1. La soledad
originaria
Apenas
es creado el varón, Dios contempla la soledad del hombre: “No es bueno que el
hombre esté sólo” (Gén 2, 18). A esta
soledad la califica Juan Pablo II como originaria, y esta soledad alude a tres
planos diversos: el hombre está sólo
porque se siente distinto a los animales; distinto y superior a ellos: “El
hombre es el portavoz de las criaturas y
su intérprete ante Dios”.
En
segundo lugar, la soledad originaria alude a una apertura a la relación con los
otros. Se trata de una apertura
constitutiva o estructural del ser del hombre, que se manifiesta en la
falta de sentido que tiene el resto del universo material cuando el hombre no
tiene el amor de la persona amada. Esta
soledad ha sido cantada desde siempre
por poetas, músicos, literatos… En la película
El tigre y la nieve, de Roberto Benigni, el protagonista busca desesperadamente la curación de su
amada, gravemente enferma en Irak, donde apenas hay recursos y sólo una persona puede ayudarle. Si ella muere,
nada tendrá sentido para él: “Al-Giumeili, viejo amigo, hazme la
glicerina… Sé que puedes, si no, ella
morirá. Si ella muere, pueden cerrar
este show que es el mundo, pueden llevárselo, desatornillar las
estrellas, enrollar el cielo y ponerlo en un camión, pueden apagar este sol que
tanto amo… ¿Sabe por qué lo amo tanto?
Porque la amo cuando la ilumina el sol.
Pueden llevarse todo, estas columnas, estos palacios, la arena, el viento, las ranas, las sandías
maduras, el granizo, las 7 de la mañana, mayo, junio, julio, la albahaca, las abejas, el mar, las calabazas… Calabazas,
AlGiumeili. ¡Consígame la glicerina!”.
No
es el grito de un desesperado –y menos de un cínico– que ignora el valor de las cosas. Al
contrario, es el grito de quien las
aprecia enormemente, de quien ama el sol,
ama las creaciones humanas como las columnas y las cosas más prosaicas como las ranas y las
sandías. Pero no adora la materialidad;
las cosas están ordenadas hacia bienes
superiores. Si ella muere, toda la belleza de los palacios y de las ranas carecerá de sentido
para él.
Y
la soledad originaria se manifiesta, en tercer lugar, en la apertura y sed que el hombre tiene de su
último fin, que es Dios. Nadie lo expresó
con tanta perfección como San Agustín:
“nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que
descansa en ti”. Juan Pablo II considerará la soledad originaria como una
experiencia fundante, radical, que está en lo íntimo de cada ser; no se trata del resultado de un mal momento
en la vida, como cuando uno experimenta
una ruptura sentimental o emocional. No,
Juan Pablo II se refiere a que en el propio ser del hombre hay una tensión, una
búsqueda de una plenitud que el hombre no
puede darse a sí mismo. Sólo otro y más
que nadie, Otro, puede darle esta plenitud. La
soledad originaria no es la única experiencia fundante que encontramos en el Génesis.
2. Unidad
originaria
Juan
Pablo II encontrará en la diferencia varón-mujer un elemento fundamental: “Esta sociedad de
hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas”.
“El
hecho de que el ser humano, creado como hombre y mujer, sea imagen de Dios no significa
solamente que cada uno de ellos individualmente
es semejante a Dios como ser racional y
libre; significa además que el hombre y la mujer, creados como ‘unidad de los
dos’ en su común humanidad, están
llamados a vivir una comunión de amor y,
de este modo, reflejar en el mundo la comunión de amor que se da en Dios, por
la que las tres Personas se aman en el íntimo misterio de la única vida divina”.
Esta
llamada a una unidad tan estrecha se realiza también en el acto conyugal, a
través de la corporalidad que presenta,
a su vez, una nueva dimensión constitutiva
otorgada por el Creador: la fecundidad (“Sed fecundos y multiplicaos”; Gén 1, 22). La llamada por el
Creador a constituir una sola carne es
un dato revelado por el Génesis, pero es
un dato que se manifiesta con particular
fuerza y evidencia en toda cultura y en toda historia humana, que ha atribuido al matrimonio un
carácter religioso, festivo y de importancia esencial para la sociedad.
La
atracción entre hombre y mujer encierra una promesa de plenitud. Interpretar adecuadamente esta
atracción es una labor que corresponde a
ambos, como les corresponde encontrar el camino para realizar lo que la promesa
de plenitud deja entrever. Precisamente,
tal promesa no se cumple a través de la
unión sexual por sí misma considerada, ni a través de una unión basada en
valores parciales de la persona. La
atracción entre hombre y mujer busca consolidar
una unión total, que supere la mera atracción
de valores parciales, como los valores sensuales del cuerpo y que implique a toda la persona. Es
la comunión de amor la que se sitúa como camino y meta de la promesa que se
esconde en la atracción entre hombre y mujer. Esta comunión de amor, como
afirmaba Juan Pablo II en Mulieris dignitatem, es también una manifestación de la imagen de Dios en el hombre. De modo
que el matrimonio queda investido así de una enorme dignidad, cuando aceptamos que Dios lo ha previsto en
su plan amoroso y que además, es imagen
de la misma Comunión de amor trinitaria.
3. Desnudez
originaria
Vamos
a continuar ahora con el relato del Génesis, tras la llamada a constituirse en una sola carne:
“Por eso abandonará el varón a su padre
y a su madre, se unirá a su mujer y
serán los dos una sola carne. Los dos estaban
desnudos, Adán y su mujer, pero no sentían vergüenza uno de otro” (Gén 2, 24-25). Para Juan Pablo
II la desnudez es la tercera de las experiencias originarias. Se refiere con
ella, no a una experiencia originaria en sentido cronológico, sino a una experiencia fundante,
constitutiva, estructural, podríamos decir; y se manifiesta especialmente a
partir de la vergüenza originaria, que es una
experiencia de confín. “Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí”
(Gén. 3, 9) es la respuesta de Adán ante
Yahvéh. El paso de no sentir vergüenza a
sentirla indica que se ha traspasado un
límite, que se ha producido una ruptura.
¿A qué alude esta vergüenza que los primeros padres no sentían? La situación por la que hombre y
mujer no sentían vergüenza se identifica con una plenitud de conciencia y de
experiencia; una plenitud de conciencia del valor y del significado del propio
cuerpo; plenitud de conciencia que alcanza también el valor de la propia
interioridad de la persona. En el estado de la inocencia originaria, la situación
anterior al pecado, el hombre poseía una
plenitud de visión y de comunicación: era una participación en la visión
del propio Creador, por la que el hombre entendía, veía y expresaba la
comunicación interpersonal entre hombre y mujer, como imagen de Dios.
El
elemento que provoca la ruptura en el interior del hombre o el paso traumático entre el estado
originario y el hombre de la pecaminosidad
es el árbol de la ciencia del bien y del
mal. Pero no la provoca por sí mismo: el
hombre ha recibido del Creador la libertad de elegir entre la vida y la
muerte. La llamada a entregarse a sí mismo, buscando la comunión no puede cumplirse sino es a través de una donación libre. El árbol de la
ciencia del bien del mal es el lugar simbólico
donde el hombre elige o rechaza el don
de Dios.
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