Alegrarnos
por la gracia de una cosecha que va más allá de nuestras fuerzas y capacidades
(RV).-
La mañana del 25 de octubre, XXX domingo del tiempo ordinario, el Santo Padre
Francisco celebró la Santa Misa por la conclusión de la XIV Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos. El Obispo de Roma empezó su homilía
notando que las tres lecturas del día nos presentan la compasión de Dios, su
paternidad, que se revela definitivamente en Jesús. “Hay un detalle
interesante. Jesús pide a sus discípulos ir a llamar a Bartimeo. Ellos se
dirigen al ciego usando dos expresiones, que solamente Jesús utiliza en el
resto del Evangelio. En primer lugar le dicen: ‘¡Animo!’, con una palabra que
literalmente significa ‘¡ten confianza!’. En efecto, solamente el encuentro con
Jesús da al hombre la fuerza para enfrentar las situaciones más graves. La
segunda expresión es ‘¡Levántate!’, como Jesús había dicho a tantos enfermos,
tomándoles de la mano y sanándolos”.
“Los
suyos no hacen otra cosa que repetir las palabras alentadoras y liberadoras de
Jesús, conduciéndolo directamente hacia Él. A esto son llamados los
discípulos de Jesús, también hoy, especialmente hoy: a poner al hombre en
contacto con la Misericordia que salva”.
Al
exclamar que “hoy es tiempo de misericordia” el Papa agradeció a los sinodales
por el “camino compartido con la mirada dirigida en el Señor y en los hermanos,
en la búsqueda de los senderos que el Evangelio indica a nuestro tiempo para
anunciar el misterio de amor de la familia”. “Sigamos el camino que el Señor
desea”, invitó a todos Francisco.
(RC-RV)
Texto
de la homilía del Santo Padre Francisco de la Santa Misa conclusiva del Sínodo
de los Obispos
Las tres lecturas de este domingo nos presentan la compasión
de Dios, su paternidad, que se revela definitivamente en Jesús.
El profeta Jeremías, en pleno desastre nacional, mientras el
pueblo estaba deportado por los enemigos, anuncia que «el Señor ha salvado a su
pueblo, ha salvado al resto de Israel» (31, 7). Y ¿por qué lo hizo? Porque él
es Padre (cf. v. 9); y como el Padre cuida de sus hijos, los acompaña en el
camino, sostiene a los «ciegos y cojos, lo mismo preñadas que paridas» (31, 8).
Su paternidad les abre una vía accesible, una forma de consolación después de
tantas lágrimas y tantas amarguras. Si el pueblo permanece fiel, si persevera
en buscar a Dios incluso en una tierra extranjera, Dios cambiará su cautiverio
en libertad, su soledad en comunión: lo que hoy siembra el pueblo con lágrimas,
mañana lo cosechará con la alegría (cf. Sal 125,6).
Con el Salmo, también nosotros hemos expresado la alegría,
que es fruto de la salvación del Señor: «La boca se nos llenaba de risas, la
lengua de cantares» (v. 2). El creyente es una persona que ha experimentado la
acción salvífica de Dios en la propia vida. Y nosotros, los pastores, hemos
experimentado lo que significa sembrar con fatiga, a veces llorando, alegrarnos
por la gracia de una cosecha que siempre va más allá de nuestras fuerzas y de
nuestras capacidades.
El pasaje de la Carta a los Hebreos nos ha presentado la
compasión de Jesús. También él «está envuelto en debilidades» (5, 2), para
sentir compasión por quienes yacen en la ignorancia y en el error. Jesús es el
Sumo Sacerdote grande, santo, inocente, pero al mismo tiempo es el Sumo
Sacerdote que ha compartido nuestras debilidades y ha sido puesto a prueba en
todo como nosotros, menos en el pecado (cf. 4, 15). Por eso es el mediador de
la nueva y definitiva alianza que nos da la salvación.
El Evangelio de hoy se conecta directamente con la primera Lectura:
así como el pueblo de Israel fue liberado gracias a la paternidad de Dios,
también Bartimeo fue liberado gracias a la compasión de Jesús que acababa de
salir de Jericó. A pesar de que apenas había emprendido el camino más
importante, el que va hacia Jerusalén, se detiene para responder al grito de
Bartimeo. Se deja interpelar por su petición, se deja implicar en su situación.
