Voz y texto completo de la homilía del Papa
Pero para vosotros «os iluminará un sol de justicia que lleva
la salud en las alas» (Ml 3,20). Las palabras del profeta Malaquías, que hemos
escuchado en la primera lectura, iluminan la celebración de esta jornada
jubilar. Se encuentran en la última página del último profeta del Antiguo
Testamento y están dirigidas a aquellos que confían en el Señor, que ponen su
esperanza en él, que ponen nuevamente su esperanza en él, eligiéndolo como el
bien más alto de sus vidas y negándose a vivir sólo para sí mismos y su
intereses personales. Para ellos, pobres de sí mismos pero ricos de Dios,
amanecerá el sol de su justicia: ellos son los pobres en el espíritu, a los que
Jesús promete el reino de los cielos (cf. Mt 5,3), y Dios, por medio del
profeta Malaquías, llama mi «propiedad personal» (Ml 3,17). El profeta los
contrapone a los arrogantes, a los que han puesto la seguridad de su vida en su
autosuficiencia y en los bienes del mundo. La lectura de esta última página del
Antiguo Testamento suscita preguntas que nos interrogan sobre el significado
último de la vida: ¿En dónde busco mi seguridad? ¿En el Señor o en otras
seguridades que no le gustan a Dios? ¿Hacia dónde se dirige mi vida, hacia
dónde está orientado mi corazón? ¿Hacia el Señor de la vida o hacia las cosas
que pasan y no llenan?
Preguntas similares se encuentran en el pasaje del Evangelio
de hoy. Jesús está en Jerusalén para escribir la última y más importante página
de su vida terrena: su muerte y resurrección. Está cerca del templo, «adornado
de bellas piedras y ofrendas votivas» (Lc 21,5). La gente estaba hablando de la
belleza exterior del templo, cuando Jesús dice: «Esto que contempláis, llegará
un día en que no quedará piedra sobre piedra» (v. 6). Añade que habrá
conflictos, hambre, convulsión en la tierra y en el cielo. Jesús no nos quiere
asustar, sino advertirnos de que todo lo que vemos pasa inexorablemente.
Incluso los reinos más poderosos, los edificios más sagrados y las cosas más
estables del mundo, no duran para siempre; tarde o temprano caerán.
Ante estas afirmaciones, la gente inmediatamente plantea dos
preguntas al Maestro: «¿Cuándo va a ser eso? Y ¿cuál será la señal de que todo
eso está para suceder? (v. 7). Cuándo y cuál… Siempre nos mueve la curiosidad:
se quiere saber cuándo y recibir señales. Pero esta curiosidad a Jesús no le
gusta. Por el contrario, él nos insta a no dejarnos engañar por los
predicadores apocalípticos. El que sigue a Jesús no hace caso a los profetas de
desgracias, a la frivolidad de los horóscopos, a las predicaciones y a las
predicciones que generan temores, distrayendo la atención de lo que sí importa.
Entre las muchas voces que se oyen, el Señor nos invita a distinguir lo que
viene de Él y lo que viene del falso espíritu. Es importante distinguir la
llamada llena de sabiduría que Dios nos dirige cada día del clamor de los que
utilizan el nombre de Dios para asustar, alimentar divisiones y temores.
Jesús invita con fuerza a no tener miedo ante las agitaciones
de cada época, ni siquiera ante las pruebas más severas e injustas que afligen
a sus discípulos. Él pide que perseveren en el bien y pongan toda su confianza
en Dios, que no defrauda: «Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá» (v. 18).
Dios no se olvida de sus fieles, su valiosa propiedad, que somos nosotros.
Pero hoy nos interpela sobre el sentido de nuestra
existencia. Usando una imagen, se podría decir que estas lecturas se presentan
como un «tamiz» en medio de la corriente de nuestra vida: nos recuerdan que en
este mundo casi todo pasa, como el agua que corre; pero hay cosas importantes
que permanecen, como si fueran una piedra preciosa en un tamiz. ¿Qué es lo que
queda?, ¿qué es lo que tiene valor en la vida?, ¿qué riquezas son las que no
desaparecen? Sin duda, dos: El Señor y el prójimo. ¡Estas dos riquezas no
desvanecen! Éstos son los bienes más grandes, para amar. Todo lo demás ―el
cielo, la tierra, las cosas más
bellas, también
esta Basílica―
pasa; pero no debemos excluir de la vida a Dios y a los demás.
