La experiencia de la filiación
no agota el ser del hombre. Es cierto
que le constituye y que es esencial para el descubrimiento de la identidad y
de la propia vocación. El amor filial
descubre y abre al hombre para un nuevo
amor.
Hemos hablado de la vocación de
hombre y mujer a vivir en comunión. La comunión es una unión que va más allá de compartir una serie de valores o afectos.
La comunión supone precisamente la entrega y donación recíproca del uno al otro
y la aceptación de la totalidad del otro
como un bien por sí mismo. La voz del verdadero
amor es la afirmación de “es un bien que tú existas”, como certeramente
lo expresa Josef Pieper. Ahora es preciso introducir aquí un factor clave en
toda la antropología de Juan Pablo II.
La creación del hombre como varón y
mujer lleva consigo la llamada a ser una sola carne. El hombre, varón y mujer, cuando son creados, lo
son en medio de un mundo creado también
por el mismo Creador. Crear es llamar a la existencia de la nada, y por
eso, la Creación es expresión de un don.
Entender la creación a través
de la hermenéutica del don, supone
interpretarla como la gratuidad de la acción de
Dios que vio que todo era bueno. Cada criatura lleva en sí ese signo del don originario y
fundamental. Cuando aludimos a “signo”
se quiere decir que cada criatura remite a algo que está más allá de sí, que
indica la presencia de una realidad más profunda. También el hombre, varón y mujer son don para el otro y están
llamados a ser una sola carne mediante
el don de sí mismos. La donación de sí y la aceptación de la donación del otro
es la base que permite la comunión
interpersonal.
El Concilio Vaticano II coloca en lugar central de su antropología esta llamada al don de sí mismo:
“Más aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn
17,21- 22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión
de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que
el hombre, única criatura terrestre a la
que Dios ha amado por sí mismo, no puede
encontrar su propia plenitud si no es en
la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Gaudium et Spes, n. 24).
A pesar de que la Creación es
don, en un primer momento parece que el hombre está “solo” como veíamos
antes. Ninguno de los seres de la
creación ofrece al hombre las
condiciones básicas que hagan posible existir en una relación de
recíproco don. A través de la contemplación de
la mujer, “¡esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!” (Gén 2, 23), se da un
reconocimiento de persona a persona. Es como si dijera: he aquí un cuerpo
que expresa la persona. Este es el
significado del cuerpo: mediante él se expresa que haber sido creado es un
don, y que varón y mujer están llamados
al don de sí mismos y a la aceptación
del don de la otra persona. La presencia
del don no debe entenderse como la entrega o dación de una cosa, sino como la constitución de una
vinculación de amor que marca una
existencia.
La conciencia del don de la
creación y del significado esponsal del
cuerpo, llamado a la propia donación nos
revela y remite también a la libertad, que hizo acto de presencia en el árbol de la ciencia del bien
y del mal. Uno sólo se dona libremente.
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