No es menos cierto, sigue diciendo
que “estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una
verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de
una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como
verdadera « cultura de muerte », una conjura contra la vida, que se manifiesta tanto
en la dimensión personal y familiar, como en la dimensión social y política. Es
un triple desafío propuesto desde el nihilismo metafísico, que niega la
trascendencia y en consecuencia la fe; desde el cinismo moral, que afirma el relativismo
moral y en consecuencia la negación del sentido ético del deber ser y de la esperanza;
y finalmente desde el individualismo social, como negativa existencial al don
de si y a la comunión de personas.
Un hambre lacerante
“”Y entrando en sí mismo, dijo: ¿Cuántos jornaleros de mi padre
tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre!” (Lc 15,
17-18). El hijo pródigo ha vivido la experiencia del mal, que promete
abundancia y devuelve un hambre lacerante. La cultura de la muerte ha
prendido en el hombre actual, los síntomas de esta enfermedad moral se
multiplican. En las sociedades del mundo desarrollado, la enfermedad mortal del
relativismo tiene carácter epidémico. La pobreza moral se extiende por
doquier. Y nos descubre su verdadera naturaleza. ¡Cuánta tristeza brota
de la desafección por la vida y por el amor verdadero!
Un cuadro de datos estadísticos nos puede centrar en este drama y
nos ayudará a comprender las dimensiones de lo que está en juego.
Son datos del Instituto de Política familiar. Se
rompen en España 408 matrimonios al día (2005), un matrimonio cada 3,5´. En la
actualidad en España hay un divorcio cada 3,7 minutos. Cada hora se separas 16
parejas que no se aguantan.
En 2006 se produjeron 141.817 divorcios, un 5º% más
que en 2005. Es más fácil romper un matrimonio que un contrato de alquiler de
una vivienda. Con la ley del Divorcio Express, aprobada en 2005, se dispara el
número de separaciones. Se produce un aborto cada menos de 5,7 minutos y 252
abortos al día. Uno de cada seis embarazos termina en aborto. Sufrimiento
inacabable. Cristo llora con los que lloran, conoce los campos de exterminio,
las guerras inacabables, los flujos migratorios, las clínicas abortivas, el
anhelo de una verdadera justicia, en tantas ocasiones adulterada y pervertida, las
órdenes de alejamiento que no se respetan, los derechos prostituidos, el
bienestar insultante de unos, frente a la indigencia de los otros, y todo eso
lo sufre en nosotros y con nosotros.
La familia ¿cómo
problema o como solución?
Dos
grandes interrogantes nos obligan a plantearnos si hay esperanza para el drama
del hombre actual. Benedicto XVI los ha expuesto en Deus caritas est, la
primera encíclica de su Pontificado: “¿Se puede amar de verdad a Dios?”,
“¿Podemos de verdad amar al prójimo”, a mi esposa, a mis hijos, a mis
amigos y próximos, a mis enemigos, con un amor incondicional? Ambas preguntas
no son extrañas a la conciencia cristiana. El apóstol Juan, quiere afirmar con rotundidad,
fuera de toda duda que “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece
en Dios y Dios en él (Jn 4,16). En
fecha reciente, en la ciudad de Savona, Benedicto XVI ha presentado el mensaje
del Amor misericordioso de Dios como fuerza y secreto para afrontar los
desafíos que hoy plantean el materialismo, el relativismo y el laicismo.
Cristo
nos invita a retomar las primeras páginas del Génesis, en un diálogo abierto
con los saduceos sobre un tema tan actual como el divorcio. “Maestro, ¿se puede
despedir a la mujer por cualquier
motivo?” (Mt, 19, 3). La sociedad judía había evolucionado hacia un divorcio
consentido por Moisés, y ahora Cristo les propone invertir el sentido de su mirada,
porque en el “principio” no era así.” Allí, en el Génesis “Dijo luego
Yahvé Dios: “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una
ayuda adecuada” (Gn 2, 18). Donde había soledad, deviene una comunión de
personas.
