Texto completo de la homilía del Papa Francisco
«Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba
en su corazón» (Lc 2, 19). Así Lucas describe la actitud con la que María
recibe todo lo que estaban viviendo en esos días. Lejos de querer entender o
adueñarse de la situación, María es la mujer que sabe conservar, es decir
proteger, custodiar en su corazón el paso de Dios en la vida de su Pueblo.
Desde sus entrañas aprendió a escuchar el latir del corazón de su Hijo y eso le
enseñó, a lo largo de toda su vida, a descubrir el palpitar de Dios en la
historia. Aprendió a ser madre y, en ese aprendizaje, le regaló a Jesús la
hermosa experiencia de saberse Hijo. En María, el Verbo Eterno no sólo se hizo
carne sino que aprendió a reconocer la ternura maternal de Dios. Con María, el
Niño-Dios aprendió a escuchar los anhelos, las angustias, los gozos y las
esperanzas del Pueblo de la promesa. Con ella se descubrió a sí mismo Hijo del
santo Pueblo fiel de Dios.
En los evangelios María aparece como mujer de pocas palabras,
sin grandes discursos ni protagonismos pero con una mirada atenta que sabe
custodiar la vida y la misión de su Hijo y, por tanto, de todo lo amado por Él.
Ha sabido custodiar los albores de la primera comunidad cristiana, y así
aprendió a ser madre de una multitud. Ella se ha acercado en las situaciones
más diversas para sembrar esperanza. Acompañó las cruces cargadas en el
silencio del corazón de sus hijos. Tantas devociones, tantos santuarios y
capillas en los lugares más recónditos, tantas imágenes esparcidas por las
casas, nos recuerdan esta gran verdad. María, nos dio el calor materno, ese que
nos cobija en medio de la dificultad; el calor materno que permite que nada ni
nadie apague en el seno de la Iglesia la revolución de la ternura inaugurada
por su Hijo. Donde hay madre, hay ternura. Y María con su maternidad nos
muestra que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los
fuertes, nos enseña que no es necesario maltratar a otros para sentirse
importantes (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 288). Y desde siempre el santo
Pueblo fiel de Dios la ha reconocido y saludado como la Santa Madre de Dios.
Celebrar la maternidad de María como Madre de Dios y madre
nuestra, al comenzar un nuevo año, significa recordar una certeza que
acompañará nuestros días: somos un pueblo con Madre, no somos huérfanos.
Las madres son el antídoto más fuerte ante nuestras
tendencias individualistas y egoístas, ante nuestros encierros y apatías. Una
sociedad sin madres no sería solamente una sociedad fría sino una sociedad que
ha perdido el corazón, que ha perdido el «sabor a hogar». Una sociedad sin
madres sería una sociedad sin piedad que ha dejado lugar sólo al cálculo y a la
especulación. Porque las madres, incluso en los peores momentos, saben dar
testimonio de la ternura, de la entrega incondicional, de la fuerza de la
esperanza. He aprendido mucho de esas madres que teniendo a sus hijos presos, o
postrados en la cama de un hospital, o sometidos por la esclavitud de la droga,
con frio o calor, lluvia o sequía, no se dan por vencidas y siguen peleando
para darles a ellos lo mejor. O esas madres que en los campos de refugiados, o
incluso en medio de la guerra, logran abrazar y sostener sin desfallecer el
sufrimiento de sus hijos. Madres que dejan literalmente la vida para que
ninguno de sus hijos se pierda. Donde está la madre hay unidad, hay
pertenencia, pertenencia de hijos.
Comenzar el año haciendo memoria de la bondad de Dios en el
rostro maternal de María, en el rostro maternal de la Iglesia, en los rostros
de nuestras madres, nos protege de la corrosiva enfermedad de «la orfandad
espiritual», esa orfandad que vive el alma cuando se siente sin madre y le
falta la ternura de Dios. Esa orfandad que vivimos cuando se nos va apagando el
sentido de pertenencia a una familia, a un pueblo, a una tierra, a nuestro
Dios. Esa orfandad que gana espacio en el corazón narcisista que sólo sabe
mirarse a sí mismo y a los propios intereses y que crece cuando nos olvidamos
que la vida ha sido un regalo —que se la debemos a otros— y que estamos
invitados a compartirla en esta casa común.
Tal orfandad autorreferencial fue la que llevó a Caín a decir:
«¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gen 4,9), como afirmando: él no me
pertenece, no lo reconozco. Tal actitud de orfandad espiritual es un cáncer que
silenciosamente corroe y degrada el alma. Y así nos vamos degradando ya que,
entonces, nadie nos pertenece y no pertenecemos a nadie: degrado la tierra,
porque no me pertenece, degrado a los otros, porque no me pertenecen, degrado a
Dios porque no le pertenezco, y finalmente termina degradándonos a nosotros
mismos porque nos olvidamos quiénes somos, qué «apellido» divino tenemos. La
pérdida de los lazos que nos unen, típica de nuestra cultura fragmentada y
dividida, hace que crezca ese sentimiento de orfandad y, por tanto, de gran
vacío y soledad. La falta de contacto físico (y no virtual) va cauterizando
nuestros corazones (cf. Carta enc. Laudato si’, 49) haciéndolos perder la
capacidad de la ternura y del asombro, de la piedad y de la compasión. La
orfandad espiritual nos hace perder la memoria de lo que significa ser hijos,
ser nietos, ser padres, ser abuelos, ser amigos, ser creyentes. Nos hace perder
la memoria del valor del juego, del canto, de la risa, del descanso, de la
gratuidad.
Celebrar la fiesta de la Santa Madre de Dios nos vuelve a
dibujar en el rostro la sonrisa de sentirnos pueblo, de sentir que nos
pertenecemos; de saber que solamente dentro de una comunidad, de una familia,
las personas podemos encontrar «el clima», «el calor» que nos permita aprender
a crecer humanamente y no como meros objetos invitados a «consumir y ser consumidos».
Celebrar la fiesta de la Santa Madre de Dios nos recuerda que no somos
mercancía intercambiable o terminales receptoras de información. Somos hijos,
somos familia, somos Pueblo de Dios.
Celebrar a la Santa Madre de Dios nos impulsa a generar y
cuidar lugares comunes que nos den sentido de pertenencia, de arraigo, de
hacernos sentir en casa dentro de nuestras ciudades, en comunidades que nos
unan y nos ayudan (cf. Carta enc. Laudato si’, 151).
Jesucristo en el momento de mayor entrega de su vida, en la
cruz, no quiso guardarse nada para sí y entregando su vida nos entregó también
a su Madre. Le dijo a María: aquí está tu Hijo, aquí están tus hijos. Y
nosotros queremos recibirla en nuestras casas, en nuestras familias, en
nuestras comunidades, en nuestros pueblos. Queremos encontrarnos con su mirada
maternal. Esa mirada que nos libra de la orfandad; esa mirada que nos recuerda
que somos hermanos: que yo te pertenezco, que tú me perteneces, que somos de la
misma carne. Esa mirada que nos enseña que tenemos que aprender a cuidar la
vida de la misma manera y con la misma ternura con la que ella la ha cuidado:
sembrando esperanza, sembrando pertenencia, sembrando fraternidad.
Celebrar a la Santa Madre de Dios nos recuerda que tenemos
Madre; no somos huérfanos, tenemos una Madre. Confesemos juntos esta verdad. Y
los invito a aclamarla tres veces como lo hicieron los fieles de Éfeso: Santa
Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios.
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