
amor que quiso poner en movimiento la creación en la que vivimos, y tantos
mundos aún desconocidos sobre los que apenas sabemos nada. Ninguna teoría
científica podrá negar esta creencia que tampoco elimina ni destruye las posibles
hipótesis sobre las que trabaja la ciencia, aunque pueda darle a sus
explicaciones una coherencia mayor. *Al principio creó Dios el cielo y la
tierra+ (Gén 1,1) es la gran verdad que recuerda al creyente sus raíces
religiosas. Es significativo que el relato se escriba en el momento en que
Jerusalén cae en manos de los enemigos, incendian el Templo y muchos judíos son
deportados a Babilonia. En esta situación trágica, cuando la esperanza en las
promesas de Yahvé parecían caer por tierra, se les recuerda que es Dios quien
está al comienzo de su historia, surgida de sus manos poderosas y de su inmenso
corazón.
3. Nada termina con la muerte
Pero la Biblia, ya desde el
mismo Antiguo Testamento, ofrece una dato de mayor interés aún. Nada de lo que
nace en aquella primera aurora de la creación termina con la destrucción de la
muerte -la gran barrera de cualquier utopía humana- ni está destinado al
fracaso definitivo. Es la gran verdad de la revelación, aunque con nuestros
esquemas es imposible imaginarse, por mucha reflexión que se haga sobre los
datos revelados, cómo se realizará semejante transformación.
Hay que reconocer que no tenemos
esquemas adecuados para penetrar en ese misterio. Cuando san Pablo afirma que
por el bautismo hemos sido sepultados en la muerte de Cristo, nos recuerda que
también resucitaremos y viviremos con Él (Rom 6,1-8), pero nadie nos explica
cómo. También Jesús muere sin la experiencia de la resurrección, entregándose
confiado en las manos del Padre. Desde una visión demasiado helenista hemos
pensado siempre en la reanimación milagrosa del cadáver destrozado para unirse
definitivamente con el alma inmortal. La concepción bíblica es mucho más
totalitaria. El término basar no hace referencia exclusiva al cuerpo, sino que
expresa la forma concreta en la que el individuo se relaciona con el contorno
de su existencia. Todo su ser -cuerpo, alma, naturaleza, comunidad- está
implicado en la duración de cada historia personal, pero bajo el signo de la
fragilidad, de la limitación, de la finitud. La salvación ofrecida por Dios no
es un simple arreglo estético de la corporalidad destruida por la muerte, sino
un nuevo estilo de vivir en el que ninguna realidad humana queda condenada a la
destrucción.
Por ello, en las apariciones de
Cristo resucitado se nos manifiestan también las cicatrices de su cuerpo,
testigos de su pasión y dolor, pues nada de su historia permanece en el olvido.
Su vida, rota y destrozada, es acogida por Dios para demostrar que Él tiene la
última y definitiva palabra. Lo que fue cruz seguirá presente, pero ahora
transformado por la gracia de un encuentro que nos recuerda lo que nunca más
volverá a suceder. Es un símbolo espléndido de lo que acontecerá a todos los
que confían en su promesa. Ninguna lágrima será inútil, ninguna cicatriz
volverá a sangrar, ningún recuerdo provocará la tristeza o desesperación. Nada
habremos perdido de nuestra pequeña y limitada historia, pues hasta las huellas
más negras del pasado serán motivo de gozo. Tal vez, cuando Jesús nos invita a
confiar en su providencia, que cuida de las aves del cielo y de los lirios del
campo (Mt 6,25-34), no es una llamada a la ingenuidad, como si todo nos
lloviera pasivamente del cielo. Pide buscar primero el reino de Dios y su
justicia que lo demás, en el mañana, se nos dará por añadidura. Un anuncio de
que, en el más allá, el cariño de Dios hará mucho más con vosotros, cuando la
necesidad e indigencia de cualquier índole sean superadas para siempre. La
belleza de la creación será, entonces, un pálido reflejo de la plenitud que Él
ha destinado a sus criaturas.
4. Un ser para la resurrección
Es comprensible que la persona
mayor mire hacia atrás con un dejo de nostalgia, pues ha tenido que
desprenderse de tantas cosas que ya no podrá recuperar. Me impresionaron las
confesiones de Simone de Beauvoir, cuando al recordar los libros que ha leído,
los lugares visitados, el saber que acumuló, las experiencias tenidas, y hasta
el avellano que, alegre, contempló de muchacha, descubre, llena de
desconcierto, que todo ha sido un engaño, una falsa ilusión, pues, de repente,
ya no queda nada. El creyente verdadero nunca se deja vencer por la añoranza.
Si mira hacia el pasado es sólo por descubrir la huella de Dios en su historia,
pero su vista está fija en el futuro. La fe le ha hecho comprender que ningún
trozo de su biografía podrá perderse. Como si Dios fuera recogiendo todo lo que
nos abandona y perdemos para recuperarlo de nuevo, más allá de nuestra
existencia temporal. No somos tanto un ser para la muerte, como ha insistido la
filosofía existencial, cuando analiza la caducidad de lo humano. Desde la fe
tendríamos que hablar de un ser para la resurrección.