Lo
que Cristo nos va a revelar es la unidad del plan de Dios y del corazón del
hombre7, llamado a salir de la soledad, verdad que subyace desde el principio
en la narración del Génesis. “Al principio los hizo Dios a su imagen y semejanza,
hombre y mujer los creó” (Gen 1,27) Este pasaje se complementa con el de
(Gen 2,24): “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se
unirá a su mujer y serán una sola carne”. Desde que el mundo existe
nuestros amores nos remiten a otro amor más grande, originario y perfecto. Sólo
nuestra dureza de corazón nos hace perder el horizonte del don de sí que se nos
manifiesta como revelación y regalo.
La fe de Israel no conoce a Dios como Padre, pero
venera a su Dios y reza cada día con las palabras del Deuteronomio: “Escucha
Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el
corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” ((6, 4-5). Y
también en el Libro del Levítico se dice: “Amarás a tu prójimo como a ti
mismo” (19,18). Jesús, para asombro de sus oyentes, ha hecho de ambos un
único precepto, tal como lo refiere el apóstol Marcos (cf. Marcos 12, 29-31). Y
ha hecho de la relación humana un misterio de comunión, como respuesta al don
del amor recibido del mismo Dios. El amor que era mandato y mandamiento, ahora es
mucho más en Cristo, se hace “respuesta al don del amor, con el cual viene a
nuestro encuentro”.
2. Cristo se ha hecho misericordia para mostrar la vía del amor
La auténtica misericordia en el mundo se ha hecho presente en
medio de nosotros, de una vez por todas, en el Cristo de la Pascua, el Señor.
Después de veinte siglos, su presencia vive en nosotros y para nosotros, en
esta tierra compartida de lágrimas y de esperanzas.
Es Cristo, el nuevo Adán, el que recorre el camino de la vida
junto a nosotros, como en Emaús. La misericordia no llega a nosotros como un mensaje abstracto, sino personificada
en Cristo, porque El mismo es la misericordia, para cada uno de nosotros. Y lo
es siendo Hijo y enseñándonos a serlo a nosotros. El corazón de Cristo es un
corazón transido por la ternura, es un corazón de carne, que va a marcar en la
historia una nueva relación entre lo antiguo y lo nuevo que es El, el paso de
un “corazón de piedra” a un “corazón de carne”, de un pueblo cuyo “corazón está
lejos de mí”, como dirá Isaías (Is 29, 13), a un “corazón nuevo” capaz de amar
en un nuevo pacto de fidelidad. Todo se juega en el corazón, “Porque donde esté
tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6,21).
Esta vía del
amor es el encuentro de la Buena Nueva que se realiza en el corazón hambriento
de cada hombre, el encuentro entre el eros y el ágape, entre la apertura del
deseo y el don divino. Pasa en primer lugar por el amor de los esposos, por su
realidad familiar, en donde la persona puede madurar su amor. En un sentido más
amplio por el amor esponsal, abierto a la virginidad y al matrimonio. Aquí
convergen teocentrismo y antropocentrismo, Dios y el hombre. “Vivir el amor
verdadero es el medio para hacer entrar la luz de Dios en el mundo” (D.C.E 39).
Lo había manifestado Benedicto XVI seis meses antes (6/06/2005), en la Asamblea
de la Diócesis de Roma: “la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea
la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama”.
Benedicto XVI
nos reconduce a lo esencial. El cristiano sólo puede expresar su opción
fundamental de vida, con una afirmación que es un acto de fe: “Hemos creído en el amor de Dios”. “No se
comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el
encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da nuevo horizonte a la
vida y, con ello, una orientación decisiva”.
Nos conocemos lo
suficiente para saber que este ideal es imposible, si Dios no acorta la distancia
e invierte el sentido del recorrido. Nuestros esfuerzos son vanos si Él no toma la iniciativa. Decisiones éticas,
grandes ideas, construcciones filosóficas, la
bondad natural del hombre en la búsqueda de un bien razonable, no son
suficientes para que el corazón alcance su reposo, como lo expresara S.
Agustín: “Nuestro corazón está inquieto
hasta que descanse en Ti”.
