Texto completo de la homilía del Papa Francisco
Estamos en el Madison Square Garden, lugar emblemático de
esta ciudad, sede de importantes encuentros deportivos, artísticos, musicales,
que logra congregar a personas provenientes de distintas partes, y no solo de
esta ciudad, sino del mundo entero. En este lugar que representa las distintas
facetas de la vida de los ciudadanos que se congregan por intereses comunes,
hemos escuchado: «El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz»
(Is 9,1). El pueblo que caminaba, el pueblo en medio de sus actividades, de sus
rutinas; el pueblo que caminaba cargando sobre sí sus aciertos y
equivocaciones, sus miedos y oportunidades ha visto una gran luz. El pueblo que
caminaba con sus alegrías y esperanzas, con sus desilusiones y amarguras ha
visto una gran luz.
El Pueblo de Dios es invitado en cada época histórica a
contemplar esta luz. Luz que quiere iluminar a las naciones. Así, lleno de
júbilo, lo expresaba el anciano Simeón. Luz que quiere llegar a cada rincón de
esta ciudad, a nuestros conciudadanos, a cada espacio de nuestra vida.
«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz».
Una de las particularidades del pueblo creyente pasa por su capacidad de ver,
de contemplar en medio de sus «oscuridades» la luz que Cristo viene a traer.
Ese pueblo creyente que sabe mirar, que saber discernir, que sabe contemplar la
presencia viva de Dios en medio de su vida, en medio de su ciudad. Con el
profeta hoy podemos decir: el pueblo que camina, respira, vive entre el «smog»,
ha visto una gran luz, ha experimentado un aire de vida.
Vivir en una gran ciudad es algo bastante complejo: contexto
pluricultural con grandes desafíos no fáciles de resolver. Las grandes ciudades
son recuerdo de la riqueza que esconde nuestro mundo: la diversidad de
culturas, tradiciones e historias. La variedad de lenguas, de vestidos, de
alimentos. Las grandes ciudades se vuelven polos que parecen presentar la
pluralidad de maneras que los seres humanos hemos encontrado de responder al
sentido de la vida en las circunstancias donde nos encontrábamos. A su vez, las
grandes ciudades esconden el rostro de tantos que parecen no tener ciudadanía o
ser ciudadanos de segunda categoría. En las grandes ciudades, bajo el ruido del
tránsito, bajo «el ritmo del cambio», quedan silenciados tantos rostros por no
tener «derecho» a ciudadanía, no tener derecho a ser parte de la ciudad –los
extranjeros, los hijos de estos (y no solo) que no logran la escolarización,
los privados de seguro médico, los sin techo, los ancianos solos–, quedando al
borde de nuestras calles, en nuestras veredas, en un anonimato ensordecedor. Se
convierten en parte de un paisaje urbano que lentamente se va naturalizando
ante nuestros ojos y especialmente en nuestro corazón.
Saber que Jesús sigue caminando en nuestras calles, mezclándose
vitalmente con su pueblo, implicándose e implicando a las personas en una única
historia de salvación, nos llena de esperanza, una esperanza que nos libera de
esa fuerza que nos empuja a aislarnos, a desentendernos de la vida de los
demás, de la vida de nuestra ciudad. Una esperanza que nos libra de
«conexiones» vacías, de los análisis abstractos o de las rutinas
sensacionalistas. Una esperanza que no tiene miedo a involucrarse actuando como
fermento en los rincones donde le toque vivir y actuar. Una esperanza que nos
invita a ver en medio del «smog» la presencia de Dios que sigue caminando en
nuestra ciudad.
¿Cómo es esta luz que transita nuestras calles? ¿Cómo
encontrar a Dios que vive con nosotros en medio del «smog» de nuestras
ciudades? ¿Cómo encontrarnos con Jesús vivo y actuante en el hoy de nuestras
ciudades pluriculturales?
El profeta Isaías nos hará de guía en este «aprender a
mirar». Nos presenta a Jesús como «Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre
para siempre, Príncipe de la paz» (9,5-6). De esta manera, nos introduce en la
vida del Hijo para que también sea nuestra vida.
«Consejero maravilloso». Los Evangelios nos narran cómo
muchos van a preguntarle: «Maestro, ¿qué debemos hacer?». El primer movimiento
que Jesús genera con su respuesta es proponer, incitar, motivar. Propone
siempre a sus discípulos ir, salir. Los empuja a ir al encuentro de los otros,
donde realmente están y no donde nos gustarían que estuviesen. Vayan, una y
otra vez, vayan sin miedo, sin asco, vayan y anuncien esta alegría que es para
todo el pueblo.
«Dios fuerte». En Jesús Dios se hizo el Emmanuel, el
Dios-con-nosotros, el Dios que camina a nuestro lado, que se ha mezclado en
nuestras cosas, en nuestras casas, en nuestras «ollas», como le gustaba decir a
santa Teresa de Jesús.
«Padre para siempre». Nada ni nadie podrá apartarnos de su
Amor. Vayan y anuncien, vayan y vivan que Dios está en medio de ustedes como un
Padre misericordioso que sale todas las mañanas y todas las tardes para ver si
su hijo vuelve a casa, y apenas lo ve venir corre a abrazarlo. Abrazo que busca
asumir, purificar y elevar la dignidad de sus hijos. Padre que, en su abrazo,
es «buena noticia a los pobres, alivio de los afligidos, libertad a los
oprimidos, consuelo para los tristes» (Is 61,1).
«Príncipe de la paz». El andar hacia los otros para compartir
la buena nueva que Dios es nuestro Padre, que camina a nuestro lado, nos libera
del anonimato, de una vida sin rostros, vacía y nos introduce en la escuela del
encuentro. Nos libera de la guerra de la competencia, de la
autorreferencialidad, para abrirnos al camino de la paz. Esa paz que nace del
reconocimiento del otro, esa paz que surge en el corazón al mirar especialmente
al más necesitado como a un hermano.
Dios vive en nuestras ciudades, la Iglesia vive en nuestras
ciudades y quiere ser fermento en la masa, quiere mezclarse con todos,
acompañando a todos, anunciando las maravillas de Aquel que es Consejero
maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz.
«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz» y
nosotros somos sus testigos.
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