Mucho
de lo que hemos tratado hasta aquí ilumina directamente la realidad del
matrimonio. Esta se halla presente desde el momento de la creación del hombre
como varón y mujer, llamados a ser una
sola carne. La realidad corporal de
ambos expresa y significa que están llamados el uno al otro, como hemos visto.
Con la exclamación de júbilo del varón al reconocer a la mujer vimos que también así se reconoce mejor a sí mismo.
El varón se autocomprende también a
partir de la mujer y viceversa. En líneas generales, el recorrido hecho hasta
aquí ha venido utilizando
consideraciones filosóficas iluminadas
por la revelación. Porque a través de la revelación encontramos una luz
que ayuda a comprender el matrimonio y le da un fundamento que lo eleva de la
simple categoría de contrato e institución –presente en toda cultura, como unidad social y económica
imprescindible–al altísimo rango de ser signo o modelo para explicar el
amor de Dios por el hombre. Con esta
última visión, el matrimonio alcanza una hondura insospechada.
Cristo
es la fuente y modelo de las relaciones entre
cónyuges. Así lo afirma San Pablo en Ef 5, 21-32. Este texto ha sido fuente de muchos malentendidos,
pero una lectura completa y honesta del
mismo descarta que de él pueda deducirse
una subordinación de la mujer al hombre. La alusión al sometimiento de la mujer
al marido no puede separarse del
versículo 21, que da la clave interpretativa: “Sed sumisos unos a otros el
temor de Cristo”. Este pasaje debe entenderse en la reciprocidad que toma como referencia al Señor. La sumisión es
mutua, porque se trata de una donación
mutua.
Lo
que en la creación estaba ya presente, la vocación a ser una sola carne, que es una vocación al
amor esponsal entre hombre y mujer, en
Cristo cobra su plenitud, porque la entrega de Cristo a la humanidad es total,
plena y fecunda. De la vida, muerte y
resurrección de Cristo se genera la vida
nueva para el hombre, a través de la efusión de su Espíritu. Y en el sacrificio
de Cristo tendrá también su origen la
Iglesia, expresión de la fecundidad del
sacrificio redentor de Cristo. Con la Iglesia se genera el cuerpo que derramará sobre los hombres
venideros las gracias de la redención.
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