La cultura dominante que configura nuestra sociedad
es ciertamente muy compleja y cambiante. Es un hecho constatable por todos que
la cultura está cargada de una fuerte dosis de laicismo radical y excluyente.
Este horizonte cultural secularizado, que excluye positivamente toda referencia
a Dios, presenta un modo particular de comprender la realidad sexual y todos
los valores morales en correlación con la misma. El ambiente cultural que respiramos
se puede denominar como “pansexual”. En él se está verificando a ritmo
vertiginoso un cambio en las relaciones cultura-naturaleza y
persona-naturaleza. Si para articular de modo conveniente el primer nexo es
importante profundizar en una adecuada racionalidad humana, para vincular el
segundo nexo es singularmente relevante profundizar en la libertad humana.
El término pansexual puede resultar un tanto
extraño, pero encierra ya en su misma etimología con el prefijo griego “pan”,
una pretensión ideológica de comprensión global de la cultura, centrada en una
comprensión de la sexualidad humana bien determinada. Esta visión de la
sexualidad se caracteriza por tres notas fundamentales: la identificación de
sexualidad y genitalidad, la consideración de la misma como un mero objeto de
consumo, y el relativismo de la libertad individual. Expliquemos un poco más
detalladamente las tres notas enumeradas:
El amor
líquido: la identificación de
sexualidad y genitalidad
Para el eminente sociólogo contemporáneo Z. Bauman,
vivimos en una sociedad líquida, que entroniza lo efímero, lo fugaz, lo
etérero, lo episódico, lo cambiante y sin compromisos. Dentro de esta
mentalidad se propone y presenta como paradigmático el denominado “amor
líquido”. Este adjetivo, “líquido”, pone de manifiesto la fragilidad de los
vínculos afectivos entre las personas. El amor líquido se caracteriza por
aborrecer todo aquello que es sólido y duradero. El ambiente de hedonismo, con
la absolutización de la experiencia del placer, de la satisfacción
y gratificación inmediatas, fomenta la expansión de
este amor débil, frágil, que licua y derrite toda otra com prensión del
amor. El amor líquido se convierte con facilidad en el referente en el ámbito de
la adolescencia.
Este proceso de licuefacción afecta de un modo
directo a la relación amor-sexualidad. Podríamos decir que si el amor se licua
en la forma de deseo, la sexualidad se licua en la forma de genitalidad, que
favorece la suplantación del género por el sexo.
La reducción de la sexualidad a la dimensión
biológico-genital trae como consecuencia, en el clima de refinado hedonismo,
que lo sexual se relacione casi inmediatamente con lo que conlleve una
excitación genital placentera, carente de todo significado personal. Con esta
identificación reductiva, se desvanece el valor simbólico de la sexualidad y
con ello su relación a una trascendencia, a los valores psicológicos ligados a
la construcción de la intimidad humana y a las relaciones que llenan de
contenidos personales la relación hombre-mujer. El hombre de hoy busca en el
sexo la satisfacción del deseo y el placer que le produce.
La incentivación del deseo sexual que nunca es
plenamente satisfecho, retroalimenta un crecimiento del mismo hasta el punto de
dar lugar, en no pocos casos, a un proceso compulsivo que desemboca en una
auténtica obsesión, una perturbación anímica producida por la idea fija del
bienestar sexual. Esta obsesión se ha llegado a convertir en una verdadera
“adicción al sexo” que se considera ya como una nueva patología en los círculos
psiquiátricos de Estados Unidos. El resultado de esta identificación es una
progresiva despersonalización de la sexualidad, fruto de un dualismo
antropológico y una creciente promiscuidad entre los adolescentes cuyos efectos
se pretenden “controlar” a través de un uso masivo del preservativo, de la
denominada “píldora del día después”, etc...
