La búsqueda de un cuerpo humano bello y pleno no es patrimonio de ninguna época histórica concreta; lo es de todas. Quizá una de las notas más características de la nuestra sean las posibilidades, para amplísimas capas de la población, de prolongar o alargar la plenitud y la belleza del cuerpo físico: alimentación sana y equilibrada, gimnasios, dietas, cremas, tintes de pelo, depilación láser… Cuidar el cuerpo es una de las máximas y de los valores al alza de cualquier sociedad occidental. Esto, que en sí mismo es un aspecto positivo, no deja de albergar numerosas contradicciones internas y a veces, graves disfunciones. Vivimos el cuerpo con la mirada puesta hacia atrás, o más exactamente, como afirma Tony Anatrella, “el individuo se valora a través de un cuerpo que no es el suyo”. Se busca constantemente mantener la imagen y el vigor de un cuerpo que ya no se posee.
El cuerpo no es solo el “lugar” que habitamos; en realidad, no podemos existir sin cuerpo; en el cuerpo se manifiesta la persona, y es precisamente en el cuerpo dónde está escrita esa vocación a la que todos hemos sido llamados. Es en el cuerpo dónde encontramos la historia de amor de nuestra vida: de dónde venimos y adónde vamos. Desde el primer instante en que empezamos a existir hasta la hora de la muerte existimos en nuestro cuerpo. El cuerpo nos remite a un origen y a un fin. La negación del verdadero significado del cuerpo es querer vivir como si Dios no existiera o como si no tuviera nada que ver con el hombre, como si pudiésemos ser dioses que manipulamos la obra del Creador.
Juan Pablo II nos dejó el regalo de la Teología del Cuerpo, para devolver al mundo el verdadero significado del cuerpo, en definitiva de la persona y su relación con Dios Creador. La teología del cuerpo expresa, fundamentalmente y ante todo, que el hombre ha sido creado por amor y que está llamado al amor. Esta es la idea básica a la que remite todo cuanto Juan Pablo II expresó en su teología del cuerpo.
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