Texto
completo de la catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio que hemos escuchado nos permite descubrir un
aspecto esencial de la misericordia: la limosna. Puede parecer una cosa
sencilla dar limosna, pero debemos estar atentos a no vaciar este gesto del
gran contenido que posee. En efecto, el término “limosna”, deriva del griego y
significa precisamente “misericordia”. La limosna, pues, debería traer consigo
toda la riqueza de la misericordia. Y como la misericordia tiene mil caminos,
mil modalidades, así la limosna se expresa en tantos modos, para aliviar la
dificultad de cuantos se encuentran en necesidad.
El deber de la limosna es antiguo cuánto la Biblia. El
sacrificio y la limosna eran dos deberes de los cuales una persona religiosa
debía cumplir. Existen páginas importantes en el Antiguo Testamento, donde Dios
exige una atención particular por los pobres que, de tanto en tanto, eran los
que no poseían nada, los extranjeros, los huérfanos y las viudas. Y en la
Biblia este es un estribillo continuo, ¿eh?: el necesitado, la viuda, el
extranjero, el forastero, el huérfano. Es un estribillo. Porque Dios quiere que
su pueblo mire a estos hermanos nuestros. Pero, yo diré que están al centro del
mensaje: alabar a Dios con el sacrificio y alabar a Dios con la limosna. Junto
a la obligación de recordarse de ellos, es dada también una indicación
preciosa: «Cuando le des algo, lo harás de buena gana» (Deut 15,10). Esto
significa que la caridad exige, sobre todo, una actitud de alegría interior.
Ofrecer misericordia no puede ser un peso o un fastidio de la cual liberarse a
prisa. Y cuanta gente se justifica por dar, porque no da la limosna diciendo:
“Pero, ¿Cómo será esto? Éste a quien yo daré, irá a comprar vino para
emborracharse”. ¡Pero si él se embriaga, es porque no tiene otro camino! Y tú,
¿qué cosa haces a escondidas, cuando nadie ve? Y tú, ¿eres juez de aquel pobre
hombre que te pide una moneda para un vaso de vino? Me gusta recordar el
episodio del viejo Tobías que, después de haber recibido una gran suma de
dinero, llamó a su hijo y lo instruyó con estas palabras: «A todos los que
practican la justicia. Da la limosna de tus bienes y no lo hagas de mala gana.
No apartes tu rostro del pobre y el Señor no apartará su rostro de ti» (Tob
4,7-8). Son palabras muy sabias que ayudan a entender el valor de la limosna.
Jesús, como hemos escuchado, nos ha dejado una enseñanza
insustituible al respecto. Sobre todo, nos pide no dar limosna para ser
alabados y admirados por los hombres por nuestra generosidad: “Haz de modo que
tu mano derecha no sepa lo que hace tú izquierda”. No es la apariencia la que
cuenta, sino la capacidad de detenerse para mirar en la cara a la persona que
pide ayuda. Cada uno de nosotros puede preguntarse: “¿Yo soy capaz de detenerme
y mirar en la cara, mirar a los ojos, a la persona que me está pidiendo ayuda?
¿Soy capaz? No debemos identificar, pues, la limosna con la simple moneda
ofrecida a prisa, sin mirar a la persona y sin detenerse a hablar para
comprender que cosa tienen verdaderamente necesidad. Al mismo tiempo, debemos
distinguir entre los pobres y las diversas formas de mendicidad que no hacen
justicia a los verdaderos pobres. En conclusión, la limosna es un gesto de amor
que se dirige a cuantos encontramos; es un gesto de atención sincera a quien se
acerca a nosotros y pide nuestra ayuda, hecho en el secreto donde solo Dios ve
y comprende el valor del acto realizado. Pero, dar limosna también debe ser
para nosotros una cosa que sea un sacrificio. Yo recuerdo una mamá: tenía tres
hijos; de seis, cinco y tres años, más o menos. Y siempre enseñaba a sus hijos
que se debía dar limosna a aquellas personas que la pedían. Estaban almorzando;
cada uno estaba comiendo un filete a la milanesa, como se dice en mi tierra,
“apanado”. Y tocan a la puerta, el mayor va a abrir y regresa: “Mamá, hay un
pobre que pide comer, ¿Qué hacemos?”. “¡Le damos – los tres – le damos!” “Bien:
toma la mitad de tu filete, tú toma la otra mitad, tú la otra mitad, y hacemos
dos sándwiches” “¡Ah no, mamá, no!” “¿Ah, no?” Tú, da de lo tuyo. Tú da de
aquello que te cuesta. Esto es involucrarse con el pobre. Yo me privo de algo
mío para darte a ti. Y a los padres, atentos. Eduquen a sus hijos a dar
limosna, a ser generosos con aquello que tienen.
Hagamos nuestras entonces las palabras del apóstol
Pablo: «De todas las maneras posibles, les he mostrado que así, trabajando
duramente, se debe ayudar a los débiles, y que es preciso recordar las palabras
del Señor Jesús: “La felicidad está más en dar que en recibir”». (Hech 20,35;
Cfr. 2 Cor 9,7). ¡Gracias!
(Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
No hay comentarios:
Publicar un comentario