Texto de
la homilía del Santo Padre Francisco de la Misa celebrada el segundo domingo de
Pascua o de la Divina Misericordia:
«Muchos otros signos, que no están escritos en este libro,
hizo Jesús a la vista de los discípulos» (Jn 20,30). El Evangelio es el libro
de la misericordia de Dios, para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha
dicho y hecho es expresión de la misericordia del Padre. Sin embargo, no todo
fue escrito; el Evangelio de la misericordia continúa siendo un libro abierto,
donde se siguen escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos
concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia.
Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio,
portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy. Lo podemos hacer
realizando las obras de misericordia corporales y espirituales, que son el
estilo de vida del cristiano. Por medio de estos gestos sencillos y fuertes, a
veces hasta invisibles, podemos visitar a los necesitados, llevándoles la
ternura y el consuelo de Dios. Se sigue así aquello que cumplió Jesús en el día
de Pascua, cuando derramó en los corazones de los discípulos temerosos la
misericordia del Padre, el Espíritu Santo que perdona los pecados y da la
alegría.
Sin embargo, en el relato que hemos escuchado surge un
contraste evidente: por un lado, está el miedo de los discípulos que cierran
las puertas de la casa; por otro lado, el mandato misionero de parte de Jesús,
que los envía al mundo a llevar el anuncio del perdón. Este contraste puede
manifestarse también en nosotros, una lucha interior entre el corazón cerrado y
la llamada del amor a abrir las puertas cerradas y a salir de nosotros mismos.
Cristo, que por amor entró a través de las puertas cerradas del pecado, de la
muerte y del infierno, desea entrar también en cada uno para abrir de par en
par las puertas cerradas del corazón. Él, que con la resurrección venció el
miedo y el temor que nos aprisiona, quiere abrir nuestras puertas cerradas y
enviarnos. El camino que el Señor resucitado nos indica es de una sola vía, va en
una única dirección: salir de nosotros mismos, para dar testimonio de la fuerza
sanadora del amor que nos ha conquistado. Vemos ante nosotros una humanidad
continuamente herida y temerosa, que tiene las cicatrices del dolor y de la
incertidumbre. Ante el sufrido grito de misericordia y de paz, escuchamos hoy
la invitación esperanzadora que Jesús dirige a cada uno: «Como el Padre me ha
enviado, así también os envío yo» (v. 21).
Toda enfermedad puede encontrar en la misericordia de Dios
una ayuda eficaz. De hecho, su misericordia no se queda lejos: desea salir al
encuentro de todas las pobrezas y liberar de tantas formas de esclavitud que
afligen a nuestro mundo. Quiere llegar a las heridas de cada uno, para
curarlas. Ser apóstoles de misericordia significa tocar y acariciar sus llagas,
presentes también hoy en el cuerpo y en el alma de muchos hermanos y hermanas
suyos. Al curar estas heridas, confesamos a Jesús, lo hacemos presente y vivo;
permitimos a otros que toquen su misericordia y que lo reconozcan como «Señor y
Dios» (cf. v. 28), como hizo el apóstol Tomás. Esta es la misión que se nos
confía. Muchas personas piden ser escuchadas y comprendidas. El Evangelio de la
misericordia, para anunciarlo y escribirlo en la vida, busca personas con el
corazón paciente y abierto, “buenos samaritanos” que conocen la compasión y el
silencio ante el misterio del hermano y de la hermana; pide siervos generosos y
alegres que aman gratuitamente sin pretender nada a cambio.
«Paz a vosotros” (v. 21): es el saludo que Cristo trae a sus
discípulos; es la misma paz, que esperan los hombres de nuestro tiempo. No es
una paz negociada, no es la suspensión de algo malo: es su paz, la paz que
procede del corazón del Resucitado, la paz que venció el pecado, la muerte y el
miedo. Es la paz que no divide, sino que une; es la paz que no nos deja solos,
sino que nos hace sentir acogidos y amados; es la paz que permanece en el dolor
y hace florecer la esperanza. Esta paz, como en el día de Pascua, nace y renace
siempre desde el perdón de Dios, que disipa la inquietud del corazón. Ser
portadores de su paz: esta es la misión confiada a la Iglesia en el día de
Pascua. Hemos nacido en Cristo como instrumentos de reconciliación, para llevar
a todos el perdón del Padre, para revelar su rostro de amor único en los signos
de la misericordia.
En el Salmo responsorial se ha proclamado: «Su amor es para
siempre» (117/118,2). Es verdad, la misericordia de Dios es eterna; no termina,
no se agota, no se rinde ante la adversidad y no se cansa jamás. En este “para
siempre” encontramos consuelo en los momentos de prueba y de debilidad, porque
estamos seguros que Dios no nos abandona. Él permanece con nosotros para
siempre. Le agradecemos su amor tan inmenso, que no podemos comprender. Pidamos
la gracia de no cansarnos nunca de acudir a la misericordia del Padre y de
llevarla al mundo; pidamos ser nosotros mismos misericordiosos, para difundir
en todas partes la fuerza del Evangelio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario