La primera revelación que nos muestra el cuerpo es
que procedemos de otro. Nadie se ha dado
a sí mismo la vida. El carácter filial del cuerpo, la experiencia de ser hijo, es un dato básico, primario, puesto que
aparecemos o entramos en el mundo en el
seno de una familia. Al principio de
nuestra vida, experimentamos una dependencia
total de otros, de los padres. Y
esta consideración, lejos de ser
una mera evidencia, es una realidad cargada de significación, llena de valor: “el amor primero del hombre, el que le constituye radicalmente humano es un amor filial”. La
incondicionalidad propia de este amor, que tiene en el amor de la madre su
mejor expresión, tiene mucho que ver con la identidad del ser humano, que debe
ser considerada no sólo en el plano
psicológico, sino también en el metafísico,
para lo cual es imprescindible atender al amor originario, primero.
En un ambiente cultural que eleva la “autonomía”
individual a categoría de principio rector de la conducta, subrayar la
experiencia del amor filial como un amor primario es sumamente necesario. El
hombre no se hace a sí mismo, sino que
recibe el ser de otros; necesita un amor
que le constituya, y a partir del cual se verá capacitado para ir encontrando significación a la
realidad que le rodea. Sin este amor inicial, la misma supervivencia de un recién nacido está amenazada. Esta
experiencia del amor filial tiene
también un hondo alcance teológico: “En esto
consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su
Hijo como víctima de propiciación por
nuestros pecados” (1 Jn 4,10). Admitir
esta dependencia, humana y divina, lejos
de ser una humillación para el hombre poderoso de la técnica y del dominio del mundo, es una clave
para encontrar su verdadero sitio, en el cosmos, ante los demás y ante sí mismo.
Esta realidad ineludible puede ser valorada de modo
positivo o negativo. Si la autonomía del individuo es el valor absoluto, la
dependencia es una situación negativa
que debe ser evitada: cobrará entonces importancia la disposición sobre la propia vida o incluso la
disposición sobre vidas ajenas que ya no
cumplan los requisitos o valores de
autonomía. La enfermedad, la discapacidad,
la vejez son miradas desde esta perspectiva como grandes males. En
cambio, otorgar a la filiación un valor positivo empuja a la empatía y a la
benevolencia, a cuidar y sostener
precisamente a los más débiles. La conciencia
de la filiación es imprescindible, tanto según un criterio lógico como metafísico, para poder hablar de
fraternidad.
El hombre, atento a los mensajes que recibe de su
cuerpo, que le muestra su procedencia de sus padres, ahora, gracias a la revelación, se sabe “creado”.
Recibe su ser no sólo de sus padres,
sino del mismo Dios. Este dato de la revelación está acorde con la simple
constatación de que la formación de un
nuevo ser en el seno materno supera y
sorprende a los propios padres, que no pueden
dar respuesta total a lo que sucede.
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