«Cuanto
hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt
25,40).
¿Por
qué estas palabras de Jesús nos son tan queridas y resuenan a menudo en las
Palabras de Vida que elegimos para cada mes? Quizás porque forman el núcleo del
Evangelio. Son las que el Señor nos dirigirá cuando al final nos encontremos
delante de Él. Sobre ellas versará el examen más importante de la vida, para el
cual podemos prepararnos día a día.
Jesús
nos preguntará si hemos dado de comer y de beber a quien estaba hambriento y
sediento, si hemos acogido al forastero, si hemos vestido al desnudo, visitado
al enfermo y al preso... Se trata de pequeños gestos que, sin embargo, valen la
eternidad. Nada es pequeño si se hace por amor, si se lo hacemos a Él.
Pues
Jesús no solo se acercó a los pobres y marginados, curó a los enfermos y
consoló a los que sufren, sino que los amó con predilección, hasta llamarlos
hermanos e identificarse con ellos con una misteriosa solidaridad.
Hoy
Jesús sigue estando presente en quien sufre injusticias y violencia, en quien
busca trabajo o vive en situación precaria, en quien se ve obligado a salir de
su patria a causa de las guerras. ¡Cuántas personas sufren a nuestro alrededor
por muchas causas e imploran, aun sin palabras, nuestra ayuda! Son Jesús, que
nos pide un amor concreto, capaz de inventar nuevas «obras de misericordia» que
respondan a las nuevas necesidades.
Nadie
está excluido. Si una persona anciana y enferma es Jesús, ¿cómo no procurarle
el alivio necesario? Si le enseño el idioma a un niño inmigrante, se lo enseño
a Jesús. Si ayudo a mi madre a limpiar la casa, ayudo a Jesús. Si llevo
esperanza a un preso, si consuelo a quien está afligido o perdono a quien me ha
herido, me relaciono con Jesús. Y, cada vez, el fruto será no solo dar alegría
al otro, sino sentir nosotros mismos una alegría aún mayor. Cuando damos,
recibimos, sentimos una plenitud interior, nos sentimos felices porque, aunque
no lo sepamos, nos encontramos con Jesús: el otro, como escribió Chiara Lubich,
es el arco bajo el que hay que pasar para llegar a Dios.
Así
evocaba ella el impacto de esta Palabra de vida desde el inicio de su
experiencia: «Todo nuestro antiguo modo de concebir y de amar al prójimo se
derrumbó. Si Cristo estaba en cierto modo en todos, no podíamos hacer
discriminaciones, no podíamos tener preferencias. Se hicieron añicos los
conceptos humanos que clasifican a las personas: compatriota o extranjero,
viejo o joven, guapo o feo, antipático o simpático, rico o pobre. Cristo estaba
detrás de cada uno, Cristo estaba en cada uno. Y cada hermano era realmente
"otro Cristo" [...].
»AI
vivir así nos dimos cuenta de que el prójimo era para nosotros el camino para
llegar a Dios. Es más, el hermano se nos presentó como un arco bajo el cual era
preciso pasar para encontrar a Dios.
»Así
lo experimentamos ya desde los primeros días. ¡Cuánta unión con Dios sentíamos
por la noche, en la oración o en el recogimiento, después de haberlo amado todo
el día en los hermanos! Y ¿quién nos daba ese consuelo, esa unión interior tan
nueva, tan celestial, sino Cristo, que vivía el "dad y se os dará"
(Lc 6, 38) de su Evangelio? Lo habíamos amado todo el día en los hermanos y
ahora Él nos amaba a nosotros».
FABIO
CIARDI
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