Texto completo de la catequesis del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hemos escuchado el Evangelio de la llamada de Mateo. Mateo
era un “publicano”, es decir un cobrador de impuestos por parte del imperio
romano, y por esto, considerado un pecador público. Pero Jesús lo llama a
seguirlo y a convertirse en su discípulo. Mateo acepta, y lo invita a cena en
su casa junto a los discípulos. Entonces surge una discusión entre los fariseos
y los discípulos de Jesús por el hecho de que ellos comparten el comedor con
los publicanos y los pecadores: “pero tú no puedes ir a la casa de estas
personas”, decían ellos. Jesús, de hecho, no los aleja, más bien los frecuenta
en sus casas, se sienta al lado de ellos; esto significa que también ellos
pueden ser sus discípulos. Y además es verdad que ser cristiano no nos hace
impecables. Como el publicano Mateo, cada uno de nosotros confía en la gracia
del Señor, a pesar de los propios pecados. Todos somos pecadores, todos hemos
pecado.
Llamando a Mateo, Jesús muestra a los pecadores que no mira
su pasado, a la condición social, a las convenciones exteriores, sino que más
bien les abre un futuro nuevo. Una vez escuché un dicho hermoso: “no hay santo
sin pasado y no hay pecador sin futuro”. Es bello esto. Esto es lo que hace
Jesús. “No hay santo sin pasado, ni pecador sin futuro”.
Basta responder a la invitación con corazón humilde y
sincero. La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de discípulos en
camino, que siguen al Señor porque se reconocen pecadores y necesitados de su
perdón. La vida cristiana, entonces, es escuela de humildad que se abre a la
gracia.
Un comportamiento tal no es comprendido por quien tiene la
presunción de creerse “justo” y creerse mejor que los otros. Soberbia y orgullo
no permiten reconocerse necesitados de salvación, más bien, impiden ver el
rostro misericordioso de Dios y de actuar con misericordia. Son un muro. La
soberbia, el orgullo son un muro que impiden la relación con Dios.
Y sin embargo, la misión de Jesús es propio esta: ir en
búsqueda de cada uno de nosotros, para sanar nuestras heridas y llamarnos a
seguirlo con amor. Lo dice claramente: «No son los sanos los que tienen necesidad
del médico, sino los enfermos» (v.12). ¡Jesús se presenta como un buen médico!
Él anuncia el Reino de Dios, y los signos de su venida son evidentes: Él sana
las enfermedades, libera del miedo, de la muerte y del demonio. Frente a Jesús
ningún pecador es excluido, ningún pecador es excluido, porque el poder curador
de Dios no conoce enfermedad que no pueda ser curada. Y esto nos debe dar
confianza y abrir nuestro corazón al Señor para que venga y nos cure.
Llamando a los pecadores a su mesa, Él los cura restableciéndolos
en aquella vocación que ellos creían perdida y que los fariseos han olvidado:
aquella de los invitados al banquete de Dios. Según la profecía de Isaías: «El
Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos sobre esta montaña un banquete
de manjares suculentos, un banquete de vinos añejados, de manjares suculentos,
sustanciosos, de vinos añejados, decantados. Y se dirá en aquel día: Ahí está
nuestro Dios, de quien esperábamos la salvación: es el Señor, en quien nosotros
esperábamos; ¡alegrémonos y regocijémonos de su salvación!». (25, 6.9). Así
dice Isaías.
Si los fariseos ven en los invitados sólo pecadores y
rechazan sentarse con ellos, Jesús por el contrario les recuerda que también
ellos son comensales de Dios. De este modo, sentarse en la mesa con Jesús
significa ser transformados por Él y salvados. En la comunidad cristiana la
mesa de Jesús es doble: está la mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía
(cfr Dei Verbum, 21). Son estas las medicinas con las cuales el
Médico Divino nos cura y nos nutre. Con la primera -la Palabra- Él se revela y
nos invita a un diálogo entre amigos. Jesús no tenía miedo de dialogar con los
publicanos, los pecadores, las prostitutas, Él no tenía miedo, amaba a
todos.
Su Palabra nos penetra y, como un bisturí, actúa
profundamente para liberarnos del mal que se anida en nuestra vida. A veces
esta Palabra es dolorosa porque incide sobre hipocresías, desenmascara las
falsas escusas, mete al desnudo las verdades escondidas; pero al mismo tiempo
ilumina y purifica, da fuerza y esperanza, es un reconstituyente valioso en
nuestro camino de fe. La Eucaristía, por su parte, nos nutre de la vida misma
de Jesús y, como un poderoso remedio, renueva en modo misterioso continuamente
la gracia de nuestro Bautismo. Acercándose a la Eucaristía nosotros nos
nutrimos del Cuerpo y la Sangre de Jesús, y sin embargo, viniendo a nosotros,
¡es Jesús que nos une a su Cuerpo!
Concluyendo aquel diálogo con los fariseos, Jesús les
recuerda una palabra del profeta Oseas (6,6): «Vayan y aprendan qué significa:
Yo quiero misericordia y no sacrificios» (Mt 9,13). Dirigiéndose al
pueblo de Israel el profeta le reclama por que las oraciones que hacía eran
palabras vacías e incoherentes. A pesar de la alianza de Dios y la
misericordia, el pueblo vivía frecuentemente con una religiosidad “de fachada”,
sin vivir en profundidad el mandamiento del Señor. Es por eso que el profeta
insiste: “Yo quiero misericordia”, es decir la lealtad de un corazón que
reconoce los propios pecados, que se arrepiente y vuelve a ser fiel a la
alianza con Dios, “y no sacrificios”: ¡sin un corazón arrepentido cada acción
religiosa es ineficaz! Jesús aplica esta frase profética también a las
relaciones humanas: aquellos fariseos era muy religiosos en la forma, pero no estaban
dispuestos a compartir la mesa con los publicanos y los pecadores; no
reconocían la posibilidad de un arrepentimiento y por eso, de una curación; no
colocan en primer lugar la misericordia: siendo fieles custodios de la Ley,
¡demostraban no conocer el corazón de Dios! Es como si a ti, te regalaran un
paquete, donde dentro hay un regalo y tú, en lugar de ir a buscar el regalo,
miras sólo el papel que lo envuelve, sólo las apariencias, la forma, y no el
centro, el regalo que viene dado.
Queridos hermanos y hermanas, todos nosotros estamos
invitados a la mesa del Señor. Hagamos nuestra la invitación de sentarnos al
lado de Él junto a sus discípulos. Aprendamos a mirar con misericordia y a
reconocer en cada uno de ellos un comensal. Somos todos discípulos que tienen
necesidad de experimentar y vivir la palabra consoladora de Jesús. Tenemos
todos necesidad de nutrirnos de la misericordia de Dios, porque es de esta
fuente que brota nuestra salvación.
(Traducción del italiano por Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).
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