Sin embargo, hoy este dato se halla completamente
oscurecido. La procreación no es considerada como una bendición en sí misma. Se halla muy extendida
hoy, especialmente en el mundo occidental, una concepción de la fecundidad como una amenaza. Hasta tal
punto esto es así que los conceptos de
salud que se han extendido en el ámbito
de las organizaciones internacionales y en la
práctica totalidad de las legislaciones de los países occidentales
implican que no hay salud sin una eficaz defensa contra la procreación; la
salud se equipara en multitud de
ocasiones con seguridad frente a la posibilidad de embarazos, de modo que la
secuencia lógica entre sexualidad y procreación está enormemente dañada,
incluso completamente ausente en
programas de salud y en la mentalidad
común de amplísimas capas de la población.
Cuando Pablo VI consideraba, en la encíclica
Humanae Vitae que el significado
procreativo era un significado
inseparable o intrínseco del acto conyugal encontró unas resistencias insospechadas en el ámbito
intraeclesial.
Esta relación entre la unión sexual de varón y mujer y la generación de un nuevo ser, a imagen y semejanza de Dios, es un elemento estructural del don. La apertura a la generación de un nuevo ser no es un error de la naturaleza, como si fuera una falla que hubiera de ser corregida a toda costa. No es tampoco una relación disponible por parte del hombre, como si hombre y mujer fueran dueños absolutos de sus actos y pudieran controlar a su antojo sus consecuencias. Cada vez que se elimina la capacidad fecundadora del acto conyugal de los esposos, lo que queda dañada es la relación propia del don. El rechazo de la paternidad y de la maternidad no es una cuestión secundaria, accesoria, como si el cuerpo fuese un instrumento externo o ajeno al hombre. El rechazo de la paternidad, la eliminación de la posibilidad fecundadora, supone un daño a la comunión entre los esposos, porque supone el rechazo del don.
Pero sería un error considerar por separado la significación procreadora del cuerpo de las anteriores significaciones o dimensiones, pues las tres están entrelazadas.
Esta relación entre la unión sexual de varón y mujer y la generación de un nuevo ser, a imagen y semejanza de Dios, es un elemento estructural del don. La apertura a la generación de un nuevo ser no es un error de la naturaleza, como si fuera una falla que hubiera de ser corregida a toda costa. No es tampoco una relación disponible por parte del hombre, como si hombre y mujer fueran dueños absolutos de sus actos y pudieran controlar a su antojo sus consecuencias. Cada vez que se elimina la capacidad fecundadora del acto conyugal de los esposos, lo que queda dañada es la relación propia del don. El rechazo de la paternidad y de la maternidad no es una cuestión secundaria, accesoria, como si el cuerpo fuese un instrumento externo o ajeno al hombre. El rechazo de la paternidad, la eliminación de la posibilidad fecundadora, supone un daño a la comunión entre los esposos, porque supone el rechazo del don.
Pero sería un error considerar por separado la significación procreadora del cuerpo de las anteriores significaciones o dimensiones, pues las tres están entrelazadas.
Las tres forman parte del camino del amor al que
está llamado el hombre. Veíamos que la
identidad del hombre nace con la filiación, con el amor incondicional con que es mirado; el cuerpo revela la
procedencia del otro; el camino del
hombre no concluía aquí, sino que está
llamado, mediante la libertad, a la comunión, a la donación amorosa recíproca
a otro. Donación que se haya mediada por
la diferencia sexual, según la explica Juan
Pablo II a través de la experiencia originaria de la unidad. Y es
necesario destacar cómo la comunión, la donación recíproca incluye o tiene como
parte irrenunciable la dimensión
procreativa. La generación no es un añadido,
un valor accesorio de la comunión; es parte insustituible.
Si el hombre constitutivamente está marcado por la
apertura (pues la soledad originaria era una triple apertura), la llamada a la vida de un nuevo ser es
manifestación de esta apertura, inscrita
en su cuerpo y en la diferencia sexual.
La separación actual –que dura ya décadas– entre la procreación y el amor no ha generado una
mayor salud en los matrimonios, ni siquiera en las parejas. Antes al contrario, desde los año 60 del pasado
siglo, la relación hombre-mujer ha venido ciñéndose a parámetros de competencia y rivalidad, cuando no de
violencia. La reducción del número de hijos en todo Occidente ha venido de la
mano de una crisis del matrimonio que pone de
manifiesto cómo hombre y mujer han “desaprendido” a mirarse.
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