(RV).- La audiencia general del último
miércoles de octubre que el Papa Francisco celebró en una
lluviosa Plaza de San Pedro ante miles de fieles y peregrinos de numerosos países,
tuvo un carácter interreligioso para recordar juntos – tal
como el mismo Pontífice explicó – el 50° aniversario de la Declaración del
Concilio Vaticano II “Nostra ætate” sobre las relaciones de la Iglesia
Católica con las religiones no cristianas.
Texto y de la catequesis del Papa traducida del
italiano:
Queridos hermanos y hermanas buenos días,
En las Audiencias generales hay a menudo personas o grupos
pertenecientes a otras religiones; pero hoy esta presencia es del todo
particular, para recordar juntos el 50º aniversario de la Declaración del
Concilio Vaticano II Nostra aetate sobre las relaciones de la
Iglesia Católica con las religiones no cristianas. Este tema estaba fuertemente
en el corazón del beato Papa Pablo VI, que en la fiesta de Pentecostés del año
anterior al final del Concilio había instituido el Secretariado para los no
cristianos, hoy Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso. Expreso por
eso mi gratitud y mi calurosa bienvenida a personas y grupos de diferentes
religiones, que hoy han querido estar presentes, especialmente a quienes vienen
de lejos.
El Concilio Vaticano II ha sido un tiempo extraordinario de
reflexión, diálogo y oración para renovar la mirada de la Iglesia Católica
sobre sí misma y sobre el mundo. Una lectura de los signos de los tiempos en
miras a una actualización orientada a una doble fidelidad: fidelidad a la
tradición eclesial y fidelidad a la historia de los hombres y mujeres de
nuestro tiempo. De hecho Dios, que se ha revelado en la creación y en la
historia, que ha hablado por medio de los profetas y completamente en su Hijo
hecho hombre (cfr Heb 1,1), se dirige al corazón y al espíritu
de cada ser humano que busca la verdad y los caminos para practicarla.
El mensaje de la Declaración Nostra aetate es
siempre actual. Recuerdo brevemente algunos puntos:
- La
creciente interdependencia de los pueblos ( cfr n. 1);
- La
búsqueda humana de un sentido de la vida, del sufrimiento, de la muerte,
preguntas que siempre acompañan nuestro camino (cfr n.1);
- El
origen común y el destino común de la humanidad (cfr n. 1);
- La
unicidad de la familia humana (cfr n. 1);
- Las
religiones como búsqueda de Dios o del Absoluto, en el interior de las
varias etnias y culturas (cfr n. 1);
- La
mirada benévola y atenta de la Iglesia sobre las religiones: ella no
rechaza nada de lo que en estas religiones hay de bello y verdadero (cfr
n. 2);
- La
Iglesia mira con estima los creyentes de todas las religiones, apreciando
su compromiso espiritual y moral (cfr n. 3);
- La
Iglesia abierta al diálogo con todos, y al mismo tiempo fiel a la verdad
en la que cree, por comenzar en aquella que la salvación ofrecida a todos
tiene su origen en Jesús, único salvador, y que el Espíritu Santo está a
la obra, fuente de paz y amor.
Son tantos los eventos, las iniciativas, las relaciones
institucionales o personales con las religiones no cristianas de estos últimos
cincuenta años, y es difícil recordar todos. Un hecho particularmente
significativo ha sido el Encuentro de Asís del 27 de octubre de 1986. Este fue
querido y promovido por san Juan Pablo II, quien un año antes, es decir hace
treinta años, dirigiéndose a los jóvenes musulmanes en Casablanca deseaba que
todos los creyentes en Dios favorecieran la amistad y la unión entre los
hombres y los pueblos (19 de agosto de 1985). La llama, encendida en Asís, se
ha extendido en todo el mundo y constituye un signo permanente de esperanza.
Una especial gratitud a Dios merece la verdadera y propia
transformación que ha tenido en estos 50 años la relación entre cristianos y
judíos. Indiferencia y oposición se transformaron en colaboración y
benevolencia. De enemigos y extraños nos hemos transformado en amigos y
hermanos. El Concilio, con la Declaración Nostra aetate, ha trazado
el camino: “si” al redescubrimiento de las raíces judías del cristianismo; “no”
a cualquier forma de antisemitismo y condena de todo insulto, discriminación y
persecución que se derivan. El conocimiento, el respeto y la estima mutua
constituyen el camino que, si vale en modo peculiar para la relación con los
judíos, vale análogamente también para la relación con las otras religiones.