La sinfonía de la llamada
La misericordia
divina actúa en el mundo, y se detiene en todos los caminos. Esta vocación, que
personaliza desde el principio la vida con nombres singulares, padre/madre,
hijo/hija, esposo/esposa, se desarrolla como una sinfonía grandiosa en cada
hombre que viene a este mundo. Quien se incorpora a ella, mediante la adhesión
de su libertad, reconoce que “el amor es la meta última y más alta a que
puede aspirar el hombre... la salvación del hombre está en el amor y a
través del amor”, como nos descubre Victor Frankl, después de haber
sobrevivido a un campo de concentración nazi en la II Guerra Mundial.
La vocación
sería impensable sin el don de la libertad. Y la libertad no se entendería si
no se pone al servicio del fin de la vida, en la construcción de una auténtica
comunión de personas (DPF, 28). El que nos llamó es garante de su fidelidad. Y
su fidelidad exige la nuestra.
El que hoy no se
hable de fidelidad, no significa que no exista. Es la palabra que está escrita
en todo tálamo nupcial, imperecedera e imborrable, porque es la única que
defiende la verdad de la relación conyugal: “Te querré para siempre”.
Traicionar esta verdad es no entender, lo que sin duda se iluminará más tarde:
“Al final de nuestra vida – como comenta H. Arendt-, descubrimos que
sólo es verdadero aquello a lo que hemos podido continuar siendo fieles”.
Enternece la
figura de Benedicto XVI, en su encíclica Deus caritas est, cuando manifiesta
que desea hablar del amor, “del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos
comunicar a los demás”11. La fidelidad es el lenguaje del amor, que en Dios
se da de manera misteriosa y gratuita, para que el hombre experimente la
grandeza de perdonar y ser perdonado.
El esposo
regenera a la esposa cuando se entrega a ella y la esposa al esposo, cuantos
dramas conyugales dependen de la espera del uno hacia el otro, con un corazón
misericordioso que restañe y cure las heridas. ¡Cuántos hijos y esposos alcanzarán
la madurez, por esta vía dolorosa que primero es de ida, en la búsqueda de los
placeres prohibidos, y luego de retorno hacia la casa paterna!, hacia el hogar
conyugal.
El verdadero
amor es la aceptación de todo lo que el otro es, de lo que ha sido, de lo que
será, y de lo que ya nunca podrá ser. Esta es la paradoja que tan bellamente ha
expresado Rilke: “Dos infinitos se encuentran con dos límites, dos
infinitamente necesitados de ser amados se encuentran con dos frágiles y limitadas
capacidades de amar, y sólo en el horizonte de un amor más grande no se devoran
en la pretensión, ni se resignan, sino que caminan juntos hacia una plenitud de
la cual el otro es signo”
Parte de ese camino de purificación, consistirá en “liberar nuestra vida y el mundo de las intoxicaciones
y contaminaciones que podrían destruir el presente y el futuro” de la familia. En respetar las fuentes de la creación y de la vida, en
liberarnos del hedonismo creciente que hoy penetra en los espacios más
recónditos de la vida familiar, en
defender la dignidad de la vida, el pudor
en la mujer, la castidad matrimonial.
El salmo 84 proclama: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”. La familia es el signo de esta ‘presencia misericordiosa en
una sociedad alienada y aletargada.
Aunque haya un empeño especial en diluir y
difuminar el sentido de la familia, tenemos por ello una especial necesidad de
reafirmar lo característico de su dinamismo, tal como lo hace Angelo Scola: “Cabe definir la familia –célula
básica de la sociedad- como la unión
estable e indisociable entre un hombre y una mujer referida necesariamente a la generación de los hijos y
reconocida públicamente a través del contrato matrimonial”.
El Señor está cerca de quién tiene un corazón herido
Es una tarea que supera nuestras fuerzas, un ideal
inalcanzable, como le parecería al hijo al principio retomar el camino de la
casa paterna. El buen samaritano, como el padre con el hijo pródigo, se abre a
la misericordia, que ciertamente se abaja, para sanar las heridas y colocar
tanto drama bajo la luz de la palabra de Dios, y el testimonio convincente del amor.
El buen samaritano es Cristo. Juan Pablo II ante las numerosas fuentes de
inquietud que se ciernen sobre el hombre de hoy, intuye el trasfondo de un
gigantesco remordimiento. Pensemos en las sociedades desarrolladas, acomodadas,
saciadas e inmensamente vacías.
