Homilía
completa del Papa
El Evangelio que escuchamos nos
pone de frente al movimiento que genera el Señor cada vez que nos visita: nos
saca de casa. Son imágenes que una y otra vez somos invitados a contemplar. La
presencia de Dios en nuestra vida nunca nos deja quietos, siempre nos motiva al
movimiento. Cuando Dios visita, siempre nos saca de casa. Visitados para
visitar, encontrados para encontrar, amados para amar.
Ahí vemos a María, la primera
discípula. Una joven quizás de entre 15 y 17 años, que en una aldea de
Palestina fue visitada por el Señor anunciándole que sería la madre del
Salvador. Lejos de «creérsela» y pensar que todo el pueblo tenía que venir a
atenderla o servirla, ella sale de casa y va a servir. Sale a ayudar a su prima
Isabel. La alegría que brota de saber que Dios está con nosotros, con nuestro
pueblo, despierta el corazón, pone en movimiento nuestras piernas, «nos saca
para afuera», nos lleva a compartir la alegría recibida como servicio, como
entrega en todas esas situaciones «embarazosas» que nuestros vecinos o
parientes puedan estar viviendo. El Evangelio nos dice que María fue de prisa,
paso lento pero constante, pasos que saben a dónde van; pasos que no corren para
«llegar» rápido o van demasiado despacio como para no «arribar» jamás. Ni
agitada ni adormentada, María va con prisa, a acompañar a su prima embarazada
en la vejez. María, la primera discípula, visitada ha salido a visitar. Y desde
ese primer día ha sido siempre su característica particular. Ha sido la mujer
que visitó a tantos hombres y mujeres, niños y ancianos, jóvenes. Ha
sabido visitar y acompañar en las dramáticas gestaciones de muchos de nuestros
pueblos; protegió la lucha de todos los que han sufrido por defender los
derechos de sus hijos. Y ahora, ella todavía no deja de traernos la Palabra de
Vida, su Hijo nuestro Señor.
Estas tierras también fueron
visitadas por su maternal presencia. La patria cubana nació y creció al calor
de la devoción a la Virgen de la Caridad. «Ella ha dado una forma propia y
especial al alma cubana –escribían los Obispos de estas tierras– suscitando los
mejores ideales de amor a Dios, a la familia y a la Patria en el corazón de los
cubanos».
También lo expresaron sus compatriotas
cien años atrás, cuando le pedían al Papa Benedicto XV que declarara a la
Virgen de la Caridad Patrona de Cuba, y escribieron:
«Ni las desgracias ni las penurias
lograron “apagar” la fe y el amor que nuestro pueblo católico profesa a esa
Virgen, sino que, en las mayores vicisitudes de la vida, cuando más cercana
estaba la muerte o más próxima la desesperación, surgió siempre como luz
disipadora de todo peligro, como rocío consolador…, la visión de esa Virgen
bendita, cubana por excelencia… porque así la amaron nuestras madres
inolvidables, así la bendicen nuestras esposas».
En este Santuario, que guarda la
memoria del santo Pueblo fiel de Dios que camina en Cuba, María es venerada
como Madre de la Caridad. Desde aquí Ella custodia nuestras raíces, nuestra
identidad, para que no nos perdamos en los caminos de la desesperanza. El alma
del pueblo cubano, como acabamos de escuchar, fue forjada entre dolores,
penurias que no lograron apagar la fe, esa fe que se mantuvo viva gracias a
tantas abuelas que siguieron haciendo posible, en lo cotidiano del hogar, la
presencia viva de Dios; la presencia del Padre que libera, fortalece, sana, da
coraje y que es refugio seguro y signo de nueva resurrección. Abuelas, madres,
y tantos otros que con ternura y cariño fueron signos de visitación, como
María, de valentía, de fe para sus nietos, en sus familias. Mantuvieron abierta
una hendija pequeña como un grano de mostaza por donde el Espíritu Santo seguía
acompañando el palpitar de este pueblo.
Y «cada vez que miramos a María
volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño» (Evangelii
gaudium, 288).
Generación tras generación, día
tras día, estamos invitados a renovar nuestra fe. Estamos invitados a vivir la
revolución de la ternura como María, Madre de la Caridad. Estamos invitados a
«salir de casa», a tener los ojos y el corazón abierto a los demás. Nuestra
revolución pasa por la ternura, por la alegría que se hace siempre projimidad,
que se hace siempre compasión y nos lleva a involucrarnos, para servir, en la
vida de los demás. Nuestra fe nos hace salir de casa e ir al encuentro de los
otros para compartir gozos y alegrías, esperanzas y frustraciones. Nuestra fe,
nos saca de casa para visitar al enfermo, al preso, al que llora y al que sabe
también reír con el que ríe, alegrarse con las alegrías de los vecinos. Como
María, queremos ser una Iglesia que sirve, que sale de casa, que sale de sus
templos, de sus sacristías, para acompañar la vida, sostener la esperanza, ser
signo de unidad. Como María, Madre de la Caridad, queremos ser una Iglesia que
salga de casa para tender puentes, romper muros, sembrar reconciliación. Como
María, queremos ser una Iglesia que sepa acompañar todas las situaciones
«embarazosas» de nuestra gente, comprometidos con la vida, la cultura, la
sociedad, no borrándonos sino caminando con nuestros hermanos, todos juntos.
Todos siguiendo ayudando, todos hijos de Dos, hijos de María, hijos de esta
noble tierra cubana.
Éste es nuestro cobre más precioso,
ésta es nuestra mayor riqueza y el mejor legado que podamos dejar: como María,
aprender a salir de casa por los senderos de la visitación. Y aprender a orar
con María porque su oración es memoriosa, agradecida; es el cántico del Pueblo
de Dios que camina en la historia. Es la memoria viva de que Dios va en medio
nuestro; es memoria perenne de que Dios ha mirado la humildad de su pueblo, ha
auxiliado a su siervo como lo había prometido a nuestros padres y a su
descendencia por siempre.
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