Con toda la Iglesia celebramos hoy la solemnidad de Todos los
Santos. Recordamos así, no sólo a aquellos que han sido proclamados santos a lo
largo de la historia, sino también a tantos hermanos nuestros que han vivido su
vida cristiana en la plenitud de la fe y del amor, en medio de una existencia
sencilla y oculta. Seguramente, entre ellos hay muchos de nuestros familiares,
amigos y conocidos.
Celebramos, por tanto, la fiesta de la santidad. Esa santidad
que, tal vez, no se manifiesta en grandes obras o en sucesos extraordinarios,
sino la que sabe vivir fielmente y día a día las exigencias del bautismo. Una
santidad hecha de amor a Dios y a los hermanos. Amor fiel hasta el olvido de sí
mismo y la entrega total a los demás, como la vida de esas madres y esos
padres, que se sacrifican por sus familias sabiendo renunciar gustosamente,
aunque no sea siempre fácil, a tantas cosas, a tantos proyectos o planes
personales.
Pero si hay algo que caracteriza a los santos es que son
realmente felices. Han encontrado el secreto de esa felicidad auténtica, que
anida en el fondo del alma y que tiene su fuente en el amor de Dios. Por eso, a
los santos se les llama bienaventurados. Las bienaventuranzas son su camino, su
meta hacia la patria. Las bienaventuranzas son el camino de vida que el Señor
nos enseña, para que sigamos sus huellas. En el Evangelio de hoy, hemos
escuchado cómo Jesús las proclamó ante una gran muchedumbre en un monte junto
al lago de Galilea.
Las bienaventuranzas son el perfil de Cristo y, por tanto, lo
son del cristiano. Entre ellas, quisiera destacar una: «Bienaventurados los
mansos». Jesús dice de sí mismo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de
corazón» (Mt 11, 29). Este es su retrato espiritual y nos descubre la riqueza
de su amor.
La mansedumbre es un modo de ser y de vivir que nos acerca a
Jesús y nos hace estar unidos entre nosotros; logra que dejemos de lado todo
aquello que nos divide y nos enfrenta, y se busquen modos siempre nuevos para
avanzar en el camino de la unidad, como hicieron hijos e hijas de esta tierra,
entre ellos santa María Elisabeth Hesselblad, recientemente canonizada, y santa
Brígida, Brigitta Vadstena, copatrona de Europa. Ellas realizaron y trabajaron
para estrechar lazos de unidad y comunión entre los cristianos.
Un signo muy elocuente es el que sea aquí, en su país,
caracterizado por la convivencia entre poblaciones muy diversas, donde estemos
conmemorando conjuntamente el quinto centenario de la Reforma. Los santos logran
cambios gracias a la mansedumbre del corazón. Con ella comprendemos la grandeza
de Dios y lo adoramos con sinceridad; y además es la actitud del que no tiene
nada que perder, porque su única riqueza es Dios.
Las bienaventuranzas son de alguna manera el carné de
identidad del cristiano, que lo identifica como seguidor de Jesús. Estamos
llamados a ser bienaventurados, seguidores de Jesús, afrontando los dolores y
angustias de nuestra época con el espíritu y el amor de Jesús. Así, podríamos
señalar nuevas situaciones para vivirlas con el espíritu renovado y siempre
actual: Bienaventurados los que soportan con fe los males que otros les
infligen y perdonan de corazón; bienaventurados los que miran a los ojos a los
descartados y marginados mostrándoles cercanía; bienaventurados los que
reconocen a Dios en cada persona y luchan para que otros también lo descubran;
bienaventurados los que protegen y cuidan la casa común; bienaventurados los
que renuncian al propio bienestar por el bien de otros; bienaventurados los que
rezan y trabajan por la plena comunión de los cristianos...
Todos ellos son portadores de la misericordia y ternura de
Dios, y recibirán ciertamente de él la recompensa merecida.
Queridos hermanos y hermanas, la llamada a la santidad es
para todos y hay que recibirla del Señor con espíritu de fe. Los santos nos
alientan con su vida y su intercesión ante Dios, y nosotros nos necesitamos
unos a otros para hacernos santos. Ayudarnos a hacernos santos. Juntos pidamos
la gracia de acoger con alegría esta llamada y trabajar unidos para llevarla a
plenitud.
A nuestra Madre del cielo, Reina de todos los Santos, le
encomendamos nuestras intenciones y el diálogo en busca de la plena comunión de
todos los cristianos, para que seamos bendecidos en nuestros esfuerzos y
alcancemos la santidad en la unidad.
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