Y en la sombra inquietante que describe el aborto,
las rupturas matrimoniales, la violencia doméstica, la renuncia a la paternidad,
la infidelidad amorosa, los hijos abandonados, la anarquía familiar, la vida de
todos los días. Pensemos en nosotros mismos.
Ante ese panorama desolador “Frente a tantas
familias deshechas, la Iglesia se siente llamada no a expresar un juicio severo
y distante, sino más bien a meter en los pliegues de tantos dramas la luz de la
Palabra de Dios, acompañada por el testimonio de su misericordia”, tal como
expresara Juan Pablo II con motivo del Gran Jubileo del 2000. A combatir el mal
con el bien y a ungir las heridas con el aceite de la misericordia. “Si uno
murió por todos, todos por tanto murieron. “Y murió por todos, para que ya
no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”
(2 Co, 5, 14-15).
El precio de su amistad –“vosotros sois mis
amigos”- es lo que nos desconcierta. No nos pide que escalemos ninguna cumbre
inaccesible, sino que nos acerquemos para aceptar su perdón. Es Otro el que me
salva, dando su vida, el que sube al monte de la misericordia, al monte de la cruz,
no para dar la misericordia, sino para hacerse pura misericordia. Esa
conciencia que hace nacer en nosotros es fruto del Espíritu que le anima, para renovar
nuestra vida después de haber vencido a la muerte. El mal ha sido aplastado por
la plenitud de Cristo.
De su costado herido brotó sangre y agua, la sangre
que redime y el agua que nos purifica. Pero antes de entregar su Espíritu, ha
querido entregarnos a su Madre en la persona de Juan, el discípulo amado: “Mujer,
ahí tienes a tu hijo” Luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”.
Y desde aquella hora la recibió en su casa” (Jn, 19, 26-27). Con que delicadeza
Jesús nos muestra una nueva morada para la Iglesia, junto con su Madre, y los
amigos de su hijo. Es en esa morada donde se va a recomponer la Iglesia. Ya nos
lo había contado en la parábola del hijo pródigo. La conversión comienza por la
vuelta a casa.
3.
Una morada donde habitar
“Traed el
novillo cebado, matadlo y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío
había muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado” (Jn
15, 23-24). Es la fiesta de la misericordia, de la vuelta a casa, fuera de la
casa, de la morada, está la muerte y en ella la vida, el descanso y también el
trabajo y el alimento. El hijo, en la medida en que se aleja del mal,
que ha propiciado su descalabro, se acerca a la casa del padre.
Se cumple la
aseveración del salmo 36: “Apártate del mal y haz el bien, / y siempre
tendrás una casa;/ porque el Señor ama la justicia y no abandona a sus fieles”.
Nos empeñamos en construir moradas vacías. Corazones vacíos en casas vacías,
sin la presencia de Aquel que construye la casa y guarda la ciudad y sus
moradores. El sujeto cristiano nace en una morada cristiana, alimentada
por una cultura de la vida y del amor.
La casa es un
lugar de convivencia vocacional en el amor, de connivencia de dos destinos, que
viven el uno por el otro, en la ayuda mutua, y en la apertura a la vida, como
cumplimiento de ese destino. No se suele pensar demasiado en esta compañía
vocacional que representa la vida conyugal y que los vincula en un yugo de fidelidad
y de permanencia. Cada uno vive para hacer posible el destino del otro, para
que la voluntad de Dios que pedimos se cumpla en el Padrenuestro, se haga
realidad tanto en el otro como en mí. Es el lugar donde todo es cómplice, como
sugiere Peguy, para ese destino que es la consumación en el amor, el amor de los
esposos, sí, y el amor de Dios que todo lo convierte en caridad. El verdadero
amor hace posible una historia.
Primero por el
Bautismo y luego por el sacramento del matrimonio, la realidad del amor
conyugal, en función de Cristo, se hace el gran templo de Dios.
Nada será ya profanum,
porque la muerte y la vida, el trabajo y el descanso, el amor de los esposos,
el ocio y las preocupaciones de la vida, todo forma ya parte de la encarnación
y de la vida escondida que nos salva, a imitación de la familia de Nazaret.
