Homilía
del Santo Padre
Al texto del Evangelio que terminamos de escuchar (cf. Lc
6,27-36), muchos lo han llamado «el Sermón de la llanura». Después de la
institución de los doce, Jesús bajó con sus discípulos a donde una muchedumbre
lo esperaba para escucharlo y hacerse sanar. El llamado de los apóstoles va
acompañado de este «ponerse en marcha» hacia la llanura, hacia el encuentro de
una muchedumbre que, como dice el texto del Evangelio, estaba «atormentada»
(cf. v. 18). La elección, en vez de mantenerlos en lo alto del monte, en su
cumbre, los lleva al corazón de la multitud, los pone en medio de sus
tormentos, en el llano de sus vidas. De esta forma, el Señor les y nos revela
que la verdadera cúspide se realiza en la llanura, y la llanura nos recuerda
que la cúspide se encuentra en una mirada y especialmente en una llamada: «Sean
misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso» (v. 36).
Una invitación acompañada de cuatro imperativos,
podríamos decir de cuatro exhortaciones que el Señor les hace para plasmar su
vocación en lo concreto, en lo cotidiano de la vida. Son cuatro acciones que
darán forma, darán carne y harán tangible el camino del discípulo. Podríamos
decir que son cuatro etapas de la mistagogia de la misericordia: amen, hagan el
bien, bendigan y rueguen. Creo que en estos aspectos todos podemos coincidir y
hasta nos resultan razonables. Son cuatro acciones que fácilmente realizamos
con nuestros amigos, con las personas más o menos cercanas, cercanas en el
afecto, en la idiosincrasia, en las costumbres.
El problema surge cuando Jesús nos presenta los
destinarios de estas acciones, y en esto es muy claro, no anda con vueltas ni
eufemismos: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a
los que los maldicen, rueguen por los que los difaman (cf. vv. 27-28).
Y estas no son acciones que surgen espontáneas
con quien está delante de nosotros como un adversario, como un enemigo. Frente
a ellos, nuestra actitud primera e instintiva es descalificarlos,
desautorizarlos, maldecirlos; buscamos en muchos casos «demonizarlos», a fin de
tener una «santa» justificación para sacárnoslos de encima. En cambio, Jesús
nos dice que al enemigo, al que te odia, al que te maldice o difama: ámalo,
hazle el bien, bendícelo y ruega por él.
Nos encontramos frente a una de las
características más propias del mensaje de Jesús, allí donde esconde su fuerza
y su secreto; allí radica la fuente de nuestra alegría, la potencia de nuestro
andar y el anuncio de la buena nueva. El enemigo es alguien a quien debo amar.
En el corazón de Dios no hay enemigos, Dios tiene hijos. Nosotros levantamos
muros, construimos barreras y clasificamos a las personas. Dios tiene hijos y
no precisamente para sacárselos de encima. El amor de Dios tiene sabor a
fidelidad con las personas, porque es amor de entrañas, un amor
maternal/paternal que no las deja abandonadas, incluso cuando se hayan
equivocado. Nuestro Padre no espera a amar al mundo cuando seamos buenos, no
espera a amarnos cuando seamos menos injustos o perfectos; nos ama porque
eligió amarnos, nos ama porque nos ha dado el estatuto de hijos. Nos ha amado
incluso cuando éramos enemigos suyos (cf. Rm 5,10). El amor incondicionado del
Padre para con todos ha sido, y es, verdadera exigencia de conversión para
nuestro pobre corazón que tiende a juzgar, dividir, oponer y condenar. Saber
que Dios sigue amando incluso a quien lo rechaza es una fuente ilimitada de
confianza y estímulo para la misión. Ninguna mano sucia puede impedir que Dios
ponga en esa mano la Vida que quiere regalarnos.
La nuestra es una época caracterizada por fuertes
cuestionamientos e interrogantes a escala mundial. Nos toca transitar un tiempo
donde resurgen epidémicamente, en nuestras sociedades, la polarización y la
exclusión como única forma posible de resolver los conflictos. Vemos, por
ejemplo, cómo rápidamente el que está a nuestro lado ya no sólo posee el estado
de desconocido o inmigrante o refugiado, sino que se convierte en una amenaza;
posee el estado de enemigo. Enemigo por venir de una tierra lejana o por tener
otras costumbres. Enemigo por su color de piel, por su idioma o su condición
social, enemigo por pensar diferente e inclusive por tener otra fe. Enemigo
por… Y sin darnos cuenta esta lógica se instala en nuestra forma de vivir, de
actuar y proceder. Entonces, todo y todos comienzan a tener sabor de enemistad.
Poco a poco las diferencias se transforman en sinónimos de hostilidad, amenaza
y violencia. Cuántas heridas crecen por esta epidemia de enemistad y de
violencia, que se sella en la carne de muchos que no tienen voz porque su grito
se ha debilitado y silenciado a causa de esta patología de la indiferencia.
Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento se siembran por este
crecimiento de enemistad entre los pueblos, entre nosotros. Sí, entre nosotros,
dentro de nuestras comunidades, de nuestros presbiterios, de nuestros
encuentros. El virus de la polarización y la enemistad se nos cuela en nuestras
formas de pensar, de sentir y de actuar. No somos inmunes a esto y tenemos que
velar para que esta actitud no cope nuestro corazón, porque iría contra la
riqueza y la universalidad de la Iglesia que podemos palpar en este Colegio
Cardenalicio. Venimos de tierras lejanas, tenemos diferentes costumbres, color
de piel, idiomas y condición social; pensamos distinto e incluso celebramos la
fe con ritos diversos. Y nada de esto nos hace enemigos, al contrario, es una
de nuestras mayores riquezas.
Queridos hermanos, Jesús no deja de «bajar del
monte», no deja de querer insertarnos en la encrucijada de nuestra historia para
anunciar el Evangelio de la Misericordia. Jesús nos sigue llamando y enviando
al «llano» de nuestros pueblos, nos sigue invitando a gastar nuestras vidas
levantando la esperanza de nuestra gente, siendo signos de reconciliación. Como
Iglesia, seguimos siendo invitados a abrir nuestros ojos para mirar las heridas
de tantos hermanos y hermanas privados de su dignidad, privados en su dignidad.
Querido hermano neo Cardenal, el camino al cielo
comienza en el llano, en la cotidianeidad de la vida partida y compartida, de
una vida gastada y entregada. En la entrega silenciosa y cotidiana de lo que
somos. Nuestra cumbre es esta calidad del amor; nuestra meta y deseo es buscar
en la llanura de la vida, junto al Pueblo de Dios, transformarnos en personas
capaces de perdón y reconciliación.
Querido hermano, hoy se te pide cuidar en tu
corazón y en el de la Iglesia esta invitación a ser misericordioso como el
Padre, sabiendo que «si hay algo que debe inquietarnos santamente y preocupar
nuestras conciencias es que tantos hermanos vivan sin la fuerza, sin la luz y
el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los
contenga, sin un horizonte de sentido que dé vida» (Exhort. ap. Evangelii
Gaudium, 49).
(RC-RV)
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