Pienso en particular en los musulmanes, que -como recuerda el Concilio- «adoran
al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y omnipotente, creador
del cielo y de la tierra, que ha hablado a los hombres» (Nostra aetate,
5). Ellos se refieren a la paternidad de Abraham, veneran a Jesús como profeta,
honran a su Madre virgen, María, esperan el día del juicio, y practican la
oración, la limosna y el ayuno (cfr ibid).
El diálogo que necesitamos no puede ser sino abierto y
respetuoso, y entonces se revela fructífero. El respeto recíproco es condición
y, al mismo tiempo, fin del diálogo interreligioso: respetar el derecho de
otros a la vida, a la integridad física, a las libertades fundamentales, es
decir a la libertad de conciencia, de pensamiento, de expresión y de religión.
El mundo nos mira a nosotros los creyentes, nos exhorta a
colaborar entre nosotros y con los hombres y las mujeres de buena voluntad que
no profesan alguna religión, nos pide respuestas efectivas sobre numerosos
temas: la paz, el hambre, la miseria que aflige a millones de personas, la
crisis ambiental, la violencia, en particular aquella cometida en nombre de la
religión, la corrupción, el degrado moral, la crisis de la familia, de la
economía, de las finanzas y sobre todo de la esperanza. Nosotros creyentes no
tenemos recetas para estos problemas, pero tenemos un gran recurso: la oración.
Y nosotros creyentes rezamos, debemos rezar. La oración es nuestro tesoro, a la
que nos acercamos según nuestras respectivas tradiciones, para pedir los dones
que anhela la humanidad.
A causa de la violencia y del terrorismo se ha difundido una
actitud de sospecha o incluso de condena de las religiones. En realidad, aunque
ninguna religión es inmune del riesgo de desviaciones fundamentalistas o
extremistas en individuos o grupos (cfr Discurso al Congreso EEUU, 24 de
septiembre de 2015), es necesario mirar los valores positivos que viven y
proponen y que son fuentes de esperanza. Se trata de alzar la mirada para ir
más allá. El diálogo basado sobre el confiado respeto puede llevar semillas de
bien que se transforman en brotes de amistad y de colaboración en tantos
campos, y sobre todo en el servicio a los pobres, a los pequeños, a los
ancianos, en la acogida de los migrantes, en la atención a quien es excluido.
Podemos caminar juntos cuidando los unos de los otros y de lo creado. Todos los
creyentes de cada religión. Juntos podemos alabar al Creador por habernos dado
el jardín del mundo para cultivar y cuidar como bien común, y podemos realizar
proyectos compartidos para combatir la pobreza y asegurar a cada hombre y mujer
condiciones de vida dignas.
El Jubileo Extraordinario de la Misericordia, que está
delante de nosotros, es una ocasión propicia para trabajar juntos en el campo
de las obras de caridad. Y en este campo, donde cuenta sobretodo la compasión,
pueden unirse a nosotros tantas personas que no se sienten creyentes o que
están en búsqueda de Dios y de la verdad, personas que ponen al centro el
rostro del otro, en particular el rostro del hermano y de la hermana
necesitados. Pero la misericordia a la cual somos llamados abraza a todo el
creado, que Dios nos ha confiado para ser cuidadores y no explotadores, o peor
todavía, destructores. Debemos siempre proponernos dejar el mundo mejor de como
lo hemos encontrado (cfr Enc. Laudato si’, 194), a partir del
ambiente en el cual vivimos, de nuestros pequeños gestos de nuestra vida
cotidiana.
Queridos hermanos y hermanas, en cuanto al futuro del diálogo
interreligioso, la primera cosa que debemos hacer es rezar. Y rezar los unos
por los otros, somos hermanos. Sin el Señor, nada es posible; con Él, ¡todo se
convierte! Que nuestra oración pueda, cada uno según la propia tradición, pueda
adherirse plenamente a la voluntad de Dios, quien desea que todos los hombres
se reconozcan hermanos y vivan como tal, formando la gran familia humana en la
armonía de la diversidad. Gracias. (Traducido por Mercedes De La Torre
– Radio Vaticano).