¿Nada vale vuestra vida ordinaria? Es el gran tesoro que poseemos, allí donde
la vida nos pertenece y realizamos el verdadero ofertorio de lo que somos y
tenemos y también de lo que no hemos sido, por nuestras concretas miserias, y
de lo que queremos ser con la gracia inmensa que habita en nosotros.
La creación no
ha parado de sucederse cada día, haciendo posible el instante que vivimos.
Somos como vasos de arcilla, frágiles y quebradizos. Pero El es Aquel cuya
plenitud explica la vida y la dispensa a manos llenas. “No ardían nuestros
corazones dentro de nosotros mientras nos hablaba por el camino” (Lc 24,32).
Y no deja de robustecer la vida humana, desde un cuidado atento y tierno, como
el que experimenta una madre por sus hijos.
Donde no hay una
verdadera casa hay nostalgia de que la haya. “Es la nostalgia de una casa en
la que el pan de cada día sea el amor, el perdón, la necesidad de comprensión,
en la que la verdad sea la fuente de la que brota la paz del corazón” con
palabras de Benedicto XVI,17 que nos sigue diciendo: “Esta nostalgia no es más
que el deseo de una vida plena, feliz, realizada. No tengáis miedo de este
deseo. No lo evitéis. No os desaniméis a la vista de las casas que se han
desplomado, de los deseos que no se han realizado, de las nostalgias que se han
disipado”.
Casa y vida se unifican, se reclaman. Nadie puede construir una vida si
no tiene una casa, porque el sentido de la vida nace y brota en ese espacio de
intimidad, que sólo el amor humano puede crear. Ardua tarea, hermosa tarea para
tantos jóvenes, que necesitan ser estimulados por la belleza que se genera sólo
donde la casa se hace tarea y destino.
El Hijo del Padre ha querido encarnarse en una Virgen llamada María y
habitar en una casa, en una ciudad de Nazaret, donde la vida brotaba a
borbotones, sin que nada en apariencia cambiase el ritmo del trabajo y del
descanso. Desde entonces sabemos una realidad esencial, nuestra verdadera y
definitiva casa es la Trinidad. Y trasunto de la familia divina es la que Dios
ha querido que el hombre y la mujer constituyan en un espacio vocacional, en una
alianza, que es icono trinitario.
El genio poético y místico de Karol Wojtyla nos ha aproximado a esta
fascinante realidad: Todo lo demás se revelará insignificante y sin
importancia frente a la única realidad esencial: Padre, Hijo, Amor. Entonces,
descendiendo hasta las cosas más simples, nos diremos todos: “¿No se podría
haber descifrado todo esto mucho antes? ¿No era esto lo que estaba presente,
desde siempre, en el fondo de todo lo que es?”.
El Dios Padre de la vida, restaura en nosotros la imagen de su Hijo.
Nos quiere como a Él, hijos en el Hijo. La misericordia del Hijo, su ternura,
ha transido todo lo humano desde la cruz, para rescatar lo que estaba perdido y
ha impregnado todo lo humano de esa benevolencia inaudita, que transforma todo
lo que toca por el amor. El plan de Dios vincula al hombre en un espacio de
ternura, donde se hace posible reconstruir la ternura del Hijo en cada uno de
sus miembros. Todo es ternura o puede llegar a serlo. Sin duda está llamado a
serlo.
Es en esta morada donde la familia se abre al misterio de la Iglesia,
en el descubrimiento admirado del plan de Dios sobre sus moradores. Forman una
comunidad en diálogo con Dios, como santuario doméstico. La plegaria familiar
es uno de sus vínculos más significativos. Como comunidad creyente, vive en un
servicio recíproco entre sus miembros y al servicio del hombre. Su ser es la
apertura al servicio eclesial y a la evangelización, por el imperativo del
amor, que impulsa el corazón de la Iglesia en cada uno de sus hijos.
La familia lugar de la
consolación
“Estando
él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y
le besó efusivamente” (Jn 15, 21)
El
arrepentimiento del hijo, su vuelta a casa, enternece al padre. Su misericordia
se hace consuelo para el hijo, hasta el punto de correr, abrazarle y besarle
con una efusión indescriptible. La Iglesia espera de la familia que se
convierta en Iglesia doméstica, donde habite el Dios de la paciencia y del
consuelo de los unos para con los otros, de los esposos en su mutua relación,
de los padres para con los hijos y de los hermanos entre si.
