Texto completo de la catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Entre las figuras de las mujeres que el Antiguo Testamento
nos presenta, resalta aquella de una gran heroína del pueblo: Judit. El Libro
bíblico que lleva su nombre narra la grandiosa campaña militar del rey Nabucodonosor,
el cual, reinando en Nínive, expande los límites del imperio derrotando y
conquistando a todos los pueblos de su alrededor. El lector entiende que se
encuentra ante un gran e invencible enemigo que está sembrando muerte y
destrucción y que llega hasta la Tierra Prometida, poniendo en peligro la vida
de los hijos de Israel.
El ejército de Nabucodonosor, de hecho, bajo la guía del
general Holofernes, sitió una ciudad de Judea, Betulia, cortando las reservas
de agua y debilitando así la resistencia de la población.
La situación se vuelve dramática, al punto que los habitantes
de la ciudad se dirigen a los ancianos pidiendo rendirse ante los enemigos. Sus
palabras son desesperadas: «Ya no hay nadie que pueda auxiliarnos, porque Dios
nos ha puesto en manos de esa gente para que desfallezcamos de sed ante sus
ojos y seamos totalmente destruidos. Han llegado a decir esto: “Dios nos ha
abandonado”; la desesperación era grande en esa gente. Llámenlos ahora mismo y
entreguen la ciudad como botín a Holofernes y a todo su ejército» (Jdt
7,25-26). El fin parece inevitable, la capacidad de confiar en Dios se ha
terminado – la capacidad de confiar en Dios se ha terminado. Y cuantas veces
nosotros llegamos a situaciones extremas donde no sentimos ni siquiera la capacidad
de tener confianza en el Señor. Es una fea tentación. Y, paradójicamente,
parece que, para huir de la muerte, no queda más que entregarse en manos de
quien asesina. Ellos saben que estos soldados entraran a saquear la ciudad, a
tomar a las mujeres como esclavas y luego matar a todos los demás. Esto es
justamente “lo extremo”.
Y ante tanta desesperación, el jefe del pueblo intenta
proponer un motivo de esperanza: resistir todavía cinco días, esperando la
intervención salvífica de Dios. Pero es una esperanza débil, que les hace
concluir: «Si transcurridos estos días, no nos llega ningún auxilio, entonces
obraré como ustedes dicen» (7,31). Pobre hombre: no tenía salida. Cinco días
les son concedidos a Dios – y está aquí el pecado – cinco días les son
concedidos a Dios para intervenir; cinco días de espera, pero ya con la
perspectiva del final. Conceden cinco días a Dios para salvarlos, pero saben
que no tienen confianza, esperan lo peor. En realidad, ninguno más, entre el
pueblo, es todavía capaz de esperar. Estaban desesperados.
Es en esta situación que aparece en escena Judit. Viuda,
mujer de gran belleza y sabiduría, ella habla al pueblo con el lenguaje de la
fe. Valiente, reprocha en la cara al pueblo diciendo: «Ustedes ponen a prueba
al Señor todopoderoso, […]. No, hermanos; cuídense de provocar la ira del
Señor, nuestro Dios. Porque si él no quiere venir a ayudarnos en el término de
cinco días, tiene poder para protegernos cuando él quiera o para destruirnos
ante nuestros enemigos. […]. Por lo tanto, invoquemos su ayuda, esperando
pacientemente su salvación, y él nos escuchará si esa es su voluntad»
(8,13.14-15.17). Es el lenguaje de la esperanza. Toquemos la puerta del corazón
de Dios, Él es Padre, Él puede salvarnos. Esta mujer, viuda, arriesga de quedar
mal ante los demás. ¡Pero es valiente! ¡Va adelante! Esta es mi opinión: las
mujeres son más valientes que los hombres.
Y con la fuerza de un profeta, Judit convoca a los hombres de
su pueblo para conducirlos a la confianza en Dios; con la mirada de un profeta,
ella ve más allá del estrecho horizonte propuesto por los jefes y del miedo que
lo hace aún más limitado. Dios actuará ciertamente – ella lo afirma – mientras
la propuesta de los cinco días de espera es un modo para tentarlo y para
someterse a su voluntad. El Señor es Dios de salvación – y ella lo cree –,
cualquier forma esa tome. Es salvación librar de los enemigos y hacer vivir,
pero, en sus planes impenetrables, puede ser salvación también entregar a la
muerte. Mujer de fe, ella lo sabe. Luego conocemos el final, como terminó la
historia: Dios salva.
Queridos hermanos y hermanas, no pongamos jamás condiciones a
Dios y dejemos en cambio que la esperanza venza nuestros temores. Confiar en
Dios quiere decir entrar en sus designios sin ninguna pretensión, también
aceptando que su salvación y su ayuda lleguen a nosotros de modos distintos a
nuestras expectativas. Nosotros pedimos al Señor vida, salud, afectos,
felicidad; y es justo hacerlo, pero con la conciencia que Dios sabe traer vida
también de la muerte, que se puede experimentar la paz también en la
enfermedad, y que puede haber serenidad también en la soledad y alegría también
en el llanto. No somos nosotros los que podemos enseñar a Dios aquello que debe
hacer, de lo que nosotros tenemos necesidad. Él lo sabe mejor que nosotros, y
debemos confiar, porque sus vías y sus pensamientos son distintos a los
nuestros.
El camino que Judit nos indica es aquel de la confianza, de
la espera en la paz, de la oración y de la obediencia. Es el camino de la
esperanza. Sin fáciles resignaciones, haciendo todo lo que está en nuestras
posibilidades, pero siempre permaneciendo en el surco de la voluntad del Señor,
porque – lo sabemos – ha orado mucho, ha hablado al pueblo y después, valiente,
se ha ido, ha buscado el modo para acercarse al jefe del ejército y ha logrado
cortarle la cabeza, decapitarlo. Es valiente en la fe y en las obras. Y busca
siempre al Señor. Judit, de hecho, tiene un plan, lo actúa con suceso y lleva
al pueblo a la victoria, pero siempre en la actitud de fe de quien todo acepta
de la mano de Dios, segura de su bondad.
Así, una mujer llena de fe y de valentía devuelve la fuerza a
su pueblo en peligro mortal y lo conduce sobre la vía de la esperanza,
indicándolo también a nosotros. Y nosotros, si hacemos un poco de memoria,
cuántas veces hemos escuchado palabras sabias, valientes, de personas humildes,
de mujeres humildes que uno piensa que – sin despreciarlas – fueran ignorantes.
Pero son palabras de la sabiduría de Dios. Las palabras de las abuelas. Cuantas
veces las abuelas saben decir la palabra justa, la palabra de esperanza, porque
tienen la experiencia de la vida, han sufrido mucho, se han encomendado a Dios
y el Señor les da este don de darnos consejos de esperanza. Y, recorriendo esas
vías, será alegría y luz pascual encomendarse al Señor con las palabras de
Jesús: «Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi
voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). Y esta es la oración de la sabiduría, de la
confianza y de la esperanza.
(Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
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