Reflexión del Papa antes de la oración mariana del Ángelus:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (cf. Mt 4.12 a 23) narra el inicio de la
predicación de Jesús en Galilea. Él deja Nazaret, un pueblo en las montañas, y
se establece en Cafarnaúm, un centro importante en las orillas del lago,
habitado en su mayoría por paganos, punto de cruce entre el Mediterráneo y el
interior mesopotámico. Esta opción indica que los destinatarios de su
predicación no son sólo sus compatriotas, sino cuantos arriban a la cosmopolita
«Galilea de los gentiles» (v 15; cf. Is 8,23): así se llamaba. Vista desde la
capital Jerusalén, aquella tierra es geográficamente periférica y
religiosamente impura, porque estaba llena de paganos, debido a la mescolanza
con los que no pertenecían a Israel. De Galilea no se esperaban desde luego
grandes cosas para la historia de la salvación. Sin embargo, precisamente desde
allí - justo desde allí- se difunde aquella “luz” sobre la que hemos meditado
en los domingos pasados: la luz de Cristo. Se difunde precisamente desde la
periferia.
El mensaje de Jesús reproduce el del Bautista, proclamando el
«Reino de los Cielos» (v. 17). Este Reino no implica el establecimiento de un
nuevo poder político, sino el cumplimiento de la alianza entre Dios y su
pueblo, que inaugurará una temporada de paz y de justicia. Para estrechar este
pacto de alianza con Dios, cada uno está llamado a convertirse, transformando
su propio modo de pensar y de vivir. Esto es importante: convertirse no es
solamente cambiar la manera de vivir, sino también el modo de pensar. Es una
transformación del pensamiento. No se trata de cambiar la vestimenta, sino las
costumbres. Lo que diferencia a Jesús de Juan el Bautista es el estilo y el
método. Jesús elige ser un profeta itinerante. ¡Jesús siempre es callejero! No
se queda esperando a la gente, sino que se mueve hacia ella. Sus primeras
salidas misioneras se producen a lo largo del lago de Galilea, en contacto con
la multitud, en particular con los pescadores. Allí Jesús no sólo proclama la
venida del reino de Dios, sino que busca compañeros que se asocien a su misión
de salvación. En este mismo lugar encuentra a dos parejas de hermanos: Simón y
Andrés, Santiago y Juan; los llama diciendo: «Síganme y los haré pescadores de
hombres» (v. 19). La llamada les llega en medio de sus actividades cotidianas:
el Señor se revela a nosotros no en modo extraordinario o sensacional, sino en
la cotidianeidad de nuestra vida. Ahí debemos encontrar al Señor; y ahí Él se
revela, hace sentir su amor a nuestro corazón; y allí - con este diálogo con Él
en la cotidianeidad de nuestra vida - cambia nuestro corazón. La respuesta de
los cuatro pescadores es inmediata y rápida: «Inmediatamente dejaron las redes
y lo siguieron» (v. 20). Sabemos, de hecho, que eran discípulos de Juan el
Bautista y que, gracias a su testimonio, ya habían empezado a creer en Jesús
como el Mesías (cf. Jn 1,35-42).
Nosotros, los cristianos de hoy en día, tenemos la alegría de
anunciar y de dar testimonio de nuestra fe, porque existió ese primer anuncio,
porque existieron esos hombres humildes y valientes que respondieron
generosamente a la llamada de Jesús. En las orillas del lago, en una tierra
impensable, nació la primera comunidad de discípulos de Cristo. Que la
conciencia de estos inicios inspire en nosotros el deseo de llevar la palabra,
el amor y la ternura de Jesús a cada contexto, incluso a aquel más inaccesible
y resistente. ¡Llevar la Palabra a todas las periferias! Todos los espacios del
vivir humano son terreno en el que arrojar las semillas del Evangelio, para que
dé frutos de salvación.
Que la Virgen María nos ayude con su maternal intercesión a
responder con alegría a la llamada de Jesús y a ponernos al servicio del Reino
de Dios.
(Griselda Mutual - Radio Vaticano)
No hay comentarios:
Publicar un comentario