Este
“Dios de la consolación” (Rm 15,4) nos ha enviado a Jesucristo como el
primer consolador de los esposos desolados, o tal vez atormentados por su
propia desidia, por la dejación de sus responsabilidades familiares. El
Espíritu Santo continúa su obra en la Iglesia. La promesa de Cristo es
verdadera y nos devuelve la esperanza: «el Consolador que estará con
vosotros para siempre». Y se renueva entre nosotros, en nuestras
comunidades y familias: «La Iglesia se edificaba y progresaba en el
temor del Señor y estaba llena de la consolación (¡paráclesis!) del Espíritu
Santo», tal como nos lo cuentan los Hechos de los Apóstoles (9,31).
Donde
abunda el mal sobreabunda el bien y la gracia. Es una invitación a convertirnos
también nosotros en paráclitos, con la palabra y con las obras. Aprendamos con
San Francisco a balbucir en nuestra oración: «Que no busque tanto ser consolado
como consolar, ser comprendido como comprender, ser amado como amar...».
Alegrarse con el que se alegra, sufrir con el que sufre.
Él
ha tomado posesión de nosotros, nos toma cada día en un misterio de muerte y de
vida, en un morir a nosotros mismos y en un vivir para Dios, haciéndonos
semejantes a Él. Nuestra libertad de hombres y mujeres nos provoca a ver las
cosas en su verdad, una verdad de comunión en su cuerpo. Nada ha cambiado en apariencia,
y sin embargo un modo diferente de ver y de querer, de palpar y de soñar, de
orar y de cantar, nos entrega a la dulce tarea de vivir en Él y para Él, en el
camino de los hombres, en el bullicio de este tercer milenio.
Una cultura de la vida
humana y de la familia
La tarea es
inmensa. La unidad familiar es el don de Dios-Amor y lo comunica cuando da
respuesta a una dimensión vocacional, que incluye el amor y la vida. Somos el
pueblo de la vida porque nos guía y sostiene la ley del amor. Aquí nace el
compromiso del evangelio de la vida para toda familia cristiana.
Y se traduce, la
Iglesia siempre ha sabido traducirlo, en la defensa de la vida sin paliativos,
en estructuras de promoción y servicio, en acogida y hospitalidad, unas veces
materializadas en organizaciones e instituciones concretas, y las más desde
iniciativas privadas, personales, al servicio del bien de la familia y de la
comunidad entera. Benedicto XVI lo ha abordado en la segunda parte de su
reciente encíclica “Deus caritas est”, cuando habla de “Caritas. El ejercicio
del amor por parte de la Iglesia como “comunidad de amor”. Millones de
familias cristianas están llamadas al testimonio de la caridad y de la
hospitalidad.
Dentro de ese
ejercicio de caridad, resalta la pedagogía de la vida, el servicio a la
transmisión de la vida. La familia es el verdadero santuario de la vida, el
ámbito sagrado, y propio donde esta puede ser preservada desde su concepción, acogida
y protegida hasta su madurez22. Frente a la cultura de la muerte, que acepta el
aborto como un mal menor asumible para la madre, la cultura de la vida ha de
suponer para la familia cristiana especialmente, y para la sociedad toda, una
defensa de la vida sin paliativos, en el terreno de los principios y en el de
las realidades. Cada familia está llamada a ser « pueblo de la vida y para
la vida », a trabajar a favor de la vida para renovar la sociedad.
El ministerio
educativo de la familia y de la Iglesia
Este es el
empeño de evangelización silencioso y profundo que se nos propone, que la
familia testimonie en su unidad familiar el don de Dios Amor y haga de la
familia verdadero nido de amor, casa de acogida y hospitalidad y escuela de madurez
humana, de virtud y de valores cristianos para los hijos.
Benedicto XVI ha
reclamado redes de apoyo ante la urgencia pastoral y educativa que vivimos y el
derecho-deber educativo de los padres, para cultivar los valores esenciales de
la vida humana23. En otro tiempo enormemente conflictivo para la Iglesia, Pio
XII clamaba con voz profética: “Hay que transformar el mundo de salvaje en
humano y de humano en divino según el corazón de Dios”.