No se contenta con darle limosna, sino que quiere encontrarlo personalmente. No
le da indicaciones ni respuestas, pero hace una pregunta: «¿Qué quieres que
haga por ti»? (Mc 10, 51). Podría parecer una petición inútil: ¿Qué
puede desear un ciego si no es la vista? Sin embargo, con esta pregunta, hecha
«de tú a tú», directa pero respetuosa, Jesús muestra que desea escuchar nuestras
necesidades. Quiere un coloquio con cada uno de nosotros sobre la vida, las
situaciones reales, que no excluya nada ante Dios. Después de la curación, el
Señor dice a aquel hombre: «Tu fe te ha salvado» (v. 52). Es hermoso ver cómo
Cristo admira la fe de Bartimeo, confiando en él. Él cree en nosotros, más de
lo que creemos en nosotros mismos.
Hay un detalle interesante. Jesús pide a sus discípulos que
vayan y llamen a Bartimeo. Ellos se dirigen al ciego con dos expresiones, que
sólo Jesús utiliza en el resto del Evangelio. Primero le dicen: «¡Ánimo!», una
palabra que literalmente significa «ten confianza, anímate». En efecto, sólo el
encuentro con Jesús da al hombre la fuerza para afrontar las situaciones más
graves. La segunda expresión es «¡levántate!», como Jesús había dicho a tantos
enfermos, llevándolos de la mano y curándolos. Los suyos no hacen más que
repetir las palabras de aliento y liberación de Jesús, guiando hacia él
directamente, sin sermones. Los discípulos de Jesús están llamados a esto, también
hoy, especialmente hoy: a poner al hombre en contacto con la misericordia
compasiva que salva. Cuando el grito de la humanidad, como el de Bartimeo, se
repite aún más fuerte, no hay otra respuesta que hacer nuestras las palabras de
Jesús y sobre todo imitar su corazón. Las situaciones de miseria y de conflicto
son para Dios ocasiones de misericordia. Hoy es tiempo de misericordia.
Pero hay algunas tentaciones para los que siguen a Jesús. El
Evangelio destaca al menos dos. Ninguno de los discípulos se para, como hace
Jesús. Siguen caminando, van adelante como si nada hubiera sucedido. Si
Bartimeo era ciego, ellos son sordos: aquel problema no es problema suyo. Este
puede ser nuestro riesgo: ante continuos apuros, es mejor seguir adelante, sin
preocuparse. De esta manera, estamos con Jesús como aquellos discípulos, pero
no pensamos como Jesús. Se está en su grupo, pero se pierde la apertura del
corazón, se pierde la maravilla, la gratitud y el entusiasmo, y se corre el
peligro de convertirse en «habituales de la gracia». Podemos hablar de él y
trabajar para él, pero vivir lejos de su corazón, que está orientado a quien
está herido. Esta es la tentación: una «espiritualidad del espejismo»: podemos
caminar a través de los desiertos de la humanidad sin ver lo que realmente es,
sino lo que a nosotros nos gustaría ver; somos capaces de construir visiones
del mundo, pero no aceptamos lo que el Señor pone delante de nuestros ojos. Una
fe que no sabe radicarse en la vida de la gente permanece árida y, en lugar oasis,
crea otros desiertos.
Hay una segunda tentación, la de caer en una «fe de mapa».
Podemos caminar con el pueblo de Dios, pero tenemos nuestra hoja de ruta, donde
entra todo: sabemos dónde ir y cuánto tiempo se tarda; todos deben respetar
nuestro ritmo y cualquier inconveniente nos molesta. Corremos el riesgo de
hacernos como aquellos «muchos» del Evangelio, que pierden la paciencia y
reprochan a Bartimeo. Poco antes habían reprendido a los niños (cf. 10, 13),
ahora al mendigo ciego: quien molesta o no tiene categoría, ha de ser excluido.
Jesús, por el contrario, quiere incluir, especialmente a quien está relegado al
margen y le grita. Ellos, como Bartimeo, tienen fe, porque saberse necesitados
de salvación es el mejor modo para encontrar a Cristo.
Y, al final, Bartimeo se puso a seguir a Jesús en el camino
(cf. v. 52). No sólo recupera la vista, sino que se une a la comunidad de los
que caminan con Jesús. Queridos hermanos sinodales, hemos caminado juntos. Les
doy las gracias por el camino que hemos compartido con la mirada puesta en el
Señor y en los hermanos, en busca de las sendas que el Evangelio indica a
nuestro tiempo para anunciar el misterio de amor de la familia. Sigamos por el
camino que el Señor desea. Pidámosle a él una mirada sana y salvada, que sabe
difundir luz porque recuerda el esplendor que la ha iluminado. Sin dejarnos
ofuscar nunca por el pesimismo y por el pecado, busquemos y veamos la gloria de
Dios que resplandece en el hombre viviente.
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