El sexo
como objeto de consumo
Como consecuencia del primer factor, se verifica una
ilimitada invasión de mensajes de contenido sexual, la exaltación de la llamada libertad sexual, la omnipresencia de
lo sexual en todos los ámbitos culturales: publicidad, prensa, radio, cine, televisión, internet,
espectáculos, educación, ocio, deporte, trabajo... Estudios recientes han mostrado que el 75% de las películas que se ven en
la televisión por cable son pornográficas, con escenas cada vez más violentas y agresivas, porcentaje que
aumenta hasta un 92% entre los clientes de los hoteles. La proliferación de imágenes sexuales demuestra que vivimos en una
sociedad erotizada, que permanentemente excita a los individuos desde el punto de vista sexual,
condicionando fuertemente la elaboración de la sexualidad juvenil.
Muchos jóvenes, de hecho, visitan las páginas web
pornográficas, y algunos de ellos, así alimentados, se encierran en una
sexualidad imaginaria y violenta, en la que domina una masturbación vivida como
fracaso de llegar al otro y que por lo tanto puede complicar la elaboración del
impulso sexual. La masturbación, si dura en el tiempo, es siempre síntoma de un
problema afectivo y de una falta de madurez sexual.
La propaganda tiende, pues, a cosificar la
sexualidad y a hacer de ella objeto de consumo. Se trata de una concepción utilitarista
que se aplica a la sexualidad considerándola un producto de consumo. La
sociedad del bienestar basa su éxito en la promesa de satisfacción de los
deseos humanos en un modo inimaginable. Esta sociedad logra hacer permanente la
no-satisfacción. Como toda relación es débil, tratemos de tener cuantas más
mejor, de modo que podamos encontrar aquí y allá algo que nos satisfaga,
comprensión o simpatía. El criterio comercial para extender su consumición es
claro: más cantidad, mayor rapidez de excitación, más intensidad de placer.
Este uso de la sexualidad genera, además, una gran
cantidad de intereses económicos que la convierten en un mercado atractivo y
floreciente que rinde cuantiosos beneficios y que, por ello, se extiende en
numerosas ramificaciones: el negocio de la pornografía, la prostitución, los
medios anticonceptivos, el aborto, etc. La sexualidad se considera un fin
lucrativo y de compraventa. Su oferta genera y promueve una repetición de
experiencias sexuales, cuya consumición masiva es el fin que se persigue. La
invasión y saturación de sexo parece atravesar transversalmente toda la cultura
de la sociedad actual, que sorprende al hombre en cualquier esquina, anuncio, revista,
programa, película, dirección de internet… creando una sensación de indefensión
que resulta no pocas veces abrumadora, con la tentación de resignarse a no
poder hacer nada, a tener que “habituarse a convivir” con todo ello.
El
relativismo de la libertad individual
Este proceso de trivialización y banalización del
sexo, que favorece su creciente omnipresencia invasora como producto de
consumo, está además blindado contra toda valoración moral negativa. En efecto,
cuando la libertad individual de cada uno se erige en el supremo criterio
ético, lo que parece signo de tolerancia y liberalidad, se convierte en realidad
muy pronto en un nuevo y verdadero dogmatismo que excluye cualquier otra
posición que no sea la relativista. De este modo, se convierte en totalmente
inadmisible la expresión pública de todo juicio moral auténtico que ha de
quedar confinado en la conciencia de cada uno.
A través de esta censura implícita se prohíbe toda
crítica y oposición moral a esta invasión que se contempla como positiva en
cuanto que supone una aparente ampliación del ámbito de libertad. Como
resultado de los dos primeros factores, se considera esta forma genital de la
sexualidad como un bien especial de consumo que ha de ser moralmente apreciado,
o cuando menos liberado de toda sospecha moral puritana negativa.
Dentro del marco de creciente libertad y ampliación
de derechos, se reivindica de un modo bien particular el derecho al placer
sexual de todas las personas. Cualquier sospecha que se pueda levantar al
respecto es inmediatamente censurada y tachada de intolerante, fundamentalista
o integrista.
De este modo, el relativismo moral según el cual
cualquier opinión en temas morales sería igualmente válida, consiente la
difusión de este fenómeno sin que se encuentren resistencias morales.
Dr. Juan de Dios Larrú Ramos, DCJM
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