Homilía
del Papa:
Esta mañana
he aprendido algo sobre la historia de esta hermosa Catedral: la historia que
hay detrás de sus altos muros y ventanas. Me gusta pensar, sin embargo, que la
historia de la Iglesia en esta ciudad y en este Estado es realmente una
historia que no trata solo de la construcción de muros, sino también de
derribarlos. Es una historia que nos habla de generaciones y generaciones de
católicos comprometidos que han salido a las periferias y construido
comunidades para el culto, para la educación, para la caridad y el servicio a
la sociedad en general.
Esa
historia se ve en los muchos santuarios que salpican esta ciudad y las
numerosas iglesias parroquiales cuyas torres y campanarios hablan de la
presencia de Dios en medio de nuestras comunidades. Se ve en el esfuerzo de
todos aquellos sacerdotes, religiosos y laicos que, con dedicación, durante más
de dos siglos, han atendido las necesidades espirituales de los pobres, los
inmigrantes, los enfermos y los encarcelados. Y se ve en los cientos de
escuelas en las que hermanos y hermanas religiosas han enseñado a los niños a
leer y a escribir, a amar a Dios y al prójimo y a contribuir como buenos
ciudadanos a la vida de la sociedad estadounidense. Todo esto es un gran legado
que ustedes han recibido y que están llamados a enriquecer y transmitir.
La mayoría
de ustedes conocen la historia de santa Catalina Drexel, una de las grandes
santas que esta Iglesia local ha dado. Cuando le habló al Papa León XIII de las
necesidades de las misiones, -era un Papa muy sabio– le preguntó
intencionadamente: «¿Y tú?, ¿qué vas a hacer?». Esas palabras cambiaron la vida
de Catalina, porque le recordaron que al final todo cristiano, hombre o mujer,
en virtud del bautismo, ha recibido una misión. Cada uno de nosotros tiene que
responder lo mejor que pueda al llamado del Señor para edificar su Cuerpo, la
Iglesia.
«¿Y
tú?». Me gustaría hacer hincapié en dos aspectos de estas palabras en el
contexto de nuestra misión específica de transmitir la alegría del Evangelio y
edificar la Iglesia, ya sea como sacerdotes, diáconos o miembros varones y
mujeres de institutos de vida consagrada.
En primer
lugar, aquellas palabras –«¿Y tú?»– fueron dirigidas a una persona joven, a una
mujer joven con altos ideales, y le cambiaron su la vida. Le hicieron pensar en
el inmenso trabajo que había que hacer y la llevaron a darse cuenta de que
estaba siendo llamada a hacer algo al respecto. ¡Cuántos jóvenes en nuestras
parroquias y escuelas tienen los mismos altos ideales, generosidad de espíritu
y amor por Cristo y la Iglesia! Les pregunto, nosotros ¿Los desafiamos? ¿Les
damos espacio y los ayudamos a que realicen su cometido? ¿Encontramos el modo
de compartir su entusiasmo y sus dones con nuestras comunidades, sobre todo en
la práctica de las obras de misericordia y en la preocupación por los demás?
¿Compartimos nuestra propia alegría y entusiasmo en el servicio del Señor?
Uno
de los grandes desafíos de la Iglesia en este momento es fomentar en todos los
fieles el sentido de la responsabilidad personal en la misión de la Iglesia, y
capacitarlos para que puedan cumplir con tal responsabilidad como discípulos
misioneros, como fermento del Evangelio en nuestro mundo. Esto requiere
creatividad para adaptarse a los cambios de las situaciones, transmitiendo el
legado del pasado, no solo a través del mantenimiento de estructuras e
instituciones, que son útiles, sino sobre todo abriéndose a las posibilidades
que el Espíritu nos descubre y mediante la comunicación de la alegría del
Evangelio, todos los días y en todas las etapas de nuestra vida.
«¿Y
tú?». Es significativo que estas palabras del anciano Papa fueran dirigidas a
una mujer laica. Sabemos que el futuro de la Iglesia, en una sociedad que
cambia rápidamente, reclama ya desde ahora una participación de los laicos
mucho más activa. La Iglesia en los Estados Unidos ha dedicado siempre un gran
esfuerzo a la catequesis y a la educación. Nuestro reto hoy es construir sobre
esos cimientos sólidos y fomentar un sentido de colaboración y de
responsabilidad compartida en la planificación del futuro de nuestras
parroquias e instituciones. Esto no significa renunciar a la autoridad
espiritual que se nos ha confiado; más bien, significa discernir y emplear
sabiamente los múltiples dones que el Espíritu derrama sobre la Iglesia. De
manera particular, significa valorar la inmensa contribución que las mujeres,
laicas y religiosas, han hecho y siguen haciendo a en la vida de nuestras
comunidades.
Queridos
hermanos y hermanas, les doy las gracias por la forma en que cada uno de
ustedes ha respondido a la pregunta de Jesús que inspiró su propia vocación:
«¿Y tú?». Los animo a que renueven la alegría, el estupor de ese primer encuentro
con Jesús y a sacar de esa alegría renovada fidelidad y fuerza. Espero con
ilusión compartir con ustedes estos días y les pido que lleven mi afectuoso
saludo a los que no pudieron estar con nosotros, especialmente a los numerosos
sacerdotes y religiosos y religiosas ancianos que se unen espiritualmente.
Durante
estos días del Encuentro Mundial de las Familias, les pediría de modo especial
que reflexionen sobre nuestro servicio a las familias, a las parejas que se
preparan para el matrimonio y a nuestros jóvenes. Sé lo mucho que se está
haciendo en las iglesias particulares para responder a las necesidades de las
familias y apoyarlas en su camino de fe. Les pido que oren fervientemente por
ellas, así como por las deliberaciones del próximo Sínodo sobre la Familia.
Con
gratitud por todo lo que hemos recibido, y con segura confianza en medio de
nuestras necesidades, nos dirigimos a María, nuestra Madre Santísima. Que con
su amor de madre interceda por la Iglesia en América, para que siga creciendo
en el testimonio profético del poder que tiene la cruz de su Hijo para traer
alegría, esperanza y fuerza a nuestro mundo. Rezo por cada uno de ustedes, y
les pido, por favor, que lo hagan por mí.
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