Hoy el laicado
cristiano está llamado a dar una respuesta a la altura del tiempo en que vivimos.
El sentido comunitario de nuestras comunidades ha de multiplicar estas redes de
apoyo y de misericordia. Cristo nos ha revelado con su acción de “hacerse prójimo”,
ante la indigencia del mundo y de la familia, la misericordia del Padre y la
respuesta humana que reclama el amor divino. La vida familiar es experiencia de
comunión y de participación en el desarrollo de la sociedad.
La parábola del
buen samaritano concluye con la respuesta de Cristo: “haz tú lo mismo” (DCE 15
y 31). Es la clave ante el misterio de la iniquidad. El hombre aprende a amar
amando, como respuesta a una revelación interior, que clama por un corazón
misericordioso25. “El amor de Dios no es ocioso”. Hay un campo
específico que reclama especialmente la misericordia y la ternura
paterno/materna. Que los padres y madres cristianos retomen la educación de sus
hijos, como elemento capital de su responsabilidad paterno-filial. El momento
es de emergencia educativa. Este es el sacerdocio de la familia, que se hace
verdadero misterio de salvación.
4. La vida del Espíritu y la pertenencia eclesial
La
Iglesia desde Pentecostés es guiada por el Espíritu Santo, que es el don de
Cristo a su Iglesia. La pequeña Iglesia que es la familia se pone en manos de
ese Espíritu, porque es el garante de su unidad, de su perseverancia, de su profunda
comunidad de vida y amor. La vida, muerte y resurrección de Cristo, se iluminan
ahora con especial claridad, para la familia cristiana, porque el Espíritu de
Cristo, como a los apóstoles, nos recuerda desde la singularidad de nuestra
existencia lo que Jesús ha dicho y enseñado, la verdadera comprensión de lo sucedido,
el maravilloso designio de amor y de vida, que anida en la creación y en la
redención del amor humano.
La
familia cristiana recibe las palabras de Pedro como invitación apremiante: “Acercándoos
al Señor, la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa
ante Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del
templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios
espirituales que Dios acepta por Jesucristo” (1 Pedro, 2, 4-9).
Es
en el Espíritu de Cristo en el que son perdonados nuestros pecados y borrados
por la misericordia del Padre. La familia no puede vivir sin los sacramentos.
Juan Pablo II ha dicho que la familia vive de la Eucaristía y que de ello depende
el futuro del mundo. Es misión del Espíritu Santo generar los sacramentos en la
Iglesia, por eso le invocamos antes de la consagración en la Misa.
El
Espíritu Santo unge a la Iglesia en cada lugar, en cada morada eclesial, en
cada familia doméstica. Impregnada de Espíritu Santo y sostenidos por María, la
pequeña iglesia doméstica se hace misionera, universal, eclesial, se abre a la comunidad
de los creyentes y a la sociedad en la que vive. Sin el Espíritu Santo no hay Iglesia,
no hay sacramentos, no hay creyentes, no hay vida en el Espíritu, no hay
misión, sólo quedaría una tierra esteparia, seca y vacía, tal vez una antigua
ley, pero no una ley nueva, que cambia todas las cosas, porque nos da un
corazón nuevo en Cristo, donde encontramos el camino al Padre en el Espíritu.
La
historia de Occidente hoy la contemplamos como una historia, un rastro de
presencia de la vida cristiana, en todo tipo de obras culturales, iniciativas
sociales y políticas. Esta aventura misionera es actual para el compromiso de
los cristianos. Es más, la esperanza de la Iglesia radica en el fortalecimiento
de la vida familiar, como vida para el mundo.
Pequeñas,
pero no invisibles, iglesias domésticas, multitud de comuniones domésticas, que
tal vez no se han incorporado como trabajadores de la viña, porque nadie les ha
llamado todavía. Sin el Espíritu Santo es misión imposible. Volvemos de nuevo a
implorar: Ven Espíritu Santo, ven por María. Ella que es madre de misericordia,
a semejanza de su Hijo.
(Pérez Soba, 2010)