Texto completo de la homilía
del Papa:
Las lecturas bíblicas de hoy nos
hablan del servicio y nos llaman a seguir a Jesús a través de la vía de la
humildad y de la cruz.
El profeta Isaías describe la
figura del Siervo de Yahveh (53,10-11) y su misión de salvación. Se trata de un
personaje que no ostenta una genealogía ilustre, es despreciado, evitado de
todos, acostumbrado al sufrimiento. Uno del que no se conocen empresas
grandiosas, ni célebres discursos, pero que cumple el plan de Dios con su
presencia humilde y silenciosa y con su propio sufrimiento. Su misión, en
efecto, se realiza con el sufrimiento, que le ayuda a comprender a los que
sufren, a llevar el peso de las culpas de los demás y a expiarlas. La
marginación y el sufrimiento del Siervo del Señor hasta la muerte, es tan
fecundo que llega a rescatar y salvar a las muchedumbres.
Jesús es el Siervo del Señor: su
vida y su muerte, bajo la forma total del servicio (cf. Flp 2,7), son la fuente
de nuestra salvación y de la reconciliación de la humanidad con Dios. El
kerigma, corazón del Evangelio, anuncia que las profecías del Siervo del Señor
se han cumplido con su muerte y resurrección. La narración de san Marcos
describe la escena de Jesús con los discípulos Santiago y Juan, los cuales
–sostenidos por su madre– querían sentarse a su derecha y a su izquierda en el
reino de Dios (cf. Mc 10,37), reclamando puestos de honor, según su visión
jerárquica del reino. El planteamiento con el que se mueven estaba todavía
contaminado por sueños de realización terrena. Jesús entonces produce una
primera «convulsión» en esas convicciones de los discípulos haciendo referencia
a su camino en esta tierra: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis … pero el
sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es
para quienes está reservado» (vv. 39-40). Con la imagen del cáliz, les da la
posibilidad de asociarse completamente a su destino de sufrimiento, pero sin
garantizarles los puestos de honor que ambicionaban. Su respuesta es una
invitación a seguirlo por la vía del amor y el servicio, rechazando la
tentación mundana de querer sobresalir y mandar sobre los demás.
Frente a los que luchan por
alcanzar el poder y el éxito, los discípulos están llamados a hacer lo
contrario. Por eso les advierte: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes
de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre
vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor»
(vv. 42-43). Con estas palabras señala que en la comunidad cristiana el modelo
de autoridad es el servicio. El que sirve a los demás y vive sin honores ejerce
la verdadera autoridad en la Iglesia. Jesús nos invita a cambiar de mentalidad
y a pasar del afán del poder al gozo de desaparecer y servir; a erradicar el
instinto de dominio sobre los demás y vivir la virtud de la humildad.
Y después de haber presentado un
ejemplo de lo que hay que evitar, se ofrece a sí mismo como ideal de
referencia. En la actitud del Maestro la comunidad encuentra la motivación para
una nueva concepción de la vida: «Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser
servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (v. 45).
En la tradición bíblica, el Hijo
del hombre es el que recibe de Dios «poder, honor y reino» (Dn 7,14). Jesús da
un nuevo sentido a esta imagen y señala que él tiene el poder en cuanto siervo,
el honor en cuanto que se abaja, la autoridad real en cuanto que está disponible
al don total de la vida. En efecto, con su pasión y muerte él conquista el
último puesto, alcanza su mayor grandeza con el servicio, y la entrega como don
a su Iglesia.
Hay una incompatibilidad entre el
modo de concebir el poder según los criterios mundanos y el servicio humilde
que debería caracterizar a la autoridad según la enseñanza y el ejemplo de
Jesús. Incompatibilidad entre las ambiciones, el carrerismo y el seguimiento de
Cristo; incompatibilidad entre los honores, el éxito, la fama, los triunfos
terrenos y la lógica de Cristo crucificado. En cambio, sí que hay
compatibilidad entre Jesús «acostumbrado a sufrir» y nuestro sufrimiento. Nos
lo recuerda la Carta a los Hebreos, que presenta a Cristo como el sumo
sacerdote que comparte totalmente nuestra condición humana, menos el pecado:
«No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades,
sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado» (4,15).
Jesús realiza esencialmente un sacerdocio de misericordia y de compasión. Ha
experimentado directamente nuestras dificultades, conoce desde dentro nuestra
condición humana; el no tener pecado no le impide entender a los pecadores. Su
gloria no está en la ambición o la sed de dominio, sino en el amor a los hombres,
en asumir y compartir su debilidad y ofrecerles la gracia que restaura, en
acompañar con ternura infinita su atormentado camino.
Cada uno de nosotros, en cuanto
bautizado, participa del sacerdocio de Cristo; los fieles laicos del sacerdocio
común, los sacerdotes del sacerdocio ministerial. Así, todos podemos recibir la
caridad que brota de su Corazón abierto, tanto por nosotros como por los demás:
somos «canales» de su amor, de su compasión, especialmente con los que sufren,
los que están angustiados, los que han perdido la esperanza o están solos.
Los santos proclamados hoy
sirvieron siempre a los hermanos con humildad y caridad extraordinaria,
imitando así al divino Maestro. San Vicente Grossi fue un párroco celoso,
preocupado por las necesidades de su gente, especialmente por la fragilidad de
los jóvenes. Distribuyó a todos con ardor el pan de la Palabra y fue buen
samaritano para los más necesitados.
Santa María de la Purísima vivió
personalmente con gran humildad el servicio a los últimos, con una dedicación
particular hacia los hijos de los pobres y enfermos.
Los santos esposos Luis Martin y
María Azelia Guérin vivieron el servicio cristiano en la familia, construyendo
cada día un ambiente lleno de fe y de amor; y en este clima brotaron las
vocaciones de las hijas, entre ellas santa Teresa del Niño Jesús.
El testimonio luminoso de estos
nuevos santos nos estimulan a perseverar en el camino del servicio alegre a los
hermanos, confiando en la ayuda de Dios y en la protección materna de María.
Ahora, desde el cielo, velan sobre nosotros y nos sostienen con su poderosa
intercesión.
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