También Jesús sintió el
desconcierto y la sensación del fracaso, hasta entregar su vida en un gesto de
abandono confiado. Y a ese Dios despojado aparentemente de un poder sin
límites, en el fracaso y muerte de Jesús -como en tantos fracasos y muertes
humanas-, la Iglesia lo proclama como pantocrátor, como el que gobierna todo,
como el que tiene al universo en sus manos. Pero su omnipotencia permanece
escondida en el misterio de su amor, mientras caminamos por el mundo. Su fuerza
aparecerá algún día, cuando descubramos que nada escapó a su providencia y que
el triunfo final está asegurado por su promesa inquebrantable. Será el momento
de la consumación definitiva, cuando Él sea todo en todo (cf. 1Cor 15,24-27).
Mientras tanto, nos queda la esperanza. El Dios que acogió el fracaso y la
muerte de Jesús para resucitarlo del sepulcro, nos enseña ya que la cruz no es
su palabra definitiva. Desde ese momento hace posible, aunque no lo
comprendamos fácilmente, que ninguna realidad, por muy negativa que sea,
termina siendo estéril o infecunda.
5. Jesús siembra una nueva esperanza
Es recuperar el sentido de una verdad que
aceptamos en nuestro Credo, cuando se afirma que Cristo descendió a los
infiernos. El sheol era para los judíos el lugar de la muerte, donde no hay
sufrimiento, pero tampoco alegría. Es el lugar del silencio en el que, aunque
no exista castigo, tampoco se da ninguna retribución. El que ha muerto queda
sepultado en la nada, sin ningún otro horizonte que se convierta en castigo o
recompensa. Que Jesús baje hasta ese vacío de la humanidad indica que allí,
donde sólo imperaba la muerte, deposita una semilla de vida y liberación. Su
descenso es un símbolo de que la vuelta al Padre no quiere realizarla en
solitario, sin incluir en su triunfo a todos los que vivían sin esperanza.
Desde entonces, en el corazón del creyente, no deberían de existir rincones
habitados por la tristeza y el desánimo.
La vida, como la vejez y la
muerte, es dura, aunque existan momentos de gozo y alegría que suavizan nuestro
caminar. Incluso, si no se tiene ningún horizonte trascendente y el único
futuro se redujera al silencio eterno de la tumba, la solidaridad altruista no
tendría por qué desaparecer, ni el esfuerzo por una mejora de la sociedad o la
lucha contra toda forma de opresión o injusticia. Valió la pena vivir, cuando
la existencia se entrega al servicio de un mundo mejor, que otros gozarán más
adelante. La fe no elimina este compromiso humano, sino que debería
densificarlo con mayor fuerza y lo abre a otra perspectiva eterna. Basta
recorrer la historia de cualquier ser humano para descubrir las cicatrices que
van quedando grabadas en el corazón, recuerdo de acontecimientos pasados. Para
el agnóstico queda siempre el recurso a la resignación, pero el horizonte del
creyente posibilita una nueva lectura.
6. Ven, Señor Jesús
Frente a ese derrumbamiento
progresivo que la vida nos impone como destino, san Pablo utiliza una metáfora,
henchida de una esperanza y optimismo cristiano. También él afirma que nuestra
vida es una casa que se derrumba y destruye, pero este hecho no es motivo para
la nostalgia y mucho menos para la desesperación. *Porque sabemos que si esta
tienda, que es nuestra morada terrestre, se desvanece, tenemos un edificio que
viene de Dios, una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los
cielos+ (2 Cor 5,1). Morir forma parte de nuestra existencia. El sentido que
revista este acontecimiento depende de la perspectiva con la que cada persona
lo analice: una tragedia que deberá suavizarse lo más posible; un destino que
la naturaleza nos impone a la fuerza y frente al que es inútil luchar; o una
llamada que nos abre a otros horizontes. El gran regalo de la fe nos posibilita
el vivir esta experiencia como un tiempo de espera. A medida que las sombras se
acercan y la vida se extingue, el creyente sabe que Dios está presente en esos
momentos para convertir la noche en una eterna alborada.
Pocas oraciones hay tan llenas
de optimismo y esperanza como la acción de gracias que elevamos a Dios en el
prefacio más antiguo de difuntos: Y así, aunque la certeza de morir nos
entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida
de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma, y al deshacerse
nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo. El
Descanse en paz, que tanto se utiliza en la liturgia, y que permanece grabado
sobre muchas tumbas, en su forma latina abreviada (R.I.P.), no es una frase
vacía para el creyente. Sin negar la dura realidad, la nostalgia no brota por
lo que se va perdiendo, sino que mira ilusionada a lo que está por venir. Y
cuando el corazón se llena de esta esperanza, brota aquella súplica de la
comunidad cristiana primitiva: Ven, Señor Jesús.
Autor: Eduardo López Azpitarte
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