Texto
de la alocución del Papa antes de rezar el Ángelus dominical
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús que, en camino hacia
Cesarea de Filippo, interroga a los discípulos: “¿Quién dice la gente que soy
yo?” (Mc 8, 27). Ellos respondieron lo que decía la gente: que
algunos lo consideran Juan el Bautista, redivivo, otros Elías o uno de los
grandes Profetas. La gente apreciaba a Jesús, lo consideraba un “enviado de
Dios”, pero no lograba aún reconocerlo como el Mesías, aquel Mesías
preanunciado y esperado por todos. Y Jesús mira a los apóstoles y pregunta una
vez más:
“¿Y ustedes quién dicen que yo soy?” (v. 29). He aquí la
pregunta más importante, con la que Jesús se dirige directamente a aquellos que
lo han seguido, para verificar su fe. Pedro, en nombre de todos, exclama con
pureza: “Tú eres Cristo” (v. 29). Jesús queda sorprendido por la fe de Pedro,
reconoce que ella es fruto de una gracia, de una gracia especial de Dios Padre.
Y entonces revela abiertamente a los discípulos lo que le espera en Jerusalén,
y dice que “el Hijo del hombre deberá sufrir mucho… ser condenado a muerte y
resucitar después de tres días” (v. 31).
Al escuchar esto, el mismo Pedro, que acaba de profesar su fe
en Jesús como Mesías, se siente escandalizado. Llama al Maestro y lo regaña. ¿Y
cómo reacciona Jesús? A su vez reprende a Pedro por esto, con palabras muy
severas: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás!”. ¡Pero le dice ‘Satanás’!
“Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (v. 33).
Jesús se da cuenta de que en Pedro, como en los demás
discípulos – ¡y también en cada uno de nosotros! – a la gracia del Padre se
opone la tentación del Maligno, que quiere apartarnos de la voluntad de Dios.
Anunciando que deberá sufrir y ser condenado a muerte para
resucitar después, Jesús quiere hacer comprender a quienes lo siguen que Él es
un Mesías humilde y servidor. Es el Siervo obediente a la palabra y a la
voluntad del Padre, hasta el sacrificio completo de su propia vida.
Por esto, dirigiéndose a toda la muchedumbre que estaba allí,
declara que quien quiere ser su discípulo debe aceptar ser siervo, como Él se
ha hecho siervo, y advierte: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a
sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (v. 35).
Ponerse en el seguimiento de Jesús significa tomar la propia
cruz – todos la tenemos… – para acompañarlo en su camino, un camino
incómodo que no, no es el del éxito, de la gloria pasajera, sino el que conduce
a la verdadera libertad, la que nos libera del egoísmo y del pecado.
Se trata de realizar un neto rechazo de aquella mentalidad
mundana que pone el propio “yo” y los propios intereses en el centro de la
existencia: y no, ¡eso no es lo que Jesús quiere de nosotros! En cambio Jesús
nos invita a perder la propia vida por Él, por el Evangelio, para recibirla
renovada, realizada, y auténtica.
Estamos seguros, gracias a Jesús, que este camino conduce, al
final, a la resurrección, a la vida plena y definitiva con Dios. Decidir
seguirlo a Él, a nuestro Maestro y Señor que se ha hecho Siervo de todos, exige
caminar detrás de Él y escucharlo atentamente en su Palabra – acuérdense:
leer todos los días un pasaje del Evangelio – y en los Sacramentos.
Hay jóvenes aquí, en la plaza: chicos y chicas. Yo sólo les
pregunto: ¿han sentido ganas de seguir a Jesús más de cerca? Piensen. Recen.
Y dejen que el Señor les hable.
Que la Virgen María, que ha seguido a Jesús hasta el
Calvario, nos ayude a purificar siempre nuestra fe de falsas imágenes de Dios,
para adherir plenamente a Cristo y a su Evangelio.
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