Homilía del Papa Francisco en las Vísperas de la
Solemnidad María Santísima Madre de Dios
«Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su
Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la ley, para redimir a los que estaban
sometidos a la ley y hacernos hijos adoptivos» (Ga 4,4-5).
Resuenan con fuerza estas palabras de san Pablo. De manera
breve y concisa nos introducen en el proyecto que Dios tiene para con nosotros:
que vivamos como hijos. Toda la historia de salvación encuentra eco aquí: el
que no estaba sujeto a la ley, decidió por amor, perder todo tipo de privilegio
(privus legis) y entrar por el lugar menos esperado para liberar a los que sí
estábamos bajo la ley. Y, la novedad es que decidió hacerlo en la pequeñez y en
la fragilidad de un recién nacido; decidió acercarse personalmente y en su
carne abrazar nuestra carne, en su debilidad abrazar nuestra debilidad, en su
pequeñez cubrir la nuestra. En Jesucristo, Dios no se disfrazó de hombre, se
hizo hombre y compartió en todo nuestra condición. Lejos de estar encerrado en
un estado de idea o de esencia abstracta, quiso estar cerca de todos aquellos
que se sienten perdidos, avergonzados, heridos, desahuciados, desconsolados o
acorralados. Cercano a todos aquellos que en su carne llevan el peso de la
lejanía y de la soledad, para que el pecado, la vergüenza, las heridas, el
desconsuelo, la exclusión, no tengan la última palabra en la vida de sus hijos.
El pesebre nos invita a asumir esta lógica divina. Una
lógica que no se centra en el privilegio, en las concesiones ni en los amiguismos;
se trata de la lógica del encuentro, de la cercanía y la proximidad. El pesebre
nos invita a dejar la lógica de las excepciones para unos y las exclusiones
para otros. Dios viene Él mismo a romper la cadena del privilegio que siempre
genera exclusión, para inaugurar la caricia de la compasión que genera la
inclusión, que hace brillar en cada persona la dignidad para la que fue creado.
Un niño en pañales nos muestra el poder de Dios interpelante como don, como
oferta, como fermento y oportunidad para crear una cultura del encuentro.
No podemos permitirnos ser ingenuos. Sabemos que desde varios
lados somos tentados para vivir en esta lógica del privilegio que nos
aparta-apartando, que nos excluye-excluyendo, que nos encierra-encerrando los
sueños y la vida de tantos hermanos nuestros.
Hoy frente al niño de Belén queremos admitir la necesidad de
que el Señor nos ilumine, porque no son pocas las veces que parecemos miopes o
quedamos presos de una actitud altamente integracionista de quien quiere hacer
entrar por la fuerza a otros en sus propios esquemas. Necesitamos de esa luz
que nos haga aprender de nuestros propios errores e intentos a fin de mejorar y
superarnos; de esa luz que nace de la humilde y valiente conciencia del que se
anima, una y otra vez, a levantarse para volver a empezar.
Al terminar otra vez un año, nos detenemos frente al
pesebre, para dar gracias por todos los signos de la generosidad divina en
nuestra vida y en nuestra historia, que se ha manifestado de mil maneras en el
testimonio de tantos rostros que anónimamente han sabido arriesgar. Acción de
gracias que no quiere ser nostalgia estéril o recuerdo vacío del pasado
idealizado y desencarnado, sino memoria viva que ayude a despertar la
creatividad personal y comunitaria porque sabemos que Dios está con nosotros.
Nos detenemos frente al pesebre para contemplar como
Dios se ha hecho presente durante todo este año y así recordarnos que cada
tiempo, cada momento es portador de gracia y de bendición. El pesebre nos
desafía a no dar nada ni a nadie por perdido. Mirar el pesebre es animarnos a
asumir nuestro lugar en la historia sin lamentarnos ni amargarnos, sin
encerrarnos o evadirnos, sin buscar atajos que nos privilegien. Mirar el
pesebre entraña saber que el tiempo que nos espera requiere de iniciativas
audaces y esperanzadoras, así como de renunciar a protagonismos vacíos o a
luchas interminables por figurar.
Mirar el pesebre es descubrir como Dios se involucra
involucrándonos, haciéndonos parte de su obra, invitándonos a asumir el futuro
que tenemos por delante con valentía y decisión. Mirando el pesebre nos
encontramos con los rostros de José y María. Rostros jóvenes cargados de
esperanzas e inquietudes, cargados de preguntas. Rostros jóvenes que miran
hacia delante con la no fácil tarea de ayudar al Niño-Dios a crecer. No se
puede hablar de futuro sin contemplar estos rostros jóvenes y asumir la
responsabilidad que tenemos para con nuestros jóvenes; más que responsabilidad,
la palabra justa es deuda, sí, la deuda que tenemos con ellos. Hablar de un año
que termina es sentirnos invitados a pensar como estamos encarando el lugar que
los jóvenes tienen en nuestra sociedad.
Hemos creado una cultura que, por un lado, idolatra la
juventud queriéndola hacer eterna pero, paradójicamente, hemos condenando a
nuestros jóvenes a no tener un espacio de real inserción, ya que lentamente los
hemos ido marginando de la vida pública obligándolos a emigrar o a mendigar por
empleos que no existen o no les permiten proyectarse en un mañana. Hemos privilegiado
la especulación en lugar de trabajos dignos y genuinos que les permitan ser
protagonistas activos en la vida de nuestra sociedad. Esperamos y les exigimos
que sean fermento de futuro, pero los discriminamos y «condenamos» a golpear
puertas que en su gran mayoría están cerradas.
Somos invitados a no ser como el posadero de Belén que frente
a la joven pareja decía: aquí no hay lugar. No había lugar para la vida, para
el futuro. Se nos pide asumir el compromiso que cada uno tiene, por poco que
parezca, de ayudar a nuestros jóvenes a recuperar, aquí en su tierra, en su
patria, horizontes concretos de un futuro a construir. No nos privemos de la
fuerza de sus manos, de sus mentes, de su capacidad de profetizar los sueños de
sus mayores (cf. Jl 3, 1). Si queremos apuntar a un futuro que sea digno para
ellos, podremos lograrlo sólo apostando por una verdadera inclusión: esa que da
el trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario (cf. Discurso en
ocasión de la entrega del Premio Carlomagno, 6 de mayo de 2016).
Mirar el pesebre nos desafía a ayudar a nuestros
jóvenes para que no se dejen desilusionar frente a nuestras inmadureces y
estimularlos a que sean capaces de soñar y de luchar por sus sueños. Capaces de
crecer y volverse padres de nuestro pueblo.
Frente al año que termina qué bien nos hace contemplar
al Niño-Dios. Es una invitación a volver a las fuentes y raíces de nuestra fe.
En Jesús la fe se hace esperanza, se vuelve fermento y bendición: «Él nos
permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos
desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría» (cf. Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 3).
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