Texto
completo de la catequesis del Papa Francisco
Hoy queremos detenernos en un
aspecto de la misericordia bien representado en el pasaje del Evangelio de
Lucas que hemos escuchado. Se trata de un hecho sucedido a Jesús mientras era
huésped de un fariseo de nombre Simón. Ellos habían querido invitar a Jesús a
su casa porque había escuchado hablar bien de Él como un gran profeta. Y
mientras estaban sentados almorzando, entra una mujer conocida por todos en la
ciudad como una pecadora. Ésta, sin decir una palabra, se pone a los pies de
Jesús y rompe en llanto; sus lágrimas lavan los pies de Jesús y ella los seca
con sus cabellos, luego los besa y los unge con un aceite perfumado que ha
traído consigo.
Resalta la confrontación entre las
dos figuras: aquella de Simón, el celoso servidor de la ley, y aquella de la
anónima mujer pecadora. Mientras el primero juzga a los demás por las apariencias,
la segunda con sus gestos expresa con sinceridad su corazón. Simón, no obstante
habiendo invitado a Jesús, no quiere comprometerse ni involucrar su vida con el
Maestro; la mujer, al contrario, se abandona plenamente a Él con amor y con
veneración.
El fariseo no concibe que Jesús se
deja “contaminar” – entre comillas ¡Eh! – por los pecadores. Así pensaban
ellos, ¡eh! Él piensa que si fuera realmente un profeta debería reconocerlos y
tenerlos lejos para no ser contaminado, como si fueran leprosos. Esta actitud
es típica de un cierto modo de entender la religión, y está motivada por el
hecho que Dios y el pecado se oponen radicalmente. Pero la Palabra de Dios
enseña a distinguir entre el pecado y el pecador: con el pecado no es necesario
hacer compromisos, mientras los pecadores – es decir, ¡todos nosotros! – somos
como enfermos, que necesitan ser curados, y para curarse es necesario que el
médico los vea, los visite, los toque. ¡Y naturalmente el enfermo, para ser
sanado, debe reconocer tener necesidad del médico!
Entre el fariseo y la mujer
pecadora, Jesús se pone de parte de ésta última. Libre de prejuicios que
impiden a la misericordia expresarse, el Maestro la deja hacer. Él, el Santo de
Dios, se deja tocar por ella sin temer ser contaminado. Jesús es libre, libre
porque es cercano a Dios que es Padre misericordioso. Y esta cercanía a Dios,
Padre misericordioso, da a Jesús la libertad. Al contrario, entrando en
relación con la pecadora, Jesús pone fin a aquella condición de aislamiento al
cual el juicio despiadado del fariseo y de sus conciudadanos – los cuales la
explotaban, ¡eh! – la condenaban: «Tus pecados te son perdonados» (v. 48). La
mujer ahora puede “ir en paz”. El Señor ha visto la sinceridad de su fe y de su
conversión; por eso delante a todos proclama: «Tu fe te ha salvado, vete en
paz» (v. 50). De una parte aquella hipocresía del doctor de la ley, de otra
parte la sinceridad, la humildad y la fe de la mujer. Todos nosotros somos
pecadores, pero tantas veces caemos en la tentación de la hipocresía, de
creernos mejores de los demás. “Pero mira tú pecado…”. Todos nosotros miramos
nuestro pecado, nuestras caídas, nuestras equivocaciones y miramos al Señor.
Esta es la línea de la salvación: la relación entre “yo” pecador y el Señor. Si
yo me considero justo, esta relación de salvación no se da.
A este punto, una sorpresa aún más
grande invade a todos los comensales: «¿Quién es este hombre, que llega hasta
perdonar los pecados?» (v. 49). Jesús no da una respuesta explicita, sino la
conversión de la pecadora está ante los ojos de todos y demuestra que en Él
resplandece la potencia de la misericordia de Dios, capaz de transformar los
corazones.
La mujer pecadora nos enseña la
relación entre fe, amor y reconocimiento. Le han sido perdonados “muchos pecados”
y por esto ama mucho; «Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco
amor» (v. 47). Incluso el mismo Simón debe admitir que ama más aquel a quien se
le perdona más. Dios ha puesto a todos en el mismo misterio de misericordia; y
de este amor, que siempre nos precede, todos nosotros aprendemos a amar. Como
recuerda San Pablo: «En Cristo, hemos sido redimidos por su sangre y hemos
recibido el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia, que Dios
derramó sobre nosotros, dándonos toda sabiduría y entendimiento» (Ef
1,7-8). En este texto, el término “gracia” es prácticamente sinónimo de
misericordia, y es llamado “abundante”, es decir, más allá de nuestra
expectativa, porque actúa el proyecto salvífico de Dios para cada uno de
nosotros.
Queridos hermanos, ¡seamos
gratificados por el don de la fe, agradezcamos al Señor por su amor tan grande
y no merecido! Dejemos que el amor de Cristo se derrame en nosotros: de este
amor el discípulo se nutre y en él se funda; de este amor cada uno de nosotros
puede nutrirse y alimentarse. Así, en el amor agradecido que derramamos sobre
nuestros hermanos, en nuestras casas, en la familia, en la sociedad se comunica
a todos la misericordia del Señor. Gracias.
(Traducción del italiano, Renato
Martinez – Radio Vaticano)
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