Recuerdo
que vi, hace mucho tiempo, una tira en un diario francés, “L’Aube”, creo. Un
gran número de teólogos, cada uno encima de una pequeña colina totalmente suya,
escruta el horizonte buscando a Cristo. En cambio, en el valle unos niños han
encontrado a Jesús. Él los ha tomado de la mano y pasean juntos entre los
teólogos, que no lo reconocen. Los teólogos miran lejos, aunque Él se encuentre
entre ellos.
Me
acordé de esta historieta de hace años mientras leía algunos comentarios sobre Amoris
laetitia y, en general, sobre el pontificado del Papa Francisco. El sensus
fidei del pueblo cristiano lo reconoció y lo siguió enseguida. En cambio, a
algunos eruditos les cuesta trabajo entenderlo, lo critican, lo sitúan en el
lado opuesto de la tradición de la Iglesia y especialmente de su gran
predecesor, san Juan Pablo II. Parecen desconcertados por el hecho de no leer
en su texto la confirmación de sus teorías y no tienen ganas de salir de sus
esquemas mentales para escuchar la novedad sorprendente de su mensaje. El
Evangelio siempre es nuevo y siempre antiguo. Precisamente por eso nunca es
viejo.
Intentaremos
leer la parte más controvertida de Amoris laetitiacon los ojos de
un niño. La parte más controvertida es esa en la que el Papa dice que, con
ciertas condiciones y en ciertas circunstancias, algunos divorciados que se han
vuelto a casar pueden recibir la eucaristía.
Cuando
era un niño estudié el catequismo para hacer la primera comunión. Era el
catequismo de un Papa sin duda antimoderno: san Pío X. Recuerdo que explicaba
que para recibir la eucaristía era necesario que el alma estuviera libre de
pecado mortal. Y también explicaba lo que es un pecado mortal. Para que sea un
pecado mortal son necesarias tres condiciones. Tiene que haber una mala acción,
gravemente contraria a la ley moral: una materia grave. Las
relaciones sexuales fuera del matrimonio sin duda son gravemente contrarias a
la ley moral. Era así antes de Amoris laetitia, sigue siéndolo así
en Amoris laetitia y por supuesto también después de Amoris
laetitia. El Papa no ha cambiado la doctrina de la Iglesia.
Pero
san Pío X también nos dice otra cosa. Para un pecado mortal son necesarias
otras dos condiciones, además de la materia grave. Es necesario que haya plena
conciencia de la maldad del acto que se comete. Plena conciencia significa
que el sujeto tiene que estar convencido en su interior de la maldad del acto.
Si está convencido en conciencia de que el acto no es (gravemente) malo, la
acción será materialmente mala pero no se la podrá imputar como un pecado
mortal. Además el individuo debe dar a la acción malvada su deliberado
consentimiento. Esto significa que el pecador es libre de actuar o no
actuar: es libre de actuar de una manera u otra y no se encuentra en una
condición intimidatoria o de temor que le obliga a hacer algo que preferiría no
hacer.
¿Podemos
imaginar las circunstancias en las que una persona divorciada y vuelta a casar
puede encontrarse al vivir una situación de culpa grave sin plena conciencia y
sin deliberado consentimiento? Fue bautizada aunque nunca verdaderamente
evangelizada, contrajo matrimonio de manera superficial, luego fue abandonada.
Se ha unido a una persona que la ha ayudado en momentos difíciles, la ha amado
sinceramente, ha sido un buen padre o una buena madre para los hijos nacidos en
el primer matrimonio.
Podría
proponerle vivir juntos como hermano y hermana, pero ¿qué hace si el otro no
acepta? En un momento determinado de su vida atormentada encuentra el encanto
de la fe, recibe por primera vez una verdadera evangelización. Puede que el
primer matrimonio no fuera verdaderamente válido, pero no tiene la posibilidad
de recurrir a un tribunal eclesiástico o de proporcionar las pruebas de la
invalidez. No iremos más allá con los ejemplos porque no queremos entrar en una
casuística infinita.
¿Qué
es lo que dice en estos casos Amoris laetitia? Tal vez habría que
empezar por lo que nos dice la exhortación apostólica. No dice que los
divorciados vueltos a casar pueden recibir tranquilamente la comunión. El Papa
invita a los divorciados vueltos a casar a que inicien (o continúen) un camino
de conversión. Los invita a que interroguen su conciencia y a que se dejen
ayudar por un director espiritual. Los invita a ir al confesionario para
exponer su situación. Invita a los penitentes y confesores a iniciar un camino
de discernimiento espiritual. La exhortación apostólica no dice en qué punto de
este camino podrán recibir la absolución y acercarse a la eucaristía. No lo
dice porque es demasiado grande la variedad de situaciones y circunstancias
humanas.
El
camino que el Papa propone a los divorciados vueltos a casar es exactamente el
mismo que la Iglesia propone a todos los pecadores: ve a confesarte y tu
confesor, cuando haya examinado las circunstancias, decidirá si darte la
absolución y admitirte en la eucaristía o si no debe hacerlo.
Que el
penitente vive en una situación objetiva de pecado grave es, salvo en el caso
de un matrimonio no válido, seguro. Pero que tenga la plena responsabilidad
subjetiva de la culpa es algo que hay que considerar. Por eso va a confesarse.