Sin embargo, precisamente hoy, cuando hablamos de exclusión,
vienen rápido a la mente personas concretas; no cosas inútiles, sino personas
valiosas. La persona humana, colocada por Dios en la cumbre de la creación, es
a menudo descartada, porque se prefieren las cosas que pasan. Y esto es
inaceptable, porque el hombre es el bien más valioso a los ojos de Dios. Y es
grave que nos acostumbremos a este tipo de descarte; es para preocuparse,
cuando se adormece la conciencia y no se presta atención al hermano que sufre
junto a nosotros o a los graves problemas del mundo, que se convierten
solamente en una cantinela ya oída en los titulares de los telediarios.
Hoy, queridos hermanos y hermanas, es vuestro Jubileo, y con
vuestra presencia nos ayudáis a sintonizar con Dios, para ver lo que él ve: Él
no se queda en las apariencias (cf. 1 S 16,7 ), sino que pone sus ojos «en el
humilde y abatido» (Is 66.2), en tantos pobres Lázaros de hoy. Cuánto mal nos
hace fingir que no nos damos cuenta de Lázaro que es excluido y rechazado (cf.
Lc 16,19-21). Es darle la espalda a Dios. ¡Es darle la espalda a Dios!
Un síntoma de esclerosis espiritual es cuando el interés se
centra en las cosas que hay que producir, en lugar de las personas que hay que
amar. Así nace la trágica contradicción de nuestra época: cuanto más aumenta el
progreso y las posibilidades, lo cual es bueno, tanto más aumentan las personas
que no pueden acceder a ello. Es una gran injusticia que nos tiene que
preocupar, mucho más que el saber cuándo y cómo será el fin del mundo. Porque
no se puede estar tranquilo en casa mientras Lázaro yace postrado a la puerta;
no hay paz en la casa del que está bien, cuando falta justicia en la casa de
todos.
Hoy, en las catedrales y santuarios de todo el mundo, se
cierran las Puertas de la Misericordia. Pidamos la gracia de no apartar los
ojos de Dios que nos mira y del prójimo que nos cuestiona. Abramos nuestros
ojos a Dios, purificando la mirada del corazón de las representaciones
engañosas y temibles, del dios de la potencia y de los castigos, proyección del
orgullo y el temor humano. Miremos con confianza al Dios de la misericordia,
con la certeza de que «el amor no pasa nunca» (1 Co 13,8). Renovemos la
esperanza en la vida verdadera a la que estamos llamados, la que no pasará y
nos aguarda en comunión con el Señor y con los demás, en una alegría que durará
para siempre, sin fin.
Y abramos nuestros ojos al prójimo, especialmente al hermano
olvidado y excluido, al Lázaro postrado ante nuestra puerta. Hacia allí apunta
la lupa de la Iglesia. Que el Señor nos libre de dirigirla hacia nosotros. Que
nos aparte de los oropeles que distraen, de los intereses y los privilegios,
del aferrarse al poder y a la gloria, de la seducción del espíritu del mundo.
Nuestra Madre la Iglesia mira «a toda la humanidad que sufre y que llora; ésta
le pertenece por derecho evangélico» (Pablo VI, Discurso de apertura de la
segunda sesión del Concilio Vaticano II, 29 septiembre 1963). Por derecho y
también por deber evangélico, porque nuestra tarea consiste en cuidar de la
verdadera riqueza que son los pobres.
¡A la luz de estas reflexiones, Yo quisiera que hoy fuera la
jornada de los pobres!
Nos lo recuerda una antigua tradición, que se refiere al
santo mártir romano Lorenzo. Él, antes de sufrir un atroz martirio por amor al
Señor, distribuyó los bienes de la comunidad a los pobres, a los que
consideraba como los verdaderos tesoros de la Iglesia. Que el Señor nos conceda
mirar sin miedo a lo que importa, dirigir el corazón a él y a nuestros
verdaderos tesoros.
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