Texto completo de
las palabras del Papa Francisco en el Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La liturgia de este domingo nos hace meditar sobre las
Bienaventuranzas (Cfr. Mt 5,1-12a), que abren el gran discurso llamado el “de
la montaña”, la “magna charta” del Nuevo Testamento. Jesús manifiesta la
voluntad de Dios de llevar a los hombres a la felicidad. Este mensaje estaba ya
presente en la predicación de los profetas: Dios está cerca de los pobres y de
los oprimidos y los libera de cuantos los maltratan. Pero en esta predicación,
Jesús sigue un camino particular: comienza con el término “bienaventurados”, es
decir, felices; prosigue con la indicación de la condición para ser ello; y
concluye haciendo una promesa. El motivo de la bienaventuranza, es decir, de la
felicidad, no está en la condición pedida – «pobres de espíritu», «afligidos»,
«los que tienen hambre y sed de justicia», «perseguidos»… – sino en la sucesiva
promesa, de recibirlo con fe como don de Dios. Se parte de la condición de
dificultad para abrirse al don de Dios y acceder al mundo nuevo, el «reino»
anunciado por Jesús. No es un mecanismo automático, sino un camino de vida de
seguimiento del Señor, por la cual la realidad de dificultad y de aflicción es
vista en una perspectiva nueva y experimentada según la conversión que se
actúa. No se es bienaventurado si no se ha convertido, en grado de apreciar y
vivir los dones de Dios.
Me detengo en la primera bienaventuranza: «Felices los
pobres de espíritu, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos» (v.
4). El pobre de espíritu es aquel que ha asumido los sentimientos y las actitudes
de los pobres que en su condición no se rebelan, sino saben ser humildes,
dóciles, disponibles a la gracia de Dios. La felicidad de los pobres – de los
pobres de espíritu – tiene una doble dimensión: en relación a los bienes y en
relación a Dios. En relación a los bienes, a los bienes materiales, esta
pobreza de espíritu es sobriedad: no necesariamente renuncia, sino capacidad de
gustar lo esencial, de compartir; capacidad de renovar cada día la maravilla
por la bondad de las cosas, sin opacarse en el consumo voraz. Más tengo, más
quiero; más tengo, más quiero: este es el consumo voraz. Y esto mata el alma. Y
el hombre o la mujer que hacen esto, que tienen esta actitud “más tengo, más
quiero”, no son felices y no llegaran a la felicidad. En relación a Dios es
alabanza y reconocimiento que el mundo es bendición y que en su origen está el
amor creador del Padre. Pero es también apertura a Él, docilidad a su señoría:
¡Él es el Señor, es Él el grande, yo no soy grande porque tengo muchas cosas!
Es Él el que ha querido el mundo para todos los hombres y lo ha querido para
que los hombres sean felices.
El pobre de espíritu es el cristiano que no confía en sí
mismo, en sus riquezas materiales, no se obstina en sus propias opiniones, sino
escucha con respeto y sigue con gusto las decisiones de los demás. ¡Si en
nuestras comunidades existieran más pobres de espíritu, existirían menos
divisiones, contrastes y polémicas! La humildad, como la caridad, es una virtud
esencial para la convivencia en las comunidades cristianas. Los pobres, en este
sentido evangélico, se presentan como aquellos que tienen despierta la meta del
Reino de los cielos, haciendo entrever que éste es anticipado en germen en la
comunidad fraterna, que prefiere el compartir al poseer. Esto quisiera subrayarlo:
preferir el compartir al poseer. Siempre tener el corazón y las manos así, no
así. Cuando el corazón es así, es un corazón cerrado: que ni siquiera sabe cómo
amar. Cuando el corazón es así, va por el camino del amor.
La Virgen María, modelo y primicia de los pobres de
espíritu porque totalmente dócil a la voluntad del Señor, nos ayude a
abandonarnos a Dios, rico en misericordia, para que nos colme de sus dones,
especialmente de la abundancia de su perdón.
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