Una cultura que promueve el adolescentrismo y el
pansexualismo exalta, por encima de todo, la libertad individual.
Esta absolutización de la libertad conduce, sin
embargo, a una pérdida de sentido, al oscurecimiento del origen y el fin de la
misma libertad. La afirmación de la plena autonomía de la libertad aleja a ésta
de toda relación con la afectividad. Cuando la libertad se desarraiga de su
sustrato afectivo recae rápidamente en la esclavitud de una actividad a la
deriva, sin sentido.
Ésta es la situación en la que se encuentran
sumergidos tantos adolescentes.
Precisamente por ello nuestra cultura que aparentemente
se presenta segura de sí, como teniendo todo bajo control, en realidad es
sumamente frágil, insegura, líquida, incapaz de hacer madurar a las personas en
lo más decisivo de la vida como es la hermosa tarea de aprender a amar.
La mayoría de los padres de familia quieren orientar
a sus hijos sobre la afectividad y la sexualidad, pero no están seguros de cómo
deben hacerlo ni cómo afrontar sin complejos esta tarea educativa. En muchas
ocasiones se encuentran abrumados y perplejos, pues no encuentran quién les
apoye o un ambiente adecuado en el que sus hijos puedan crecer. Además,
nuestros hijos poseen mucha más información sobre estos temas de la que los
padres sospechan.
Como fruto de todo ello, la imagen simbólica que la
sexualidad tiene para nuestros jóvenes consiste simplemente en la posibilidad
de un placer, y la educación a la sexualidad se plantea como una cuestión
técnica dirigida a que la satisfacción del placer no conlleve consecuencias
indeseables. Con ello se margina y olvida la cuestión de fondo que es el
sentido de la sexualidad.
Esta situación paradójica refleja una crisis
educativa muy profunda a todos los niveles. L. Giussani, en su obra Educar es un riesgo, afirma al respecto lo siguiente: “Tanto la perplejidad, que a veces es impotencia ante
unas nuevas generaciones que están particularmente marcadas por un
mundo en el que el hombre está dividido,
como la afirmación de antiautoritarismo en cuanto
clave para construir una nueva postura educativa, tiene como
denominador común la ausencia de propuesta de cualquier valor”.
Es, por ello, de vital importancia reelaborar una
propuesta educativa atractiva, que tenga su centro en la originalidad de la
experiencia cristiana del amor. El método educativo cristiano no se caracteriza
por un simple hacer, en el sentido de tener experiencias, ni por un simple
informar, en el sentido de conocer determinados medios o técnicas, sino que lo
característico de la experiencia educativa es buscar y encontrar un sentido,
que nos conduce a la progresiva unificación de la persona.
Esta urgencia educativa ha sido puesta de manifiesto
por Livio Melina, Presidente del Instituto Juan Pablo II, en la conferencia que
pronunció en Segorbe en el verano de 2006. En ella se refirió con gran lucidez
al fenómeno del analfabetismo afectivo. Dijo textualmente: “…este analfabetismo emotivo, puesto de relieve por
sociólogos y psicólogos, significa una incapacidad de leer y escribir. Incapacidad de leer las propias emociones y los propios sentimientos,
lo que hace que sean alejados o que exploten de manera incontrolada;
incapacidad de interpretar el propio mundo interior y de darle un sentido
dentro de un marco general de significado. Incapacidad de escribir en la trama de la propia existencia y de la historia
lo que se siente dentro de sí, permaneciendo
silenciado o mal expresado, incomprensible e
irrealizable. El contexto de soledad, la falta de puntos de referencia con
autoridad, de maestros, de historias narradas, de comunidades vividas, impide
la interpretación de las emociones y de los afectos; impide el reconocimiento de un sentido
que los califique y oriente.
Sin vocabulario, sin gramática, sin maestros no se
aprende a leer ni a escribir. Emerge así el problema decisivo para la formación
de la persona, la necesidad de un marco de referencia interpretativo del fenómeno
emotivo y afectivo, que pueda constituir un contexto de sentido capaz de
integrar la experiencia, de hacerla comprensible y constructiva”.
El término “analfabetismo afectivo” se describe, por
consiguiente, en términos de una incapacidad de aprender a leer y escribir el
lenguaje afectivo del amor. Para aprender una lengua, es preciso escuchar y
convivir con personas que la hablen bien y dialogar con ellas una y otra vez.
Así aprende el niño a hablar, y posteriormente va aprendiendo la gramática y la
sintaxis, hasta que consigue leer y escribir correctamente. De manera análoga,
el lenguaje del amor se va aprendiendo en contacto con las personas que más nos
aman y, de este modo, la persona se va disponiendo para vivir el don de sí.
Aprender a leer y escribir los afectos consiste en saberlos interpretar e integrar.
Notemos que ambas cosas van unidas: cuanto más y mejor leemos (interpretamos),
vamos escribiendo y redactando (integrando) mejor, ya que se va enriqueciendo
nuestro vocabulario y somos capaces de redactar párrafos con más precisión y
belleza.
Se vislumbra, así, la importancia de la amistad
donde se da una unidad singular entre la libertad y el afecto en un dinamismo
interno que conduce a afrontar el drama de la vida como construcción de una
historia. La importancia de los amigos ha sido destacada singularmente en la
edad de la adolescencia. La pandilla, sin embargo, no siempre conduce a una
madurez sino que se convierte en el lugar donde el adolescente se mimetiza, se
“esconde” y refugia en una “mística” de grupo que no le compromete y donde se encuentra
cómodo. La amistad (una experiencia necesaria en todas las edades de la vida)
es el camino privilegiado para penetrar en el sentido de la felicidad, del fin
último de la vida. Aristóteles afirma en su Ética a Nicómaco: “lo que podemos
mediante los amigos, de algún modo lo podemos por nosotros mismos”. Cultivar
amistades sanas, incluida la amistad con Cristo, es un modo de aprender a
integrar e interpretar los afectos de la propia libertad.
Dr. Juan de Dios Larrú Ramos, DCJM
Dr. Juan de Dios Larrú Ramos, DCJM
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