Algunos
dicen que al afirmar estas cosas el Papa contradice la gran batalla de Juan
Pablo II en contra del subjetivismo en la ética. A esta batalla está dedicada
la encíclica Veritatis splendor. El subjetivismo en la ética dice
que la bondad o la maldad de las acciones humanas depende de la intención de
quien las cumple. La única cosa buena por sí misma en el mundo es, para el
subjetivismo en la ética, una buena voluntad. Por tanto, para juzgar el hecho
debemos considerar las consecuencias deseadas por quien lo realiza. Cualquier
acción puede ser buena o mala, según esta ética, dependiendo de las
circunstancias que la acompañen. El Papa Francisco, en perfecta sintonía con su
gran predecesor, nos dice en cambio que algunas acciones son malas por sí
mismas (por ejemplo, el adulterio), independientemente de las circunstancias
que las acompañan y de las intenciones de quienes las realizan. San Juan Pablo
II nunca dudó, sin embargo, de que las circunstancias influyeran en la
valoración moral de quien realiza una acción, haciéndole más o menos culpable
del acto objetivamente malo que cometía. Ninguna circunstancia puede convertir
en bueno un hecho intrínsecamente malo, pero las circunstancias pueden aumentar
o disminuir la responsabilidad moral de quien lo realiza. Precisamente de esto
nos habla el Papa Francisco en Amoris laetitia. Así pues, no hay en Amoris
laetitia ninguna ética de las circunstancias, sino el clásico equilibrio
tomista que distingue el juicio sobre el hecho del juicio sobre el que lo
realiza y en el que se deben tener en cuenta las circunstancias atenuantes o
eximentes.
Otros
críticos enfrentan directamente Familiaris consortio (n. 84) y Amoris
laetitia (n. 305, con la famosa nota 351). San Juan Pablo II dice que
los divorciados vueltos a casar no pueden recibir la eucaristía y en cambio el
Papa Francisco dice que en algunos casos pueden. ¡Si esta no es una
contradicción!
Pero
intentemos leer el texto con mayor profundidad. Antes los divorciados vueltos a
casar estaban excomulgados y excluidos de la vida de la Iglesia. Con el nuevo Codex
iuris canonici y con Familiaris consortio se les ha quitado la
excomunión y se les anima a participar en la vida de la Iglesia y a educar
cristianamente a sus hijos. Era una decisión muy valiente que rompía con una
tradición secular. Familiaris consortio nos dice, sin embargo, que
los divorciados vueltos a casar no podrán recibir los sacramentos. El motivo es
que viven en una condición pública de pecado y es necesario evitar el
escándalo. Estos motivos son tan fuertes que parece inútil comprobar sus
eventuales circunstancias atenuantes.
Ahora
el Papa Francisco nos dice que vale la pena hacer esta comprobación. La
diferencia entre Familiaris consortio y Amoris laetitia es
sólo esta. No hay duda de que el divorciado vuelto a casar está objetivamente
en una condición de pecado grave; el Papa Francisco no lo readmite a la
comunión sino, como todos los pecadores, a la confesión. Ahí contará sus
eventuales circunstancias atenuantes y se le dirá si y con qué condiciones
puede recibir la absolución.
San
Juan Pablo II y el Papa Francisco no dicen por supuesto lo mismo, pero no se
contradicen respecto a la teología del matrimonio. Usan de manera diferente y
en situaciones diferentes el poder de deshacer y de unir lo que Dios ha
confiado al sucesor de Pedro. Para comprender mejor este punto vamos a
plantearnos la siguiente pregunta: ¿existe una contradicción entre los Papas
que han excomulgado a los divorciados vueltos a casar y san Juan Pablo II, que
les ha quitado la excomunión?
Los
anteriores Papas siempre han sabido que algunos divorciados vueltos a casar
podían estar en gracia de Dios a causa de distintas circunstancias atenuantes.
Sabían muy bien que el último juez sólo es Dios. Sin embargo insistían en la
excomunión para reforzar en la conciencia del pueblo la verdad sobre la
indisolubilidad del matrimonio. Era una estrategia pastoral legítima en una
sociedad homogénea como era la de los siglos pasados. El divorcio era un hecho
excepcional, los divorciados vueltos a casar eran pocos y, al excluir de manera
dolorosa de la eucaristía a los que en realidad habrían podido recibirla, se
defendía la fe del pueblo.
Ahora
el divorcio es un fenómeno de masa y corre el riesgo de arrastrar consigo una
apostasía de masa si los divorciados vueltos a casar abandonan la Iglesia y
dejan de dar una educación cristiana a sus hijos. La sociedad ya no es
homogénea, se ha vuelto líquida. El número de divorciados es muy grande y
obviamente ha crecido el de aquellos que se encuentran en una situación “irregular”
pero que pueden estar subjetivamente en gracia de Dios. Es necesario
desarrollar una nueva estrategia pastoral. Por eso los Papas han cambiado no la
ley de Dios sino las leyes humanas que la acompañan necesariamente, ya que la
Iglesia es una comunidad humana y visible.
¿La
nueva regla crea problemas y conlleva algunos riesgos? Pues claro. ¿Existe el
riesgo de que algunos se acerque de manera sacrílega a la comunión sin
encontrarse en estado de gracia? Si lo hacen comerán y beberán su condenación.
Pero
la antigua regla ¿no comportaba también algunos riesgos? ¿No existía el riesgo
de que algunos (o muchos) se perdieran porque habían sido privados de un apoyo
sacramental al que tenían derecho? Son las conferencias episcopales de cada
país, los obispos y, en última instancia, todos y cada uno de los fieles los
que tienen que adoptar las medidas oportunas para que rindan al máximo los
beneficios de esta línea pastoral y disminuyan los riesgos que conlleva. La
parábola de los talentos nos enseña a aceptar el riesgo si confiamos en la
misericordia.
L’OSSERVATORE ROMANO
Rocco
Buttiglione
Cátedra Juan Pablo II de filosofía e historia de las instituciones europeas
Pontificia Universidad Lateranense
Cátedra Juan Pablo II de filosofía e historia de las instituciones europeas
Pontificia Universidad Lateranense
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