Si hubiera que explicar en breves palabras en qué
consiste la teología del cuerpo, podríamos sintetizarlo en tres palabras: el cuerpo habla. Evidentemente, no
se trata de que emitamos sonidos
articulados que constituyen un lenguaje.
Se trata más bien de evitar la creencia de que el cuerpo es una estructura neutra, disponible,
que sirve a los fines que define
autónomamente el sujeto. Este carácter
“neutro” del cuerpo es la tesis central de la ideología de género, que
construye su propuesta alrededor de la
irrelevancia del cuerpo frente a la decisión del sujeto.
Así, no habrá cuerpo masculino ni cuerpo
femenino; hasta ahora lo “femenino” y lo
“masculino” ha sido definido por la sociedad, pero no tiene ninguna base
biológica; afirman los partidarios de la ideología de género que ha sido la cultura dominante la que ha
atribuido ciertos roles sociales a la
categoría “femenino” o “masculino”; pero
estos roles han de ser deconstruidos para que cada sujeto decida el “género” que desea tener. De
este modo, el cuerpo queda separado de
la persona. El cuerpo sería, desde esta
perspectiva, un obstáculo a la libertad y a la
autorrealización de la persona.
En cambio, afirmar que “el cuerpo habla” quiere
decir que si estamos atentos a los
mensajes que nos lanza, nos ayuda a
resolver la pregunta sobre nuestra identidad: quiénes somos y qué sentido tiene
nuestra vida. En el cuerpo se expresa
una riqueza que va más allá del propio
cuerpo, pues remite a una realidad más amplia: la persona. El cuerpo nos
habla de la persona y expresa que la
persona no se da la vida a sí misma, sino que es llamada a la vida por otros; expresa también que el
hombre (varón y mujer) permanece abierto a la relación con los otros; que esta relación de apertura hacia
los otros es señal de que el hombre está
hecho para darse o entregarse a los demás, y expresa finalmente que de esa
apertura a los demás se sigue, de modo
natural, que hombre y mujer son
protagonistas de la llamada a la vida de un
nuevo ser. Y estos significados que el cuerpo nos va desvelando se
refieren, por un lado, a la relación del hombre
con sus padres, con su esposo o esposa, con sus hijos, pero fundamentalmente abren la perspectiva a
la relación del hombre con Dios, su
Creador, su destino final, y en quien la
vida del propio hombre se hace comprensible.
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